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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (20 page)

Su voz suena muy lejana.

—¿Quién cuida de ti? ¿Estás en Calcuta?

—¡Cuántas preguntas! Te lo contaré todo con pelos y señales cuando llegue el momento. Por ahora, baste con decir que estoy sana y feliz. Me guardarás el secreto, ¿verdad?

—Espero que sepas lo que haces. ¿No puedes darme un número de teléfono? ¿Cuándo vuelves?

—En la fecha prevista, dentro de dos semanas. ¿Qué tal va todo por ahí?

—Bien, muy bien. —Tal vez sea la lluvia mansa que repiquetea en las ventanas, o lo mucho que echo de menos a Connor, o esta sensación de que vago sin rumbo, pero de pronto me veo obligada a reprimir las lágrimas—. Mi jefe viene a verme mañana.

—Acha. Haz que se sienta como en casa, y quizá puedas quedarte un poquito más después de que yo vuelva...

La caldera de la calefacción se pone en marcha con un zumbido.

—No puedo, ya lo sabes. A estas alturas, mis clientes creerán que me he muerto.

—¿Y qué pasa con ese médico?

Se me encoge el alma solo de pensarlo.

—Espero volver a verlo antes de irme, pero temo haberlo ahuyentado.

—Entiendo. —Suena decepcionada, pero no sorprendida—. Escucha, Bippy, hay algo que debo decirte acerca de Ganesh.

—¿La estatuilla del vestíbulo?

—Es omnisciente y tiene la potestad de eliminar los obstáculos. Escribió el Mahabharata con su propio colmillo roto, aunque casi nadie lo recuerda. Me ayudó cuando era muy joven, y a cambio prometí ayudarlo a mantener vivo el espíritu de los libros.

—¿Cómo te ayudó?

Mi tía tapa el auricular y se dirige a alguien antes de volver a ponerse al teléfono.

—Debo irme.

—Espera. ¿Entonces fue Ganesh quien te inspiró para abrir una librería?

De pronto, la línea suena plagada de interferencias.

—Mi don pasa... las mujeres... la familia... lo heredan. Tú...

Se corta la llamada. ¿Qué demonios trataba de decirme? Nada que deba preocuparme. Tengo que prepararme para la reunión con mi jefe.

31

Es mi segundo viernes en la librería y, al igual que en el primero, llevo puesto un traje chaqueta azul y zapatos de tacón. No me había vuelto a poner estos zapatos desde el día en que llegué. Me están mortificando los pies. Mientras me cepillo el pelo, repaso la presentación para mis adentros. Pronto volveré al clima soleado, a las palmeras y a mi verdadero trabajo. Trato de concentrarme en la cuenta Hoffman. Reviso los informes, contesto a los mensajes atrasados y consulto valores y tendencias bursátiles.

Cuando llega Tony, silba nada más verme.

—Vaya, vaya... Se diría que te dispones a volver a la ciudad.

Hoy ha venido de negro, como si llorara mi inminente partida.

Aliso el traje y arreglo el cuello de la blusa de seda.

—Mi jefe llega en quince minutos. Viene para hablar de mi presentación.

—No puedo creer que ya te vayas a marchar.

El rostro de Tony es la viva imagen de la decepción.

—Mi tía volverá rebosante de salud y lista para abarrotar la casa de nuevo. —Pero se me forma un nudo en la garganta, y tengo ganas de abrazar a Tony—. Este es su sitio, no el mío.

—Sí, claro, lo que tú digas.

Gira sobre los talones y se aleja a grandes zancadas, como si lo hubiese ofendido.

—¡Eh, espera! —le digo, pero se interna en la librería. Pues bueno, que se vaya. Tengo que concentrarme en la reunión.

En cuanto veo a Scott Taylor, compruebo que sigue irradiando la seguridad y el desparpajo característicos en él, la personalidad de un jefe nato. Había olvidado lo alto que es y la autoridad que ejerce pese a ser delgado y más bien enclenque. Nadie diría al verlo que posee un carácter dominante.

—Me ha costado Dios y ayuda llegar hasta aquí. —Su voz resuena por la casa. Pisotea la alfombra del vestíbulo con sus botas de agua mientras cierra el paraguas con gesto brusco. Su fina gabardina de Armani está chorreando. Viene mal abrigado para este clima. Su chaqueta está tan empapada que la tela se ha vuelto casi transparente en los hombros y permite vislumbrar la camisa blanca que lleva debajo.

—Te colgaré la chaqueta. Me alegro de que hayas podido llegar.

—Por los pelos. El ferry ha salido con retraso.

No sin esfuerzo, se quita la chaqueta mojada y me la tiende. La cuelgo en el armario.

Se queda mirando fijamente la estatuilla de Ganesh.

—¿A qué viene el elefante?

—Es el dios hindú de los nuevos comienzos, elimina los obstáculos. Hay que arrodillarse, tocarle los pies y rezarle.

Scott suelta una carcajada.

—¿Puede hacer que pare esta condenada llovizna?

—Yo ya me voy acostumbrando a ella. Me resulta casi... relajante.

