La lista de los doce (5 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Las explosiones gemelas de las cargas de demolición de termita y amatol sacudieron las paredes de toda la estructura del almacén.

Una llamarada de luz cegadora iluminó la compuerta. El humo recorrió todo el foso, cubriendo los callejones entre los gigantescos bloques de hormigón en su avance, engullendo al grupo más cercano de asesinos, envolviendo todo con lo que se topaba en el camino, incluido el equipo de Schofield.

Se produjo un momento de inquieto y extraño silencio…

Y entonces se oyó el crujido, un crujido atronador, tremendo, y la compuerta de acero cedió bajo el peso del agua y cien millones de litros avanzaron inexorables por el foso, abriéndose paso entre el humo.

Una pared de agua.

La ingente cantidad de líquido producía un sonido aterrador, como si rugiera, levantando espuma, enturbiándose con la tierra del suelo, avanzando a lo largo del dique.

El grupo más cercano de mercenarios fue brutalmente golpeado por la pared de agua y arrastrado en dirección oeste.

Schofield, Libro II y Clark fueron los siguientes.

La pared de agua les golpeó en el mismo sitio (estaban allí y un segundo después habían desaparecido). Los levantó al instante del suelo, zarandeándolos como muñecas de trapo hacia la proa del Typhoon, golpeándolos contra el costado del casco.

El otro equipo de mercenarios también fue alcanzado por el agua. La fuerza de esta los golpeó contra la pared de hormigón del otro extremo del dique y muchos de ellos quedaron atrapados bajo el agua cuando las olas chapalearon contra el extremo de aquel foso de doscientos metros de largo.

Schofield y sus hombres, sin embargo, no se golpearon contra la pared.

Cuando el agua los alcanzó, se aferraron a los lanzadores de sus Maghook y los cables conectados a los ganchos magnéticos se desenrollaron a gran velocidad.

Cuando llegaron a la proa del Typhoon, Schofield había gritado:

—¡Ahora!

Y entonces había pulsado el botón del Maghook que activaba el mecanismo de bloqueo para frenar el carrete del cable.

Libro II y Clark hicieron lo mismo… y los tres se detuvieron con una fuerte y simultánea sacudida junto a la proa del Typhoon mientras el agua golpeaba sus cuerpos desde todos los flancos.

Junto a ellos, exactamente donde Schofield la había visto antes, se hallaba la enorme abertura de los tubos lanzatorpedos, los tubos que estaban siendo reparados cuando el complejo Krask-8 había sido abandonado.

En ese momento, los tubos se encontraban a unos treinta centímetros por encima de la superficie del agua.

—¡A los tubos! —gritó Schofield por su micro—. ¡Entren al submarino!

Libro y Clark hicieron lo que se les ordenó y, forcejeando y retorciéndose contra el torrente de agua, entraron en el submarino.

Silencio.

Schofield fue el último en salir del tubo de lanzamiento de torpedos y se encontró en el interior de un submarino de misiles balísticos soviético de clase Typhoon.

Estaba rodeado de frío acero. Las estructuras que otrora habían contenido los torpedos ocupaban el centro de la habitación. Filas y filas de tuberías cubrían el techo. Un hediondo olor corporal (el olor del miedo, el olor de los submarinistas) llenaba el aire.

Dos cascadas de agua se abrían paso por entre las aberturas de los tubos lanzatorpedos, anegando con rapidez tan reducido lugar.

Estaba muy oscuro: la única luz era la gris luz del día que se filtraba por los ahora inundados tubos lanzatorpedos. Schofield y los demás encendieron las linternas del cañón de sus armas.

—Por aquí —dijo Schofield, saliendo de la sala de torpedos mientras sus piernas chapaleaban contra el agua, que seguía subiendo.

Los tres marines llegaron a la impresionante sala contigua, una cámara de techo elevado que contenía veinte enormes silos de misiles; estructuras tubulares que se alzaban desde el suelo hasta el techo, empequeñeciéndolos.

Cuando pasaron a la carrera junto a ellos, Schofield observó que las escotillas de acceso de algunos de ellos estaban abiertas, desvelando su interior vacío. Las de al menos seis de los silos, sin embargo, seguían cerradas, lo que indicaba que todavía contenían misiles.

