La librería de las nuevas oportunidades (19 page)

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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

—Eres persistente. Eso es bueno. Tengo entendido que hay que armarse de paciencia para llegar a ver un libro publicado.

—Llevo mucho tiempo trabajando en librerías, y la de tu tía es la mejor. No la cambiaría por nada del mundo, pero sigo esperando mi gran oportunidad.

En su voz resuenan muchos sueños sin cumplir.

—Podrías ir a Nueva York y darle la lata a algún editor hasta que acepte tu manuscrito solo para librarse de ti.

Sonrío, sorprendida por mi propio y estrafalario consejo.

—Es posible que me denunciara a la policía por acoso.

—Entonces ya sabes: confía en tu talento y nunca te rindas.

Se le ilumina el rostro.

—Me gusta más esa opción. Y tú deberías hacer lo mismo.

—No puedo confiar en mí misma. Al fin y al cabo, yo elegí a mi ex marido. Me rendí a sus encantos y fui incapaz de ver lo que había detrás.

—Lo siento. Yo también he pasado por eso. No me refiero al divorcio, sino a las rupturas sentimentales. Que vienen a ser lo mismo, ¿no? Te sientes como aturdido, descolocado.

Cuando Robert me dejó, el mundo seguía girando a toda velocidad mientras yo avanzaba a paso de tortuga, como si llevara piedras en los bolsillos, sin más ambición que sobrevivir a cada nuevo día.

—Al principio, cuando se fue, llegué a pensar que estaba perdiendo la chaveta. Me fui de la gasolinera con la manguera todavía acoplada al depósito de combustible, olvidé la taza de café en el techo del coche y llegué incluso a presentarme en la oficina llevando puestos zapatos de dos pares distintos.

Tony parte un pedazo pegajoso de caracola de canela, se la mete en la boca y sigue hablando mientras mastica.

—¿Eran muy distintos? ¿Qué sé yo, uno rojo y el otro blanco? ¿Uno de tacón y el otro plano? Venga, concreta un poco más.

Suelto una carcajada y casi se me sale el café por la nariz.

—Dos zapatos negros que se parecían entre sí, pero uno tenía correa y el otro no.

—Así que fue algo realmente involuntario.

Asiento.

—Pero también cometía errores de lo más... tontos. Olvidé pagar la factura de la luz. Una noche llegué a casa y no había electricidad.

—No seas tan dura contigo misma. Querías a ese tío, como se llame.

—Robert.

Me consuela saber que Tony es capaz de olvidar su nombre.

—Eso. No podías pensar mal de él. Sé lo que se siente. Una vez me enamoré. Perdidamente.

—Espera un momento, creía que eras un experto en evitar ataduras sentimentales.

Tony baja la vista y luego se vuelve hacia mí con una sonrisa avergonzada.

—Pues este me tenía atado y bien atado. Lo hubiese dejado todo por él. Tenía la cabeza llena de pajaritos.

Se lleva el índice a la sien. No sé si trata de sugerir que estaba loco de atar o finge que se pega un tiro.

—¿Qué pasó?

Tony deja caer la mano sobre la mesa, juguetea con el agitador de madera del café.

—No fui yo quien le puso fin. Yo me enamoré, y luego él decidió cortar por lo sano, sin que pudiera hacer absolutamente nada por evitarlo. —Me señala con el agitador de madera—. Y entonces me volví loco. Salí corriendo a la calle en ropa interior, detrás de su Mercedes negro.

Me quedo boquiabierta.

—No me lo puedo creer.

—En pleno centro de la ciudad, a primera hora de la mañana, las calles repletas de coches. Todo el mundo tuvo ocasión de estudiar a conciencia mis calzoncillos de Calvin Klein. ¿O eran de Ralph Lauren? No me acuerdo, pero ¿qué más da? Eso sí, recuerdo que no eran bóxers sino slips.

—Siento que tuvieras que pasar por ese mal trago.

—Jamás hubiese imaginado que sería capaz de hacer algo así, pero estaba desesperado. Cometemos verdaderas locuras cuando estamos desesperados.

—Sí, es cierto.

«Como enamorarse de un médico algo rudo y tierno a la vez mientras te esfuerzas por olvidar a tu ex.» Y sin embargo no puedo evitar esbozar una sonrisa al imaginar a Tony, primorosamente peinado, corriendo calle abajo sin más atuendo que sus calzoncillos de marca.

—Ojalá pudiera volver a enamorarme —confiesa en tono nostálgico—. Si al final decides pasar de Connor, ¿me lo puedo quedar yo?

—¡Será posible!

—Vale, me esperaré a que acabes con él. Primero, tienes que dejar que te enamore. Ya has cambiado, desde que lo has conocido. Se te ve más relajada, más... en tu salsa. Y has dejado de estornudar.

Me llevo un dedo al caballete de la nariz. Tengo los senos nasales limpios.

—No me he vuelto a tomar las pastillas para la alergia desde... Ni siquiera recuerdo cuándo las tomé por última vez.

Tony vuelve a señalarme con el agitador de madera.

—Desde que el doctor Hunt te besó. ¿Ves a qué me refiero? Está todo dicho.

