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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (25 page)

—No estaba nada segura de que fueran a visitarte. Verás, habías olvidado que los conocías desde la infancia...

—Pues sí que han venido a visitarme. Los espíritus, digo. Pero podías haberme contado...

—Si te lo hubiese dicho, no habrías venido.

Tiene razón, por supuesto.

—Aun así debiste decirme la verdad.

—¿Acaso no has disfrutado de tu estancia aquí?

—Han sido unos días... interesantes.

Y divertidos. Y salvajes. Y locos. Y desgarradores.

—Tienes que contármelo todo. —Ya en el apartamento, mira a su alrededor y frunce el ceño—. Había olvidado lo pequeño que es mi hogar.

—Pues yo he acabado acostumbrándome, y hasta le he cogido cariño. —Cruzo la sala de estar y dejo su equipaje en el dormitorio—. Voy a echar de menos estas vistas.

—¿Y qué ha sido de tu amigo médico, el tal doctor Connor?

Se me encoge el alma. Le hablo de Connor. Sigo desgranando mis recuerdos mientras mi tía deja la maleta sobre la cama y empieza a deshacerla. Cuando acabo de contárselo todo, apenas puedo respirar. Las lágrimas se deslizan por mis mejillas.

—Me enamoré de él. ¿A que es absurdo?

—En absoluto. El corazón tiene razones que la razón desconoce. —La tía Ruma saca de la maleta saris, kurtas, chales de lana. Jabón de sándalo. Desdobla un sari de seda rojo con un deslumbrante ribete dorado—. ¿No te parece divino? Es mi viejo sari de boda, tiene muchos años. Lo he traído para Gita.

—Es realmente precioso.

Los recuerdos acuden a mi mente como si llevaran todo este tiempo aletargados dentro de mí: dulce cha, polvos, los aromas del cardamomo y la cúrcuma...

—Los espíritus me dieron la idea de regalarle este sari. Una gran idea.

—¿En la familia hay más personas que vean a los espíritus, en India, quizá?

—No, solo nos pasa a ti y a mí. —La tía Ruma desdobla otro sari, esta vez de un azul grisáceo, el color del mar del Noroeste al atardecer—. Fue Ganesh quien me concedió el don de ver y oír a los espíritus.

Sostengo el sari rojo, me acaricio la mejilla con él. Está hecho de una seda tan suave, tan delicada...

—¿Vas a contármelo de una vez?

—Ganesh me salvó la vida. Yo ya me había casado antes de venir a América. Antes incluso de conocer al tío Sanjoy.

—¿Has estado casada dos veces, antes de Subhas? Mamá nunca me lo ha comentado...

—Por supuesto que no. —Mi tía cuelga el sari oscuro en el armario, junto a otro de color blanco: noche y día—. Solo viví dos meses con mi primer marido, pero fue horrible.

—¿Te hacía daño?

Le tiemblan los labios, tantos años después.

—¿Conoces el Mahabharata?

—¿La epopeya, esa que tiene mil páginas?

—Acha. El dios Ganesh dejó caer el libro sobre la cabeza de mi marido.

—¿Cómo dices?

—Le dio de lleno. Se desplomó en el suelo. Entonces Ganesh se me apareció, envuelto en un halo de luz celestial. Su orondo vientre se estremecía, su tronco se balanceaba de un lado al otro. Cuando habló, su voz sonó como el murmullo del viento en mis oídos. Y me dijo: «Tu marido no volverá a hacerte daño».

—Oh, tía Ruma...

—Ocurrió hace mucho tiempo, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Recuerdo haberme apoyado en la librería de nuestro piso. Fuera, había un autobús tocando el claxon. Mi marido yacía de espaldas en el suelo, con los brazos y las piernas estirados, los labios ya azules.

—¿El libro lo mató?

—Ganesh me dijo «Ha muerto de un ataque al corazón». Y eso fue lo que determinaron los médicos tras examinarlo. Yo recogí el libro, que pesaba como una losa, y lo devolví a su estante. Ya lo había leído casi entero, porque vivía encerrada entre aquellas cuatro paredes.

