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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (22 page)

—Encantado, sí. Esa es la palabra. —Connor me sonríe.

Nos detenemos delante de un edificio esquinero de obra vista con ventanales alargados y tintados. Junto a la puerta, un pequeño letrero reza «Serious Pie».

—¡Mira, pizza! —exclama Connor, y en su voz detecto el asombro propio de un niño.

Escruto su rostro, la emoción que anima su mirada.

—No me digas que nunca has comido pizza.

—No desde hace años —repone con nostalgia.

—¿Dónde has estado?

—Viajando, ¿recuerdas?

Me conduce al interior del acogedor restaurante con suelo de baldosas rojas y altas mesas de roble en el que flota un aroma delicioso.

Una chica de aspecto lozano con delantal blanco se apresura a recibirnos.

—¿Mesa para dos? Síganme, por favor.

Nos guía hasta una mesa en un rincón en penumbra. La mano de Connor descansa sobre la parte baja de mi espalda. Se sienta a mi lado y apoya el brazo en el respaldo del reservado que compartimos para leer la carta. Apenas puedo respirar.

—Hay opciones para todos los gustos —comenta—. Para los vegetarianos tienen la pizza de patata Yukon Gold. Lleva mozzarella y rebozuelos.

—¿Cómo lo has sabido?

—Todo lo veo, todo lo sé —contesta, guiñándome el ojo.

Vuelvo a notarme las mejillas ardiendo. No recuerdo haber mencionado que soy vegetariana, pero debí de hacerlo en algún momento. Pido la Yukon Gold. Connor elige la pizza de mozzarella y una jarra de cerveza negra.

—Y bien, cuéntame... —empieza—. ¿Cómo es que una mujer como tú, tan guapa, con una carrera profesional tan prometedora, vuelve a una isla detenida en el tiempo para regentar una librería? ¿Cuál es el verdadero motivo?

¿Tan guapa? ¿Con una carrera tan prometedora?

—Me halagas. Te lo comenté, mi tía no está bien del corazón. Se fue a India para operarse. Apenas habla del tema, quiere mantenerlo en secreto, pero llamó hace unos días para decirme que todo marcha bien. La verdad es que estaba preocupada por ella.

—Es una mujer increíble. ¿Está sola en India o...?

—Tenemos familia allí. Al parecer, se está dedicando a viajar.

—¿Vas a India a menudo?

—Nací allí, pero no he ido desde que Rob y yo nos conocimos... —Me viene a la mente la época de nuestro noviazgo. Atardeceres de postal, instantes que conservo en álbumes fotográficos, en sueños—. No le gustaba viajar a lugares exóticos, temía ponerse enfermo.

—Ahora puedes viajar a donde quieras. Puedes hacer realidad tus sueños.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué sueños tienes?

Connor se frota la ceja con el dedo.

—Yo tengo esperanza en el futuro, Jasmine. Vivo a la espera de la siguiente aventura.

Nos traen las pizzas, aromáticas y calientes. Connor cierra los ojos para saborear la suya.

—La mejor pizza que he comido en mi vida.

—La mía también está muy buena —digo, pero lo cierto es que me interesa más observarlo, ver cómo saborea cada bocado.

—¿Sabes qué me apetece hacer? —comenta después del almuerzo, cuando salimos otra vez a la luz del día—. Ir al cine, a ver una película. Al primero que veamos.

—El Pacific Place está aquí mismo —señalo—. Echan una sesión doble de cine negro. ¡Me chifla el cine negro!

Ambas películas están rodadas en un blanco y negro granuloso con ocasionales manchas de color. La primera no tiene nada de particular, pero en la segunda el personaje principal es un detective privado de carácter atormentado, un bebedor de pasado turbio con un sempiterno gesto de dolor. Él resulta cautivador, pero el argumento es incoherente y previsible, veo venir de lejos cada nueva vuelta de tuerca. Podría ver una docena de películas incoherentes, mientras Connor siga sentado tan cerca de mí que nuestras rodillas se rozan. Alarga la mano para coger la mía, y en todas y cada una de las escenas soy consciente de su olor, de su respiración, de su presencia.