29

De vuelta en la librería, me miro en el espejo del lavabo de la planta baja. Tengo las mejillas sonrosadas. Ya no me veo los ojos tan hinchados, y mi pelo parece más oscuro. Hay menos hebras grises asomando en las sienes.

—Puede que haya sido el beso —le digo a mi reflejo—, o haber vuelto a leer El osito Winnie. A saber.

Cuando salgo del lavabo, alcanzo a ver a un niño que deambula por el pasillo y luego entra en la sala de literatura infantil. Su mata de pelo alborotado recuerda un haz de paja mojada, y sobre su nariz descansa un enorme par de gafas que hace que sus ojos parezcan descomunales. Inclina la cabeza hacia delante, casi hasta tocar el pecho con la barbilla, como si las gafas pesaran demasiado para la cabeza. En la espalda, una enorme mochila azul llena de bultos sobresale de su cuerpo como un grotesco apéndice. Lleva un traje gris en miniatura, un jersey de cuadros escoceses bajo el que asoma una corbata roja y mocasines de color marrón. Tiene los ojos clavados en el suelo y sus manitas se aferran a las correas de la mochila.

—¿Puedo ayudarte? —le pregunto—. ¿Estás buscando algún libro?

El pequeño asiente sin despegar los ojos del suelo.

«No le gusta la caza ni la guerra, no juega en la arena ni en la tierra...»

Las palabras del Dr. Seuss resuenan en mi mente. Debe de ser algún recuerdo que aflora de pronto.

—¿Te apetece uno de aventuras, para escaparte a otro mundo? —le pregunto.

El pequeño asiente y su rostro se ilumina.

El león, la bruja y el armario se desploma en una de las baldas, justo a la altura de los ojos del pequeño. Él lo recoge, mira la ilustración de la cubierta y sonríe.

Me arrodillo junto a él.

—Es una historia maravillosa, y tenemos muchas más.

Sonríe, y me doy cuenta del esfuerzo que ha tenido que hacer para venir hasta aquí. Veo el mundo tal como lo percibe él: grande, ruidoso y temible. No se atreve a mirar a nadie a los ojos. Es tan tímido que cruza la calle en cuanto avista a otro transeúnte avanzando en su dirección. No pide nada. Se resigna a no tener lo que querría con tal de no verse obligado a pedirlo.

—Puedes llevarte el libro —le digo.

¿Pero qué hago? Desde luego, así no contribuyo a mejorar la rentabilidad de la librería.

El pequeño me sonríe como si le acabara de regalar un millón de dólares. Hurga en el bolsillo, saca un monedero.

Aparto su manita.

—Este te lo regalo yo.

—¿De verdad? —Su sonrisa se ensancha todavía más.

—Quédate el dinero.

Se dirige a la puerta rebosante de felicidad, dando saltitos. Su mirada ya no apunta al suelo, sino un poco más arriba.

En este momento no quisiera estar en ningún otro sitio, haciendo ninguna otra cosa, ni siquiera cuando una joven irrumpe en el vestíbulo llorando a moco tendido y se detiene junto a la estantería de los libros de autoayuda.

—¿Se encuentra bien? —pregunto—. ¿Se le ha muerto alguien?

—¿Cómo lo sabe?

«Buena pregunta.»

—Bueno, lo he deducido. Parece triste.

Se le escapan las lágrimas por el rabillo de los ojos. Sostiene un libro de tapas blandas titulado Cómo superar la muerte de una mascota. Se seca las mejillas con la mano.

—Me llamo Olivia —dice con labios temblorosos.

—Yo soy Jasmine. Ese libro...

—Este libro habla todo el rato de mascotas, y él no era una mascota. Era mi fuente de inspiración, mi amigo del alma. No sé qué voy a hacer sin él —concluye, y se le rompe la voz. Necesita algo a lo que aferrarse, una tabla de salvación—. Recuerdo hasta el último detalle. Solía venir a despertarme rozándome la mejilla con la patita, más cariñoso..., Se me enroscaba en el regazo y apoyaba la barbilla en mi muñeca. Era un precioso gato atigrado, suave como un peluche. Me miraba con sus ojillos entornados, con una entrega absoluta, una confianza ciega...

Se sorbe la nariz, incapaz de reprimir los sollozos.

—Ha venido al lugar adecuado.

La emoción me embarga la voz.

—A veces me parece casi imposible seguir adelante sin él. —Olivia se lleva una mano al pecho. Una lágrima queda suspensa en sus pestañas, reflejando la luz—. Cuando recuerdo que ya no está, mi dulce chiquitín peludo, se me parte el alma. Pero claro, nadie me entiende porque no era humano.

—Cuánto lo siento. Siempre lo echará de menos, pero con el tiempo no será tan doloroso.

Quiero decirle que sé lo que es perder a alguien: el abrupto final de los sueños compartidos, de los hábitos cotidianos, de la comodidad.

—Gracias —contesta—. Espero que tenga razón.

Los ojos se me van hacia la estantería. Hay un libro que resplandece, bañado por un haz de luz, tal como ocurrió con el libro de los mangos cuando vino el profesor Avery, con la diferencia de que entonces hice caso omiso de la señal.