—¿Tu marido no te dejaba salir de casa? —pregunto, horrorizada.

—Los libros eran el único lujo que me estaba permitido. Y entonces Ganesh me dijo: «Yo escribí los noventa mil versos del Mahabharata con mi propio colmillo roto. Pero nadie lo recuerda, tal como nadie recuerda a tantos escritores que vinieron después de mí». Le dije que yo jamás lo olvidaría. ¿Cómo podría recompensar a quien me había devuelto la libertad?

La tía Ruma tiene los ojos arrasados en lágrimas.

—Sigue... —le ruego con un hilo de voz.

—Y entonces Ganesh me dijo: «Se cumplirá tu deseo de tener una librería, y te concederé el don de ver a los espíritus de los escritores muertos. A cambio, deberás mantenerlos vivos a través de la palabra escrita, para que sus libros nunca caigan en el olvido». Le prometí que lo haría encantada, a lo que él contestó: «Así pues, te concedo este don especial, que pasará de generación en generación entre las mujeres fuertes y valientes de tu familia. Podrán ser tus hijas, sobrinas o nietas, pero solo lo heredarán las más dignas de hacerlo».

—Tía Ruma, es una historia fantástica.

E increíble. ¿Un dios hindú se le apareció y le encargó que mantuviera vivo el espíritu de los grandes escritores? ¿Y los espíritus vienen atraídos a esta librería gracias a Ganesh?

La tía Ruma se enjuga una lágrima que se desliza por su mejilla.

—Le dije que no pensaba tener hijos. Después de lo que había sufrido a manos de mi marido, no podía ni pensar en volver a casarme. Pero Ganesh se limitó a reírse y me dijo: «Tus heridas se curarán, y quizá encuentres un nuevo amor. La vida es impredecible». Eso fue lo que me dijo.

—Es verdad que volviste a casarte... —Deslizo los dedos a lo largo de la intricada trama dorada del sari, cuyos ribetes resplandecen.

—Acha. Ganesh me dijo algo más: «Te concederé un último don para ayudarte en tu viaje. El poder de tu voluntad y un libro es cuanto basta para traer de vuelta a la vida a un espíritu durante un día y una noche. Una sola vez. La mujer que herede tus poderes disfrutará también de este don». Luego desapareció envuelto en un remolino de niebla centelleante.

—¡Es lo más desquiciado que he oído nunca! —concluyo, sin poder evitar romper a reír como una loca. El corazón me late como si fuera a saltárseme del pecho, me sudan las manos. El libro de memorias. Lo llevé fuera, y Connor insistió en que pasaría un día y una noche conmigo—. ¿Se lo has contado a los demás miembros de la familia?

—Nadie habla de mi primer matrimonio. Es como si mi marido nunca hubiese existido. Intento no pronunciar su nombre. Tu tío Sanjoy fue bueno conmigo, pero ahora sé que mi verdadero amor siempre ha sido Subhas. Tendría que haber escuchado a mi corazón y haberme casado con él hace mucho tiempo, pero...

—También querías al tío Sanjoy, ¿no? —pregunto—. ¿O acaso vuestro matrimonio era una farsa?

—No, una farsa no, pero sí un amor tranquilo, la clase de amor dulce y pacífico que necesitaba tras la experiencia traumática de mi primer matrimonio. Cuando Sanjoy murió, llevé luto por él durante una década. Pero la vida sigue, ¿no? Y ahora estoy preparada de nuevo para el fuego ardiente del amor que me une a Subhas. Es posible, creo, vivir un amor hecho de cariño pero también de pasión. Todo tiene su momento.

Alargo los brazos hacia mi tía. Me encanta su olor a crema hidratante Pond’s, sus hombros engañosamente frágiles.

—Gracias por contármelo.

—Los espíritus empiezan a abandonarme —dice, sin mirarme—. Esperaba que decidieras quedarte.