¿Cuánto hace que no me acuesto con un hombre? Casi dieciocho meses. Mi deseo es tan intenso que duele.

—¿Qué te ha parecido? —me pregunta al salir del cine. Empieza a oscurecer y el aire ha refrescado con la promesa de la noche.

—Lo del terrorismo parecía un poco fuera de lugar, pero los actores me han encantado.

—No me he percatado de esos detalles, la he disfrutado sin más.

Todavía me sostiene la mano mientras bajamos dando un paseo por Virginia Street, abriéndonos paso entre la variopinta multitud. Hay un hombre asiático sentado en la acera, tocando un instrumento de cuerda que produce un sonido triste y lastimero.

—Es un erhu —dice Connor.

—Es precioso. —Dejo caer cinco dólares en la funda del instrumento del músico, sembrada de billetes y monedas—. Hace que me sienta transportada a algún lugar remoto.

—¿Qué tal si nos dejamos transportar hasta la tierra de los dulces? —Connor me conduce a la pastelería Chocolate Box, donde cuentan con un interminable surtido de bombones, magdalenas y tartas. Yo elijo la tarta de ruibarbo; Connor la compota de pera. Nos sentamos junto a la ventana, a ver pasar a la gente.

—Mmm, pera..., mi preferida —dice Connor, saboreando una cucharada de compota—. ¡Cuánto hace que no probaba esta fruta!

—Casi lloras de emoción con la pizza y ahora te vuelves loco con la pera. Se diría que llevas años sin comer.

—Y así es —asegura—. Tú me has traído hasta aquí, me has permitido comer, disfrutar de la vida durante un rato. Gracias, Jasmine.

Me concentro en los transeúntes que pasan por la acera.

—No he sido yo la que...

—Sí que has sido tú.

—Venga ya. ¿Cómo?

—Me necesitas. La fuerza de tu corazón, de tu imaginación, me permite estar aquí contigo, de momento.

—¿De qué hablas? —Un extraño hormigueo me recorre la columna vertebral—. ¿A qué te refieres con «de momento»? ¿Piensas irte a algún sitio?

—No quiero hacerlo —contesta a media voz—. Créeme, lo que quiero es quedarme contigo para siempre.

Las mejillas se me encienden, me siento acalorada. De pronto, la tarta me resulta empalagosa, imposible de digerir.

—No digas «para siempre». Robert solía hablar así. Hablemos de otra cosa.

—De acuerdo. Hablemos de la gente que pasa. Antes solía jugar a eso. Mira a la gente y trata de imaginar sus vidas. —Señala con la cabeza a un hombre trajeado que pasa con un maletín en la mano—. Es un representante.

Señalo a una pareja de ancianos vestidos en tonos pastel y tocados con sombrero que llevan sendas cámaras colgadas del cuello.

—Turistas de algún crucero.

Una mujer con zapatos de suela de goma pasa a toda prisa.

—Una enfermera apresurada que vuelve a casa del trabajo —aventura Connor.

Una pareja se pasea sin prisa; él es todo músculos y vanidad, ella es una rubia pechugona que camina sobre unos tacones de cinco pulgadas. Ambos parecen haber pasado incontables horas en una camilla de rayos uva.

—No hay duda de lo que une a esos dos... —susurro.

Connor da un sorbito a su espresso.

—¿Por qué lo dices? —replica, fingiendo no entenderlo.

—Ya sabes. No hay más que mirarlos.

—No hay nada de malo en disfrutar del sexo.

Me ruborizo violentamente y noto un cosquilleo en los labios al recordar su beso.

—Ya, ¿pero cuánto tiempo crees que seguirán juntos? ¿Cuánto puede durar el sexo?