—Conque relajante, ¿eh? —Scott me escruta el rostro, como si me mirara a través de una cortina y no alcanzara a distinguir mis facciones—. Pareces distinta.

Me atuso el pelo.

—¿En qué sentido?

—Tienes buen aspecto. Las vacaciones te han sentado bien.

Sonrío, aunque no lo llamaría precisamente vacaciones.

—Te agradezco que hayas tenido el detalle de venir hasta nuestra remota y lluviosa isla.

—Bueno, tenía una reunión con un cliente en Seattle y pensé que podía desviarme un poco, coger el ferry y plantarme aquí en un periquete. He tardado un poco más de lo esperado. —Da unas palmaditas a su maletín—. ¿Dónde ponemos sentarnos a trabajar?

—He hecho un hueco dentro —le digo, y lo conduzco por el pasillo hasta el salón de té. Ya recuerdo cómo caminar con estos tacones. Se me da bien. No me bambolean los tobillos. Avanzo como si flotara sobre estos zancos de diseño, por más que tenga los pies aplastados en su interior.

Scott me sigue, y sus zapatos resuenan en la tarima de madera maciza.

—Espero que hayas preparado tu presentación.

—Estoy en ello —miento—. No sufras.

Se me encoge el estómago. Me pondré al día, no pasa nada. ¿Cómo he podido ser tan negligente?

En el salón de té, Scott abre su maletín sobre una gran mesa y saca de su interior unas pocas carpetas de color marrón.

—No me vendría mal un café —sugiere.

—Solo, cargado, sin leche, una cucharadita de azúcar.

—¡Vaya, te acuerdas! —exclama con una sonrisa.

—Ahora mismo te lo traigo.

Le sirvo una taza de café, se la llevo junto con el azucarero y me siento frente a él.

—¿Qué tal va todo en el despacho?

—Mucho trabajo —contesta, al tiempo que saca un fajo de papeles del maletín. No ha dicho que haya nadie más compitiendo por la cuenta Hoffman.

—¿Y Carol?

—Lleva una cuenta de las gordas. Venga, centrémonos en la cuenta Hoffman —dice, palmeando suavemente el fajo de documentos—. Tenemos que poner énfasis en el rendimiento inmediato, en la diversificación. Quédate estas notas y repásalas.

—Claro. —Los documentos huelen a tinta de la fotocopiadora. En cierto sentido, echo de menos ese olor. El olor de los retos.

—Vamos a repasar los puntos de tu exposición —anuncia, sacando dos copias de un memorando y tendiéndomelas por encima de la mesa. Una familiar sensación de euforia se apodera de mí. Se me da bien hacer presentaciones, transmitir lo mejor que nuestra empresa tiene que ofrecer.

—Me lo sé de memoria —digo, sonriéndole.

—Eres buena. Pero vamos a repasarlo de todos modos...

Alguien entra en el salón de té. Es el hombre con el rostro sembrado de manchas que buscaba libros infantiles para él el día que llegué. El corazón me da un vuelco.

—... del rendimiento del capital —dice Scott.

—Ajá. —Intento concentrarme en los puntos del memorando.

El hombre mira a su alrededor, desalentado. Necesita ayuda.

—... e informes de rendimiento —concluye Scott.

—Sí —confirmo—. Lo tengo todo apuntado.

Tony asoma por la puerta y le hace señas al hombre, que lo sigue por el pasillo.

—... Cuando hagas la presentación, céntrate en el presidente del consejo directivo —dice Scott—. Mejor dicho, la presidenta. Te hará preguntas, así que prepárate a conciencia.

—Siempre estoy preparada. —Aguzo el oído para intentar averiguar qué le está diciendo Tony al hombre en el pasillo, pero no alcanzo a distinguir sus palabras.

Scott tamborilea con el dedo índice sobre la mesa.

—¿Me sigues? Pareces distraída.

—Te escucho.

—Bien. —Scott echa un vistazo a su reloj de pulsera—. Ojalá hubiera más tiempo. Tengo que coger el ferry de vuelta. Te dejo el expediente. —Guarda su copia del memorando en el maletín, se levanta y se dirige al vestíbulo para coger la chaqueta—. Repasa la documentación —me dice justo antes de salir.

—Sabes que lo haré —replico.

Estaré lista. Los deslumbraré con mi presentación, y Scott me propondrá para socia de la empresa. La cuenta Hoffman supondrá la culminación de años de duro trabajo. Ganaré dinero a espuertas y viviré feliz por siempre jamás en mi nueva casa, en un barrio residencial junto a la playa, rodeada de lujo y sol, y al cuerno con Robert y Lauren.

32

A lo largo de la semana siguiente, me levanto pronto para perfeccionar mi presentación. Doy vueltas por el apartamento de mi tía, cuyo suelo cruje bajo mis pies, hablando a solas, gesticulando, señalando con un puntero imaginario. Leo todos y cada uno de los documentos que me trajo Scott, memorizo todos los puntos de la exposición.

Luego salgo a pasear por la playa. Me lleno los pulmones del perfume salvaje y salobre del océano. No me llevo el maxibolso ni el móvil.

