La librería de las nuevas oportunidades (23 page)

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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

«¿Qué te ha pasado?», pregunto en silencio.

Sus pestañas aletean unos segundos antes de abrirse, y me sonríe. ¿Cómo explicar el alud de emociones que me produce?

—¿Qué tal estás? —pregunta con voz ronca y soñolienta.

—Estupendamente. Haces que me sienta hermosa. Cuando Robert se fue, me sentí fea. Llegué incluso a pensar que, de ser más guapa, se hubiese quedado junto a mí.

—Eres preciosa. Ni se te ocurra dudar de eso.

Me atrae hacia sus brazos y me acurruco entre ellos.

—Cuando tú lo dices, me lo creo.

—¿Por qué no ibas a hacerlo?

Acomodo la cabeza en el hueco de su hombro.

—Cuando me acuerdo de todo lo que tu padre presenció y sufrió en sus propias carnes en África me siento capaz de sobrevivir a cualquier cosa. Hay gente que se ha visto obligada a soportar cosas mucho peores. Cuando vuelva a Los Ángeles, me enfrentaré a lo que me espera, sea lo que sea.

Connor me acaricia el pelo.

—Así que vas a dejarme.

—Tengo que ganarme la vida. Y atar algunos cabos sueltos.

—¿Y por qué no vuelves aquí cuando lo hayas hecho?

Es una idea que me ronda desde hace días.

—¿A esta isla apartada de todo? Estos son los dominios de mi tía. Prométeme que vendrás a verme a Los Ángeles...

Connor hace una pausa antes de contestar.

—Me encantaría, pero...

—¿Pero qué? ¿Tienes otros compromisos? No estarás casado, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—¿Y tampoco tienes novia, ni prometida?

—No y no. Te noto suspicaz.

—No puedo evitarlo.

—Algún día aprenderás a confiar de nuevo.

—Tal vez. Y tal vez no. Pero vuelvo a sentirme esperanzada.

Connor hunde el rostro en mi cuello, se frota a modo de caricia.

—Y yo vuelvo a sentirme vivo. Me encanta tu olor. Había olvidado cómo huele una mujer, y no me refiero a una mujer cualquiera. Tienes un olor propio, especial, Jasmine. Me pasaría toda la vida oliéndote.

Connor cambia de posición para situarse encima de mí, apoyado en los codos, que lo apuntalan a ambos lados de mi cuerpo, y durante un rato olvido mis preocupaciones, mis miedos, me olvido incluso del futuro.

—¿Y ahora qué sientes? —pregunta al cabo, acomodando mi cabeza en el hueco de su hombro. Nos hemos quedado sin aliento.

—No tengo palabras —susurro. Me he entregado por completo y he sobrevivido. Me levanto, me pongo la bata y abro las persianas—. Ojalá no se acabara nunca.

—Estoy aquí contigo, ahora. —Siento que se me acerca, que se pega a mi espalda, me rodea con los brazos. Me apoyo en él, cierro los ojos, me vuelvo sin deshacer su abrazo. Ah, el tacto de su piel, su calor... Me acaricia el pelo. Levanto la mirada hasta su rostro, que desde este ángulo parece deformado.

Connor vuelve a besarme, un beso largo cargado de promesas, un beso con regusto a despedida. Luego se aparta de mí y se pone los pantalones, la camiseta y la cazadora. Siendo médico, me resulta extraño que siempre lleve la misma ropa informal.

Noto un peso en el corazón, pero al mismo tiempo me siento renacer. Connor vuelve hasta mí y toma mi rostro entre las manos.

—Odio dejarte. ¿Qué quieres hacer?, dímelo.

—Creía que no quería ataduras de ninguna clase, y ahora lo que no quiero es separarme de ti. —Respiro hondo—. Pero tengo cosas que resolver, una vida que enderezar.

—Lo sé. Debes irte. —Está vestido y listo para marcharse, incluido el viejo reloj de pulsera que necesita cuerda. Las manecillas se han detenido a las tres en punto.