—¿Hacia dónde ahora? —preguntó Libro II.

—¡A la sala de mando! ¡Necesito información sobre esos cabrones!

Subió casi al vuelo por la primera escalera de travesaños con la que se topó.

Treinta segundos después, Shane Schofield entró en la sala de mando del Typhoon.

Había polvo por todas partes. El moho había crecido en los recovecos de la sala. Solo el ocasional reflejo de las linternas de sus hombres dejaba entrever las brillantes superficies metálicas que yacían bajo el polvo.

Schofield corrió hacia la plataforma de mando, hacia el periscopio allí emplazado. Lo desplegó y se volvió hacia Libro II.

—Necesitamos energía. Este submarino tenía que estar conectado al suministro geotérmico de la base. Tiene que quedar algo de energía residual. Encienda el sistema de control central Omnibus. A continuación encuentre las medidas de apoyo de guerra electrónica y las antenas de radioenlace conectadas.

—Entendido —dijo Libro II mientras se ponía en marcha.

Una vez desplegado del todo el periscopio, Schofield miró por él. Era un periscopio óptico básico, por lo que no requería de electricidad para funcionar.

A través del tubo, Schofield contempló el dique, vio que las aguas llenaban el foso alrededor del Typhoon y a media docena de mercenarios, junto al borde, observando cómo este iba llenándose de agua.

Giró el periscopio y lo elevó, captando la galería desde la que podía divisarse el foso del dique.

Allí vio a más mercenarios y a un hombre en particular que gesticulaba histriónicamente. Estaba enviando a otros seis hombres hacia la pasarela que conectaba la falsa torre del Typhoon con la galería.

—Te veo… —dijo Schofield al hombre—. ¿Libro? ¿Qué hay de la electricidad?

—Un segundo, mi ruso está un poco oxidado… espere, aquí está…

Libro apretó algunos botones y, de repente, un pequeño grupo de luces verdes cobró vida alrededor de Schofield.

—De acuerdo, pruebe ahora —dijo Libro.

Schofield se puso unos auriculares polvorientos y activó la antena de las medidas de apoyo electrónico. (La antena ESM, presente en los submarinos modernos, era poco más que un escáner que buscaba todas las frecuencias de radio disponibles).

Schofield percibió voces al instante.

—… ¡ese cabrón tarado ha volado la puta compuerta!

—… han entrado por los tubos lanzatorpedos. ¡Están dentro del submarino!

A continuación una voz más calmada.

Miró por el periscopio y vio que el que estaba hablando era el individuo con aspecto de ser el comandante de la unidad.

—Equipo Azul, entren al submarino por la falsa torre. Equipo Verde, encuentren otra pasarela y úsenla como puente. Divídanse en dos grupos de dos y accedan al submarino por las escotillas de evacuación delantera y trasera…

Schofield escuchó la voz atentamente.

Acento marcado. Sudafricano. Tranquilo. Ni rastro de presión o ansiedad.

No era buena señal.

Por lo general, un comandante que acababa de ver cómo una docena de sus hombres era arrastrada por un maremoto tendría que estar, al menos, un poco nervioso. Ese tipo, sin embargo, parecía impertérrito.

—Señor, aquí radar. El primer contacto aéreo entrante ha sido identificado como un caza polivalente Yak-141. Es el Húngaro.

—¿Tiempo estimado de llegada? —preguntó el comandante.

—De acuerdo con su velocidad actual, cinco minutos, señor.

El comandante pareció reflexionar sobre aquella novedad. A continuación dijo:

—Capitán Micheleaux. Envíeme a todos los hombres que tengamos. Me gustaría terminar con esto antes de que nuestros competidores llegaran.

—Eso está hecho —respondió una voz con acento francés.

El cerebro de Schofield comenzó a funcionar a toda velocidad.

Estaban a punto de acceder al interior del Typhoon a través de la falsa torre y de las escotillas de evacuación delantera y trasera.

Y los refuerzos estaban de camino… pero ¿desde dónde?

Vale
, se dijo a sí mismo.
Vuelve atrás. ¡Piensa
!

Tu enemigo. ¿Quiénes son?

Una fuerza mercenaria
.

¿Por qué están aquí?