—Muchísimo tiempo —dice en un susurro, y vuelve a besarme. Doy por finalizada la excursión a la ciudad.

—¿En tu casa o en la mía? —murmuro sin apenas despegar mis labios de los suyos.

35

La casa de la tía Ruma permanece a oscuras, a excepción del farol anaranjado de la galería, que nos alumbra el camino. Una vez arriba, en el apartamento, no bien se cierra la puerta, Connor me atrae hacia sus brazos. Tomo su rostro entre las manos, noto la aspereza de su barba incipiente, me pongo de puntillas para besarlo. Caigo en un universo mullido y nebuloso, rindiéndome a un alud de sensaciones. Noto sus manos en mis caderas, recorriendo la orografía de mi cuerpo, arrastrándome consigo en un lento vals que nos lleva hasta el dormitorio.

Mis terminaciones nerviosas se despiertan tras un letargo interminable, nuestras prendas caen una tras otra, como capas de resistencia. En la oscuridad, Connor me coge la mano y la posa sobre una cicatriz que tiene en el pecho.

Me sobresalto.

—¿Qué te pasó? Debió de dolerte mucho.

—Es una larga historia —susurra—. Luego te la cuento. No quería que te asustaras al tocarla.

—No me asusta —le aseguro con un hilo de voz.

—Eso está bien.

Me lleva hasta la cama y me acoge entre sus brazos. Al principio se muestra dulce y tierno, luego apremiante, exigente, generoso. Me habla con voz grave, ronca, y me desprendo de todas mis reservas. La mujer sensual y hedonista que hay en mí se despierta al fin. Soy toda color, olor, instinto. Connor no se queda atrás, y nos movemos en perfecta armonía.

—Haces que me sienta vivo —susurra. Somos como un solo cuerpo en el que mis extremidades se entrelazan con las suyas, mi sudor se funde con el suyo—. Más que vivo.

La noche pasa sin que nos demos cuenta, como en sueños. Entre súbitos arrebatos de pasión, compartimos secretos que jamás había revelado a nadie. Por algún motivo, necesito hacerle partícipe de mis pensamientos más íntimos.

—Es la primera vez que hago algo así —confieso, acurrucada en el hueco de su hombro.

—Eres una mujer salvaje. Debías de ser una niña salvaje.

—No creas. Lo más salvaje que hice fue jugar a los médicos con Alvin Gourd, el vecino, cuando tenía siete años.

—Si quieres, podemos jugar a los médicos.

—Esto me gusta más.

—¿Y qué hiciste con... Alvin? —pregunta Connor, acariciándome el pelo.

—Nos quitamos la ropa y nos miramos el uno al otro con linternas.

—Si te entra la nostalgia, no me importa en absoluto retomar el juego. ¿Tienes una linterna?

Le doy una palmada en el pecho.

—No seas bobo. Quería ver cómo eran sus partes. Me recordaron la fruta seca y marchita.

—Yo no estoy marchito.

—Para nada. Tienes la anatomía de un superhéroe.

—Gracias por el piropo, Supermujer.

—Alguna vez sí que me puse una capa, tendría unos cinco años. Estaba convencida de que podía volar.

—Yo quería correr a la velocidad del sonido —confiesa Connor—. Pero era demasiado lento, y no tenía ni pizca de masa muscular. Me llamaban el Pata Pollo.

—No te imagino lento, sin músculos ni con patas de pollo. Imposible.

—Todo cambió cuando crecí.

—A mí también me pasó —asiento—. De pequeña, estaba convencida de que los espíritus me hablaban. Es un secreto de los grandes. Nadie lo sabe excepto la tía Ruma. Y ahora tú.

Connor guarda silencio. De pronto, sus labios se tensan.

—Hablas con los fantasmas —dice al fin.

—También los he visto en la librería. Hala, ya está, lo he dicho. Pensarás que estoy loca.

—En absoluto. El universo está lleno de espíritus. ¿Por qué no ibas a ver a algunos de esos espíritus? No estás loca, ni mucho menos.