—Esta vez bajo contigo. —En un minuto, me visto y lo sigo por la angosta escalera de servicio. La silueta de Connor parece resplandecer, como si un sol en miniatura brillara ante él.

Cuando enfilamos el pasillo del primer piso, la voz de Tony nos llega desde el salón de té. Canturrea una melodía evocadora que me recuerda una despedida amarga. Habrá venido más pronto de lo habitual para hacer inventario. Las luces están encendidas. Debe de haber dejado la puerta de la calle abierta, aunque la tienda aún está cerrada, porque veo a un hombre pasando del salón al vestíbulo. Viste camiseta negra, pantalones de camuflaje, y sostiene la correa de un labrador amarillo, un paciente perro de compañía. Luce el cráneo rapado al estilo militar y tiene el rostro bañado en sudor. Le tiemblan las manos.

Connor levanta una mano en el aire para detenerme.

—Ten cuidado. No te acerques demasiado a él.

—¿Por qué no?

Pero enseguida comprendo por qué.

El hombre se desploma en el suelo y se retuerce hasta quedar en posición fetal. Le cuesta respirar.

—Oiga, ¿se encuentra bien? —le digo—. ¿Puedo ayudarlo?

El hombre gime, pero no contesta. Tony sigue en el salón de té, tarareando, ajeno a lo que ocurre a escasa distancia.

—Oh, no —digo—. ¿Qué está pasando? Connor, ¿puedes ayudarlo?

—Llama a urgencias —replica Connor—. Tengo que irme.

Le tiro de la manga.

—¿Ahora mismo? No puedes marcharte.

El hombre vuelve a gemir, y un violento temblor sacude todo su cuerpo.

—Llama ya —me urge Connor en un tono suave, apenado.

Me precipito hacia el teléfono del vestíbulo y tecleo a toda prisa el 911. Tengo la boca seca.

—Urgencias, ¿dígame? —contesta la operadora.

—Aquí hay un hombre que está teniendo un ataque de algún tipo.

Le doy la dirección y cuelgo. Cuando me vuelvo, Connor ya no está.

El perro emite un gañido quejumbroso, lame el rostro del hombre y se pone a dar vueltas, inquieto.

Tony se precipita en la estancia, procedente del salón de té.

—¿Qué está pasando aquí? Aún no hemos abierto... ¡Dios santo! ¿Llamo a urgencias?

—Ya lo he hecho —le informo mientras busco a Connor con la mirada.

Una mujer viene corriendo por el pasillo y aparta a Tony de un codazo. Es Olivia.

—He oído un grito. ¡Dios!

Descubre al hombre tendido en el suelo y se lleva la mano a la boca.

—La ambulancia ya viene en camino —digo—. Un amigo mío acaba de irse, es médico. ¿Lo has visto? ¿Alto, con el pelo oscuro...?

—No he visto a nadie. —Olivia se arrodilla para leer la etiqueta que cuelga del collar del perro—. Se llama Hércules —dice con ternura, acariciándole la cabeza—. Buen chico, no pasa nada.

Tony se pasa los dedos por el pelo rociado de laca.

—¿Crees que deberíamos intentar el boca a boca? Ojalá hubiese hecho algún cursillo de primeros auxilios.

—La ambulancia no tardará —contesto.

Se oye el sonido de una sirena, cada vez más cerca, hasta que llega la ambulancia y con ella los sanitarios, que irrumpen en la casa con todo el instrumental. Me hacen preguntas, toman las constantes vitales del hombre, lo trasladan a una camilla. Tony habla con ellos, los sigue fuera.

—De momento, yo me encargo de Hércules —dice Olivia—. No te preocupes por él.

—Gracias —digo mientras sale con el perro.