Saco el libro en cuestión, un manoseado ejemplar de tapas duras en cuya cubierta veo el dibujo de un gato con las orejas raídas. Se lo tiendo.

—Una persona con cola y bigotes, de May Sarton —lee en voz baja—. Mi Taz también era una persona con cola y bigotes. En sus ojos, veía el alma de un pequeño anciano. —Lee la primera página para sus adentros—. Este gato vivió con ella. Llevan mucho tiempo muertos los dos.

—Pero vivió, y disfrutó de la vida —le digo—. Ahora, a través de las palabras de su dueña, vivirá para siempre.

—Ojalá Taz hubiese vivido para siempre. Su compañera de juegos, Molly, lo echa de menos. Es una gata de pelo moteado. —Olivia guarda silencio unos instantes—. ¿Tiene alguna mascota?

Me escruta con la mirada, como si la respuesta fuera a darle la medida de mi alma.

—Bueno, verá... últimamente ando muy ocupada. —Noto una extraña punzada en el pecho, un vacío que solo podría ocupar un amigo del alma como Taz—. Una vez tuve un gato, se llamaba Willow. Vivió diecisiete años. Me hubiese gustado tener otro, pero me fui a la universidad y luego... mi ex marido era alérgico a los gatos.

—Lo que explica que ya no sea su marido.

—Exacto.

Hasta ahora, me he centrado en lo que echo de menos de Robert y no en las restricciones que me imponía la convivencia con él.

Olivia me echa los brazos alrededor del cuello.

—Gracias por ayudarme a encontrar este libro.

—Bueno, yo solo... estaba aquí.

—No, me ha ayudado mucho. —Retrocede, con el libro pegado al pecho—. Es bueno saber que alguien más quería a su gato hasta el punto de dedicarle un libro. Por cierto, a este sitio no le vendría mal tener uno, ¿no cree? En las librerías con alma siempre hay algún felino...

—Eso lo tiene que decidir mi tía.

Olivia me ofrece una tarjeta de visita.

—Yo trabajo aquí. Pásese cuando quiera. Estoy segura de que a su tía le encantaría tener un gato.

La tarjeta pone: «La ciudad de los maullidos, un refugio para gatos abandonados. Fairport, WA». Guardo la tarjeta en el bolsillo trasero de los vaqueros.

—Gracias, me lo pensaré.

Cuando está a punto de salir, Olivia vuelve la cabeza para decirme:

—No se lo piense demasiado.

30

Sigo a Olivia con la mirada, la veo alejarse por la acera y doblar la esquina sin despegar los ojos del libro.

—¿Cómo se titulaba? —oigo que le pregunta una adolescente a su amiga en el vestíbulo mientras pasan por mi lado a grandes zancadas.

—He olvidado la maldita lista de libros —dice la otra chica. Ambas visten de riguroso negro y llevan los ojos perfilados del mismo color, con un trazo tan grueso que parecen muertas vivientes—. Va de un viejo que quiere pescar un pez gigante. Un muermo de libro, te lo juro. Y luego va y mata al pez, aunque lo llama su hermano. Venga ya, ¿quién mataría a su propio hermano? Un rollo patatero.

—Pues sí, un rollo total —coincide la otra chica.

Me aclaro la garganta.

—Mmm, creo que el libro que estáis buscando es El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

¿Cómo he podido recordar un detalle así? Debí de leerlo en secundaria.

Las chicas me miran de hito en hito, como si tuviera un enorme grano en la punta de la nariz, pero compran dos ejemplares de una antigua edición de bolsillo de la novela antes de abandonar la librería. Ahora tendrán que leerla, no hay excusa.

Me las he arreglado para abrir la mayor parte de las ventanas, despejar unos cuantos pasillos, limpiar el polvo de las mesas y las estanterías, lograr que entre más luz. A medida que pasan los días, me voy adaptando a un nuevo ritmo: por las mañanas salgo a correr por la playa, visito a mis padres, ayudo a Gita con los preparativos de la boda. Cada conversación con ella me devuelve un recuerdo doloroso, pero no me quejo. Se merece estos fugaces momentos de felicidad.

Me pregunto a todas horas cuándo volveré a ver a Connor. Me doy cuenta de que lo busco con la mirada, que giro sobre mis talones en cuanto noto un aliento en la nuca, que me sobresalto cuando suena el teléfono.

El jueves por la mañana, mi tía vuelve a llamar.

—Tía Ruma, no has llamado en toda la semana. Estaba preocupada por ti.

Suena distraída y alegre.

—¡Tengo el corazón como nuevo!

Noto por el tono de su voz que está sonriendo. Para mis adentros, doy gracias al cielo.

—¡Cuánto me alegro! ¿Cuándo fue la intervención?

—La intervención..., ah, sí. Hace unos pocos días.

Oigo un vocerío y mucho jaleo de fondo.

—¿Qué está pasando ahí? ¿Dónde estás?

—Me dispongo a emprender un pequeño viaje.

—¿Te encuentras lo bastante bien para viajar? ¿Estás en el hospital?

—Claro que no. Estoy perfecta.

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