—¿Yo? —Me aparto de ella, y de pronto la estancia parece encoger—. Pero este es tu sitio. Siempre lo ha sido.

Se le llenan los ojos de lágrimas. Aparta la mirada.

—Lo entiendo, Bippy. La librería no resulta tan rentable como lo fue en el pasado. Quizá el legado de Ganesh haya llegado a su fin. Tal vez tenga que venderla.

Se me hace un nudo en la garganta.

—Puedes conseguir que la librería sea más rentable. He intentado introducir algunos cambios en ese sentido.

Por unos instantes, mi tía guarda silencio.

—Seguiré mientras pueda, y luego ya veremos.

41

De vuelta en Los Ángeles, entro con paso decidido en la sala de juntas de Inversiones Taylor, dejo la cartera sobre la mesa y saco mi propuesta para la cuenta Hoffman. El aire huele a colonia y a café en grano. Me rodean cuatro hombres encorbatados y una mujer con labios de colágeno. Paredes blancas, una larga mesa gris, líneas rectas y aristas afiladas. En una de las paredes hay un cuadro abstracto que lleva el inconfundible sello de mi jefe: un borrón de azul y plata, como una mancha de aceite derramado en una autopista mojada. La luz del sol entra a raudales por el gran ventanal, pero el cristal ahumado la empaña. Los fluorescentes prestan un tono verdoso a los rostros de los presentes.

—Henry, ¿sigues yendo a jugar al golf en el club? —pregunta un hombre casi completamente calvo a otro que tiene a su lado, de aspecto vigoroso y con un bronceado a todas luces artificial.

—Ayer hice setenta y ocho golpes —dice el Rey de los Rayos Uva—. No veo la hora de volver.

El Calvorota presiona la mesa con la yema del dedo índice.

—La mejor marca en un torneo de cuatro rondas, con un recorrido de setenta y dos hoyos, se la llevó Tommy Armour III en 2003, en el Open de Texas, con doscientos cincuenta y cuatro puntos.

—Si tú lo dices, me lo creo —dice el adicto a la camilla solar. Los demás beben café a sorbitos, hojean papeles, me miran con aire expectante.

Scott Taylor carraspea.

—Damas... —dice, mirando de refilón a Morritos de Colágeno— y caballeros... Creo que estamos listos para empezar. ¿Jasmine?

Me levanto y me aclaro la garganta.

—Gracias a los nuevos fondos de jubilación Green Futures de Taylor, podrán ustedes invertir en la conservación del medio ambiente. Buscamos rendimientos competitivos al tiempo que empleamos su dinero en conseguir un aire más puro...

Y sigo hablando sin cesar.

Al otro lado de la ventana, una mujer ligera de ropa pasa corriendo, y las miradas masculinas siguen sus movimientos. El Calvorota tamborilea con el bolígrafo sobre la mesa. El Rey de los Rayos Uva dirige una mirada fugaz, avergonzada, a Morritos, que a su vez se vuelve hacia mí con gesto ceñudo. Le han levantado la piel del rostro y se la han estirado hacia atrás para mantener el futuro a raya. Me produce una extraña sensación de tristeza.

—Nuestro fondo mixto busca fomentar el comportamiento empresarial responsable... —Y ya nada me detiene. He encontrado mi ritmo. Qué bien se me da esto.

Scott se obliga a sonreír todo el tiempo.

En un momento dado, Morritos de Colágeno levanta la mano.

—¿Sí? —contesto.

—Todo eso suena maravilloso. —Hace una mueca, y caigo en la cuenta de que está sonriendo—, pero ¿cómo podéis estar seguros de que vuestras empresas no importan mercancías chinas?

—Hacemos cuanto está en nuestra mano para fiscalizar a las compañías en las que invertimos —contesto.

—Debo decir que tu presentación me ha impresionado.

—Gracias —le digo con una sonrisa radiante, la misma que ilumina ahora el rostro de Scott.