La puerta se cierra tras ella, y me quedo a solas. Miro en todas las habitaciones, pero Connor se ha desvanecido sin dejar rastro. A lo mejor no quería que nadie supiera que había pasado la noche conmigo. ¿Pero por qué? ¿Acaso me oculta algún secreto?

No debería sorprenderme, después de lo de Robert, pero me siento como si me hubiesen arrancado las entrañas.

37

—Se va a poner bien —me dice Tony al anochecer, justo antes de cerrar.

—¿Qué? ¿Quién? —Me afano sacando el polvo de las mesas del salón con un paño suave para mantener la mente ocupada.

—El chico del pantalón de camuflaje. Sufre estrés postraumático. Acaba de volver de una zona en guerra. Va a necesitar terapia psicológica.

Doblo el paño en cuatro.

—¿Tiene familia, alguien que lo ayude a superarlo?

—Una novia, sus padres. Han ido al hospital.

—Eso es bueno, que tenga una novia.

Alguien en quien apoyarse cuando vienen mal dadas.

Tony coge el abrigo del armario.

—No has sabido nada del doctor Hunt, ¿verdad? Lo sé por esa carita tan larga.

—¿Tanto se me nota? —Intento sonreír.

—Trabajas demasiado. Vente a cenar conmigo. Olvídate del doctor Hunt por un rato. Ya volverá.

Desdoblo el paño y retomo la limpieza.

—Quizá tengas razón, o quizá sea como mi ex marido. A lo mejor lo que pasa es que tengo un imán para los cabrones.

—Concédele el beneficio de la duda. Estoy seguro de que tiene un motivo...

—Más le vale, y que sea bueno. Oye, voy a quedarme y cerrar la tienda. De todos modos, estoy cansada.

«Y puede que Connor aparezca. Me debe una explicación.»

—Date un capricho, un baño de espuma. No te preocupes por el bueno de doctor Hunt. Seguramente se ha enamorado de ti y se ha asustado de sus propios sentimientos. Volverá.

Agito el paño en el aire como si lo ahuyentara.

—Anda, vete ya. Largo de aquí.

—Cuídate.

—Tú también.

Cuando Tony se marcha, el silencio se hace casi insoportable. Debería haber aceptado su invitación para ir a cenar. A lo mejor aún lo pillo antes de que suba al ferry. Estoy cruzando el vestíbulo a grandes pasos cuando oigo el suelo crujiendo a mi espalda.

—¿Ya te vas? —dice Connor.

Me vuelvo bruscamente y en mi interior se desata una lucha interna entre el alivio eufórico y la tensión de la ira.

—¡No te he oído entrar! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—El suficiente para oír lo que ha dicho Tony. Tiene razón. Me he enamorado de ti, pero mis sentimientos no me asustan.

—Entonces, ¿por qué te has ido? ¿Por qué no has hecho nada para ayudar a ese hombre? ¿Acaso no eres médico, es eso?

Me llevo la mano a la frente. El vestíbulo parece haber encogido.

—Sí que lo soy, pero no podía ayudarlo.

Parece alto y sólido, al igual que la sombra que proyecta en la pared.

—Tendrías que haberle tomado el pulso, como mínimo. ¿Por qué no lo has hecho?

Me siento como si acabara de subirme a un bloque de hielo que flota a la deriva. Un viento gélido ruge a mi alrededor y todo mi cuerpo está entumecido por el frío.

—Sabes la respuesta. Has leído mis memorias.

—Las de tu padre, querrás decir.

—No, no son de mi padre. Yo escribí esas memorias. Admiras a mi padre. Pues bien, él soy yo. Era yo.

Me aferro al pasamanos con todas mis fuerzas.

—Pero está muerto.

Connor asiente.

—Me disponía a volver de África. No llegué a hacerlo.

—Esa cicatriz en tu pecho.

Necesito sentarme. Tomar el aire.

—Un cazador furtivo me alcanzó en Nigeria. Es una herida de bala, del disparo que me mató.

«El disparo que me mató.»

