La lista de los doce (10 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Y, tras decir eso, el banquero suizo pulsó un tercer y último botón de su mando a distancia…

Mil litros de aceite hirviendo se vertieron por las oquedades de las paredes del túnel en el que se encontraba Joe Drabyak.

La piel se le abrasó en cuanto el aceite entró en contacto con ella y su rostro se escaldó en menos de un segundo. La ropa se fundió con su cuerpo.

Mientras el aceite lo abrasaba, Drabyak gritó. Gritó y aulló de dolor y lloriqueó hasta la muerte, pero nadie lo oyó. Y es que la fortaleza de Valois, situada sobre una elevada formación rocosa desde la que se domina el océano Atlántico, suspendida en el extremo de la costa de Bretaña, se encuentra a más de treinta kilómetros de distancia de la ciudad más cercana.

2.2

Montañas Hindu Kush

Frontera Afganistán —Tayikistán

26 de octubre, 13.00 horas (hora local).

03.00 horas (Tiempo del Este, EE. UU).

Fue como atravesar las puertas del mismísimo infierno.

El vehículo ligero blindado de ocho ruedas de la teniente Elizabeth Gant fue golpeado por un tornado de polvo y tierra cuando salió a los ciento ochenta metros de terreno abierto que protegían la entrada al sistema de cuevas donde se ocultaban los terroristas.

Una terrible ráfaga de disparos levantó el terreno alrededor del vehículo mientras este se acercaba a la entrada de la cueva, protegida a su vez por los disparos de la artillería apostada en posiciones elevadas.

Se trataba del quinto intento de las fuerzas aliadas de acceder al sistema de cuevas (una mina soviética transformada en el escondite del segundo de Osama bin Laden, Hassan Zawahiri, además de unos doscientos terroristas de Al Qaeda fuertemente armados).

Más de un año después de que el régimen talibán fuera derrocado (e incluso a pesar de que una guerra mucho más pública y notoria se hubiera librado y ganado contra Sadam Husein en Iraq), la operación Libertad Duradera seguía activa en los lugares más sombríos de Afganistán: las cuevas.

Pues la aniquilación final de Al Qaeda no podría lograrse hasta que todas las cuevas de los terroristas fueran despejadas, y eso implicaba un tipo de batalla no muy adecuada para ser retransmitida por la CNN o la Fox. Una lucha feroz, sin escrúpulos. Mano a mano, hombre a hombre.

Y, justo esa semana, las fuerzas británicas y estadounidenses habían encontrado ese sistema de cuevas en el extremo norte del país, en la frontera entre Afganistán y Tayikistán, la base terrorista más importante de Afganistán.

Se trataba del centro de la red de Al Qaeda.

Una mina de carbón soviética abandonada, otrora conocida como la mina Karpalov, había sido convertida por la empresa constructora de Osama bin Laden en una red laberíntica de cuevas en la que los terroristas vivían y trabajaban y en la que almacenaban un arsenal nada desdeñable de armas.

También venía con un mecanismo de defensa extra.

Era una trampa de metano.

El carbón emite metano, un gas altamente inflamable, y los niveles de metano superiores al cinco por ciento son explosivos. Una chispa y todo salta por los aires. Y, si bien las secciones interiores de la mina abandonada contaban con suministro de aire fresco gracias a unos conductos de ventilación similares a chimeneas, las zonas más externas estaban llenas de metano.

En otras palabras, los soldados invasores no podían usar las armas hasta llegar al centro de la mina.

Una cosa sí era segura: los terroristas que se habían internado en ese sistema de cuevas no iban a caer sin oponer resistencia. Al igual que el ataque en Kunduz el año anterior y el baño de sangre en Mazar-e-Sharif, esa iba a ser una lucha a muerte.

La última batalla de Al Qaeda.

La entrada a la mina consistía en un arco de cemento reforzado lo suficientemente ancho como para que pasara un camión de grandes dimensiones.

La pronunciada ladera de la montaña estaba llena de pequeños nichos para francotiradores desde los que los terroristas cubrían la vasta extensión de terreno descubierto situado ante la entrada.

Y, en algún lugar en el entramado de cimas montañosas que cubrían la mina, se hallaban las aberturas de dos conductos de ventilación: huecos de diez metros por diez que se alzaban cual chimeneas desde la base de la mina, permitiendo la entrada de aire fresco. Los terroristas habían tapado hacía tiempo la parte superior de esos conductos con cubiertas de camuflaje para que no fueran percibidas por los aviones espías.

Esos conductos eran el objetivo de Gant.

Se harían con el control de un conducto desde el interior, volarían la tapa desde abajo, y enviarían un láser de localización que sería captado por un bombardero C-130 que estaría sobrevolando el área, proporcionándole así un blanco imposible de errar.

Lo único que quedaría por hacer después sería salir de la mina como alma que lleva el diablo antes de que una MOAB de casi nueve toneladas de H6 (más conocida coloquialmente como la Madre de Todas las Bombas)
[2]
cayera por la chimenea.

Los primeros tres intentos de esa mañana para acceder al sistema de túneles habían resultado de lo más fructíferos.

En cada intento, dos LAV-25 (vehículos de combate de infantería de ocho ruedas) con marines y soldados del SAS habían sobrevivido a las ráfagas de disparos y habían logrado acceder a la cueva.

El cuarto intento, sin embargo, había sido un desastre.

Había terminado con un terrible fuego cruzado de granadas rusas propulsadas por cohetes, conocidas como «asesinas de LAV», que habían impactado en los dos vehículos, acabando con la vida de todos sus ocupantes.