—Jasmine es brillante —afirma—. Ha dedicado muchas horas de su tiempo libre a este proyecto.

Me siento halagada. Morritos asiente con gesto aprobatorio.

Concluyo la presentación, estrecho la mano de los presentes y me despido.

—Buen trabajo —me felicita Scott, dándome palmaditas en la espalda—. Ahora vuelta al trabajo y a esperar.

En mi despacho hay ahora una balda repleta de novelas y ensayos de muy diverso signo, plantas y un cuenco con un fragante popurrí de flores secas. Sin embargo, el efecto apenas resulta perceptible, no es más que una pincelada. Ojalá pudiera abrir las ventanas. Intento concentrarme en el trabajo.

Una hora después, Scott asoma por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.

—Lo hemos conseguido. No han tenido ni que pensárselo. La cuenta es nuestra.

Casi me caigo de la silla.

—¿Lo hemos conseguido?

Se me acerca a grandes zancadas para estrecharme la mano.

—Bienvenida al mundo de las grandes cifras. Has hecho una presentación excelente. Las vacaciones te han sentado bien. Es insólito que un cliente se decida tan deprisa.

—Guau. Gracias. —La cabeza me da vueltas.

—Habrá que buscarte un despacho más grande.

—¿De veras? —Le sonrío, sorprendida—. Gracias.

—Tenemos que debatir nuestra estrategia. En media hora habrá una reunión. Me alegro de que hayas vuelto.

—Yo también me alegro de haber vuelto.

Lo he conseguido. Se me da bien mi trabajo. Quizá me hagan socia. Me muero de ganas de llamar a todo el mundo: a mi tía, a Tony... Ojalá pudiera llamar a Connor.

Mientras se encamina a la puerta, Scott mira de reojo los libros de la estantería.

—A mí me gusta leer en el avión. Novelas de misterio. Eso sí, con la nueva cuenta no creo que vayas a tener mucho tiempo para la lectura.

Me guiña un ojo y sale del despacho.

Con la nueva cuenta no habrá tiempo para la lectura. Hay personas para las que leer supone la diferencia entre la felicidad y la desdicha, la esperanza y la desesperación, la vida y la muerte.

Reparo en los sonidos del despacho —el runrún de la fotocopiadora que hay al otro lado de la puerta, el suave zumbido de los aparatos de aire acondicionado y de ventilación, el timbre metálico del teléfono. De vez en cuando algunas voces que pasan, hablando de clientes y cuentas. Todos estos sonidos me resultan reconfortantes, familiares.

He conseguido la cuenta Hoffman.

Me pongo a repasar cifras de rendimiento, porcentajes, gráficos de barras y circulares, pero no logro concentrarme. Me levanto y me asomo a la ventana. Una gaviota blanca de California se posa en el banco de hormigón del impoluto jardín de la empresa, un pequeño edén rodeado de palmeras y buganvillas.

—He conseguido la cuenta —le digo a la gaviota, que me mira y luego levanta el vuelo. El plumaje de sus alas tiene un tono grisáceo, como el de las gaviotas de la isla de Shelter. Quizá esté buscando la ruta hacia el norte.

Imagino el sordo rumor del oleaje en la isla, el cielo cambiante. Aquí, un bloque sólido de azul se alarga hasta donde alcanza la vista.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Lágrimas tontas, ridículas, indeseadas, injustificadas. Debería estar dando saltos de alegría. Ahora podré ahorrar dinero para cuando me jubile, quizá comprarme otro piso.

Hurgo en mi maxibolso en busca de un pañuelo con el que sonarme. Al hacerlo, mis dedos rozan algo peludo. Saco la mano rápidamente y compruebo que nada se mueve en el interior del bolso. Vuelvo a meter la mano y saco las orejas de conejo de la sala de literatura infantil. Alguien las habrá metido aquí dentro. Enredado entre las orejas descubro el viejo y desvencijado librito que Connor me regaló, Tamerlán y otros poemas, escrito por un bostoniano anónimo.

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