—Robert hubiese dicho que lo estoy. Cuando me encaré con él por lo de Lauren, su primera reacción fue decirme que estaba mal de la cabeza.

—¿Cómo te enteraste?

—No sabría decir en qué momento ocurrió. No es que los pillara en la cama, no fue tan dramático, sino más bien un cúmulo de pequeñas cosas. Sospechaba de él desde hacía mucho tiempo, pero me negaba a reconocerlo. Inconscientemente, quería retenerlo. Ahora me avergüenzo de ello. Quería que la vida siguiera como antes.

—No hay nada de malo en eso.

—Pero aquella vida era una ilusión. —Me incorporo en la cama y ahueco las almohadas—. Fingí no tener ni idea de lo que estaba pasando, pero lo sabía antes de que tuviera pruebas palpables. Empecé a tomar nota de los números a los que llamaba desde el móvil, olisqueaba su ropa, le registraba los bolsillos. Hasta me dejé caer en la universidad algún día, me senté en la última fila del aula en la que daba clase. Empecé a seguirlo con el coche.

Aquella mujer desesperada no era yo, sino otra versión de mí.

—Él te obligó a hacerte pasar por detective, pero no es culpa tuya. Es un cretino. No te merecía.

—Gracias. —La habitación se ensombrece, como si mi tristeza absorbiera la luz de las estrellas—. Me sentía como una tonta, espiándolo. Nunca se lo he contado a nadie, hasta ahora.

—No eres tonta, créeme.

Me acaricia el rostro, y su ternura hace que se me arrasen los ojos en lágrimas.

—Gracias por animarme.

—No hay de qué. También puedo darte de comer. ¿Tienes hambre? ¿Te traigo algo de la cocina?

Connor se levanta y me quedo contemplando su espléndida figura mientras se dirige a la puerta completamente desnudo.

—Una porción de tarta de queso, pero no hay.

Chasquea los dedos en el aire, como un mago.

—Haré que aparezca una tarta de queso como por arte de magia. Abracadabra, aquí la tienes.

Me llevo las manos a las mejillas, fingiendo sorpresa.

—¡Lo has hecho, guau! Ya que estás, ¿qué tal si me traes también unos pocos dulces indios?

—¿Cómo qué?

—Mishti doi, un yogur bengalí de sabor suave. O jelabis, que son unas pastas bañadas en almíbar. Son postres típicos del sur de India, y me encantan. Puro azúcar.

—Creo que voy a entrar en coma diabético.

—O unos roshagollas, unas bolitas hechas con una masa parecida a la del pan, también bañadas en almíbar.

—¿Hay un río de almíbar en Bengala?

—Ríos sí que hay, muchos.

Contemplo su perfil en la oscuridad. Parece estar hecho de incontables puntitos de luz.

—Vayamos a visitar uno de esos ríos ahora mismo.

Me reclino sobre las almohadas.

—Ojalá pudiéramos. Contigo me siento segura. Pero eso es una tontería, ¿verdad? Podrías ser igualito que Robert. Podrías ponerme los cuernos como él, largarte con otra. Contar mis secretos a los cuatro vientos. Podrías decir «Por cierto, Jasmine, no hay nada que nos ate el uno al otro».

—¿Que no hay nada que nos ate? Eso ya lo veremos.

Vuelve a la cama y me coge de nuevo entre sus brazos, y me siento como un velero surcando las aguas plácidas y transparentes de un lago, soñando, abandonándome, curando viejas heridas.

36

Cuando la noche empieza a despojarse de su velo negro, veo a Connor acostado junto a mí y se me antoja una imagen casi irreal, la imagen del hombre perfecto evocado por mi imaginación. Es curioso cómo su rostro permanece inalterado. La barba que le despunta en la mandíbula no ha crecido desde ayer. La cicatriz que tiene en el pecho es un costurón oscuro, recortado en los bordes.

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