Una noche, mis padres y yo visitamos de nuevo a los Maulik, pero en su casa reina ahora la pesadumbre y el abatimiento. Sanchita no ha vuelto. Mohan ha contratado a una niñera para que lo ayude con los niños.

Me concentro en mi trabajo y en la lectura. Descubro a H. P. Lovecraft, me fascina su propensión a usar palabras grandilocuentes como «taumaturgia», «feérico» o «ciclópeo». También leo a Nabokov y Wordsworth. Cada vez se me da mejor la hora del cuento, y cuando se reúne el club de lectura me siento con las mujeres en el salón de té para hablar de literatura.

El domingo a primera hora de la mañana, una semana antes de mi regreso a California, devuelvo el libro de memorias del padre de Connor al salón y lo coloco en una estantería.

—Supongo que no necesita otro ejemplar —me digo a mí misma.

—Siempre vienen bien —replica una voz grave a mi espalda. Me vuelvo bruscamente y allí está, enfilando el pasillo a grandes zancadas, trayendo consigo un olor a aire fresco y a bosque.

Mi corazón se pone a latir como loco. La sangre se me agolpa en la cabeza.

—¡Has vuelto!

—Qué bien que te alegres de verme. —Lo tengo delante, enfundado en una chaqueta negra, pantalones cargo y camiseta, el mismo reloj antiguo en la muñeca.

—Te he echado de menos.

—Yo también.

Me coge entre sus brazos y me hace dar vueltas en el aire como si pesara menos que una pluma. Noto la presión de mi cuerpo contra su pecho firme. No quiero que me suelte nunca.

Cuando me deja en el suelo, me cuesta recobrar el aliento.

—Pensaba que nunca volvería a verte...

—He querido darte tiempo.

—Podías haber llamado.

—Necesitabas tu espacio.

—Ya he tenido espacio de sobra.

Mis pensamientos se suceden a la misma velocidad endemoniada de mis latidos cardíacos.

—Escucha —dice, tomando mis manos—, salgamos de aquí, solo por hoy. A no ser que tengas otros planes.

—Connor, yo...

—Ve a buscar el libro de memorias, me gustaría cogerlo prestado.

—Tuyo es. —Cojo el abrigo y el bolso del armario—. Espérame aquí, ahora mismo vuelvo. —Salgo disparada hacia el despacho y llamo a Tony a su casa—. Me tomo el día libre. ¿Podrías venir y quedarte al pie del cañón por mí?

—¿Ha vuelto Connor?

Asiento con un suspiro.

—Me está esperando en el vestíbulo.

—¡Pues a por él! Cierra la tienda y vete.

Cuelgo y vuelvo corriendo a la puerta principal. Connor me da la mano.

—¡Espera, el libro!

Lo saco de la estantería y se lo doy. Connor sostiene el volumen pegado al pecho, y los bordes parecen brillar. La puerta principal se abre de par en par y salimos al encuentro de una mañana soleada.

Los tablones de madera del porche crujen bajo mis pies. Aquí y allá, en la verja de hierro, asoman parches de suave musgo verde. La lluvia de la noche ha lavado el cielo, de un azul impoluto, que se extiende hasta donde alcanza la vista. Una suave y fresca brisa me acaricia la piel y me trae el olor a algas y sal. Los sonidos de la mañana nos envuelven: el motor de un coche que arranca, una sinfonía de trinos, el rumor del oleaje. Al calor del sol matutino, el vaho se desprende de los tejados y vallas.

Connor sale al porche y respira hondo, con parsimonia. Sigue apretando el libro contra el pecho.

—Me encanta el aire fresco —dice con esa voz suya, tan grave, tan profunda. Sus iris tienen un intenso tono turquesa, casi irreal.

Mi corazón se llena de pura y dulce alegría.

Connor deja el libro en el suelo del porche y luego escruta sus propias manos, las gira en el aire como si las estuviera viendo por primera vez a la luz del sol. Luego me levanta en volandas y rompe a reír.

—¡Estoy aquí fuera contigo, de día!

—¡Sí que lo estás! Me alegro de verte tan contento.

—Estás preciosa en esta luz —dice, acariciándome el pelo.

—Tú también. Quiero decir que te favorece.

Me estremezco, y no precisamente de frío.

—Quiero salir a pasear, vivir este momento contigo. No perdamos ni un segundo.

Su pelo ondulado brilla, y por primera vez reparo en las hebras cobrizas, aclaradas por el sol, que asoman entre los mechones oscuros. También parece más alto y corpulento, más robusto de lo que parecía en la casa.

—Podríamos coger el ferry hasta la ciudad. O quedarnos aquí.

—Lo que tú prefieras. Quiero estar contigo.

—A la playa —propongo—. Ven.

Me sigue de cerca mientras corro por la acera con las zapatillas de deporte.

Me alcanza y me coge la mano. La firmeza de sus dedos, su calor, hacen que se me acelere el corazón. Lo oigo respirar.

—Noto cómo corre la sangre por tus venas —me dice, apretándome la mano. Echa la cabeza hacia atrás y se ríe—. Haces que me sienta vivo, Jasmine Mistry.

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