Cierro los ojos, deseando con todas mis fuerzas que esto no esté pasando.

Fuera, la lluvia cae en forma de grandes goterones.

—Desapareces en cuanto sales por la puerta —digo, casi para mis adentros—. Apareces en los peores momentos. Creía que era casualidad, pero siempre has estado aquí.

Me vienen a la mente recuerdos de anoche, me veo haciendo el amor con él. Los lugares, las posturas. Ni siquiera con Robert había hecho esas cosas.

—La isla era mi hogar. Después de morir, pasé algún tiempo vagando sin rumbo, en busca de sosiego. Hasta que me refugié aquí.

—¿Cuándo... te apareciste por primera vez? ¿Por qué a mí?

—En cuanto te vi, maldiciendo a Robert y sus partes, lo supe. Que tenía que hablar contigo, que me verías. Tu tía y tú compartís un don especial.

«Un don especial.» O quizá una maldición.

—¿Me veías todo el rato?

—Siempre he respetado tu intimidad. No tienes nada que temer de mí.

—Eso mismo pensaba yo de Robert.

—Yo no soy Robert.

—Ya lo sé, pero creía..., esperaba... No sé qué esperaba.

—Si pudiera quedarme contigo, lo haría. Si pudiera quererte para siempre, lo haría.

—Pero te fuiste conmigo a Seattle, cenaste pizza... Hasta comiste postre. ¿Cómo puede ser?

Me seco las lágrimas.

—El poder de tu voluntad y el hecho de que sacaras mi libro de la casa me permitieron pasar un rato contigo. Pero ese momento ha pasado, y ahora...

—Ahora tienes que irte —susurro. Las lágrimas me emborronan la visión—. Tu reloj se detuvo...

«En el momento en que murió.»

Connor me rodea con los brazos.

—Por favor, no llores. Mi misión era ayudarte. Mi última misión en este mundo.

Hundo la mejilla en su pecho.

—No quiero que te vayas. Por favor, no me dejes.

—No puedo quedarme. No sería más que una voluta de humo flotando a la deriva en el aire de la librería por siempre jamás.

—Pero puedo coger tus memorias y sacarlas a la calle, para que puedas volver a salir conmigo...

—Eso solo podía suceder una vez, durante un solo día.

—No, te lo ruego. Te quiero, Connor. Siempre te he querido.

—Yo también te quiero —dice despacio—, en cada instante de luz y de oscuridad, en cada parpadeo de las estrellas. Te quiero mientras duermes, cuando abres los ojos por la mañana. Te quiero en todo momento.

—¡Pues quédate! —Lo abrazo con fuerza. Estoy temblando, al borde de la desesperación. Si no lo suelto, no podrá marcharse.

—Lo siento —dice con dulzura—. Gracias por dejarme sentir el sol en el rostro, la brisa de la isla, por última vez. Gracias por dejarme probar el milagro de la vida que he perdido, del amor.

—Connor, no.

Pero debo dejar que se vaya. No quiero que siga atrapado en este limbo.

—Ya no me necesitas. Eres fuerte, mucho más de lo que crees. Ahora estarás bien. No huyas de la felicidad. Ve a por ella.

—Tú eres mi felicidad.

—Y tú la mía.

Se aparta de mí y apoya las manos en mis hombros, pero en cuanto lo hace noto que se desvanecen, ingrávidas.

38

—Ojalá lo hubiese visto —dice Tony mientras limpiamos las estanterías y las repisas de las ventanas. Por algún motivo que se me escapa, siempre están polvorientas—. No me puedo creer que ese pedazo de hombre haya estado aquí todo el tiempo. ¿Sigue aquí, viéndonos?

—Ya te lo he dicho —contesto—, se ha ido.

—Es que no me lo puedo creer. ¡Te acostaste con un fantasma!

Asiento y sonrío, recordando lo mucho que disfrutamos Connor y yo, los momentos íntimos que compartimos y que espero recuerde en el más allá.

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