El de Gant era el quinto intento, y había implicado el envío de dos areneros a toda velocidad como señuelo para atraer el fuego enemigo, tras lo cual sus dos ocho ruedas se habían dirigido a la entrada de la cueva respaldados por los disparos de morteros a emplazamientos enemigos.

Había funcionado.

Los rapidísimos areneros usados como señuelo habían recibido todo el ataque (fuego de armas automáticas y granadas propulsadas por cohetes que habían estallado en el suelo a su alrededor). Mientras, el LAV-25 de Gant salía de su escondite, seguido por una segunda bestia de ocho ruedas.

La zona situada justo encima de la entrada a la cueva había saltado en pedazos por los impactos de los morteros mientras los dos LAV habían cruzado la llanura descubierta antes de acceder a la entrada del sistema de cuevas, desapareciendo en la oscuridad, a salvo de la lluvia de disparos exterior, si bien adentrándose en un infierno diferente.

Elizabeth
Zorro
Gant tenía veintinueve años y, recién graduada en la escuela de Aspirantes a Oficial, acababa de ser ascendida a teniente.

No era frecuente que a una teniente recién nombrada se le asignara el mando de una unidad de reconocimiento tan valorada, pero Gant era especial.

Fornida, rubia, y más en forma que muchos triatletas, era una líder nata. Tras sus ojos, azules como el cielo, se hallaba un agudísimo intelecto. Además, ya tenía dos años de experiencia en una unidad de reconocimiento como suboficial.

Asimismo, se comentaba que tenía amigos importantes.

Había quien afirmaba que su rápido ascenso y nombramiento al frente de una unidad de reconocimiento había sido el resultado de la recomendación, ni más ni menos, del mismísimo presidente de Estados Unidos. Se rumoreaba que había tenido que ver con un incidente acaecido en el Área 7, la base más secreta de la Fuerza Aérea, durante el cual Gant había demostrado su valía en presencia de este. Pero eso solo eran conjeturas.

Su mayor recomendación, al final, había provenido de una altamente respetada sargento de artillería marine llamada Gena
Madre
Newman, que había respondido por ella de la mejor manera posible: Madre había dicho que, si Gant era puesta al frente de una unidad de reconocimiento, ella haría las veces de su jefe de equipo.

Con su más de metro noventa de altura, cabeza rapada, una pierna ortopédica, y una gran e implacable destreza en el arte de la guerra, lo que Madre decía era incuestionable. Su alias lo decía todo. Era una manera «cariñosa» de mentar a la responsable de haberla traído al mundo.

Así que Gant se hizo con el mando de la novena unidad de reconocimiento del Cuerpo de Marines de Estados Unidos un mes antes de que esta fuera enviada a Afganistán.

Había otro detalle acerca de Gant digno de mención. Llevaba casi un año siendo la pareja del capitán Shane M. Schofield.

2.3

El Yak-141 recién adquirido de Schofield volaba a una velocidad de casi Mach 2.

Habían transcurrido casi cinco horas desde la batalla en el complejo Krask-8 y en esos momentos, ante sus ojos y los de Libro II, se hallaban las imponentes montañas Hindu Kush.

En algún recóndito lugar de la cordillera se encontraba Libby Gant, rehén potencial número uno para alguien que quisiera la cabeza de Schofield.

El Yak estaba casi sin combustible. Una rápida parada en un aeródromo soviético abandonado en una zona rural de Kazajistán les había permitido repostar, pero en esos momentos el combustible volvía a escasear. Tenían que encontrar a Gant pronto.

Dado que ya no podía confiar en nadie de la base de Alaska, Schofield sintonizó la radio del avión a una críptica frecuencia estadounidense por satélite: la frecuencia de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa de Estados Unidos.

Una vez hubieron verificado su identidad, pidió que lo pasaran con el Pentágono, más concretamente con David Fairfax, del departamento de Cifrado y Criptoanálisis.

—Aquí Fairfax —dijo una joven voz masculina por el auricular de Schofield.

—Señor Fairfax, soy Shane Schofield.

—Hola, capitán Schofield. Me alegro de oírlo. ¿Y bien? ¿Qué ha destruido hoy?

—He inundado un submarino de clase Typhoon, tirado abajo un edificio y lanzado un misil balístico para destruir una instalación de mantenimiento.

—Un día tranquilito, ¿no?

—Señor Fairfax, necesito su ayuda.

—Claro.

Schofield y Fairfax habían formado una extraña alianza durante el incidente acaecido en el Área 7. Los dos habían recibido sendas medallas (secretas) por su valentía y, tras ello, se habían convertido en buenos amigos.

Mientras sobrevolaban en esos momentos las montañas de Tayikistán a bordo del Yak-141, Schofield visualizó a Fairfax: sentado delante de su ordenador en una habitación de alguna planta subterránea del Pentágono, vestido con una camiseta de Mooks, vaqueros, gafas y zapatillas Nike, mordisqueando un Mars y asemejándose mucho a un Harry Potter recién salido de la universidad.

—¿Qué es lo que necesita? —preguntó Fairfax.

—Cuatro cosas —dijo Schofield—. Primero, necesito que me diga en qué parte de Afganistán se encuentra Gant. Las coordenadas exactas.

—Joder, Espantapájaros, eso es información operativa. No tengo acceso. Podrían detenerme solo por intentar acceder a ella.

—Obtenga la autorización. Haga lo que tenga que hacer. Acabo de perder a seis buenos marines porque mi misión en Siberia se ha visto comprometida por alguien de nuestro país. Era una trampa para ponerles mi cabeza en bandeja a unos cazarrecompensas. No puedo confiar en nadie, David. Necesito que haga esto por mí.

—De acuerdo. Veré lo que puedo hacer. ¿Qué más?

Schofield sacó la lista de nombres que le había cogido a Wexley, el líder de ExSol.

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