No lo sé. La única pista son las cabezas extraviadas. Las cabezas de McCabe y de Farrell

¿Qué más?

Ese tipo sudafricano ha dicho que los «competidores» estaban de camino. Pero es una palabra un tanto extraña para este contexto… Competidores
.

¿Qué opciones tienes?

No muchas. No podemos contactar con nuestra base; no disponemos de medios para una evacuación inmediata; no al menos hasta que los Rangers lleguen, que será como mínimo en treinta minutos

Mierda
, pensó Schofield,
media hora como mínimo. Esa era la mayor ventaja de sus enemigos
.

El tiempo
.

Exceptuando a esos «competidores» que habían mencionado, tenían todo el tiempo del mundo para dar caza a Schofield y sus hombres.

Entonces eso es lo primero que tenemos que cambiar
, pensó Schofield.
Tenemos que imponer un límite temporal a esta situación
.

Miró a su alrededor, evaluando la constelación de luces verdes que iluminaba la sala de mando.

Tenía electricidad…

Lo que significaba que quizá podría…

Pensó en los seis silos que aún seguían sellados, mientras que todos los demás habían sido abiertos.

Podía haber aún misiles en ellos. Sin duda los rusos habrían quitado las cabezas, pero quizá los misiles siguieran allí.

—Venga —Schofield invitó a Clark a encargarse del periscopio—. Eche un vistazo a los malos.

Clark cogió el periscopio mientras Schofield se dirigía a una consola cercana.

—Libro, écheme una mano aquí.

—¿En qué está pensando? —preguntó Libro II.

—Quiero saber si los misiles del submarino siguen funcionando.

La consola cobró vida cuando pulsó el interruptor de alimentación. Apareció una pantalla que solicitaba un código y Schofield introdujo un código soviético universal obtenido por el ISS del que se le había hecho entrega al inicio de esa misión.

Llamado «código de desactivación universal», era una especie de llave maestra electrónica, la última llave maestra electrónica creada para uso exclusivo de los trabajadores soviéticos de mayor rango. Se trataba de un código de ocho dígitos que funcionaba para todos los bloqueos de teclados de la era soviética. Le había sido proporcionado a Schofield para poder acceder a todos los teclados digitales de Krask-8. Al parecer, existía un equivalente estadounidense, conocido solo por el presidente y algunos militares de elevado rango, pero Schofield no sabía cuál era.

—¡Veo a seis hombres en la galería! ¡Se dirigen a la pasarela! —gritó Clark—. Cuatro más en el suelo, ¡están colocando un puente para poder abordarnos!

Libro II pulsó algunos interruptores y apareció una pantalla que mostraba que, en efecto, seguía habiendo algunos misiles en los silos de la sección delantera del Typhoon.

—De acuerdo —dijo Libro II mientras leía la pantalla—. Las cabezas nucleares han sido extraídas, pero todo parece indicar que sigue habiendo misiles en los silos. Déjeme ver… hay un total de seis…

—Uno es todo lo que necesito —dijo Schofield—. Abra escotillas para los seis misiles y después abra una más.

—¿Una más?

—Confíe en mí.

Libro II se limitó a negar con la cabeza y a hacer lo que se le había ordenado. Pulsó los interruptores de las escotillas de siete de los silos misilísticos del submarino.

A Cedric Wexley casi se le salen los ojos de las órbitas.

Vio el Typhoon, rodeado en esos momentos de agua, vio a sus hombres cercándolo…

Y entonces, para su asombro, vio cómo siete de las escotillas delanteras se abrían lentamente con la ayuda de sus bisagras hidráulicas.

—Pero ¿qué demonios está haciendo? —preguntó Wexley en voz alta.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Libro.

—Cambiar la escala de tiempo de esta batalla —dijo Schofield.

En la consola apareció otra pantalla que mostraba las coordenadas GPS de Krask-8: 07914.74; 7000.01. Coincidían con las coordenadas que había utilizado cuando su equipo había descendido del bombardero furtivo.

Schofield tecleó la información necesaria.

Programó los misiles para que se dispararan de inmediato y volaran durante un periodo de veinte minutos y a continuación introdujo las coordenadas del objetivo: 07914.74; 7000.01.

No esperaba que todos los misiles fueran a funcionar. Las juntas tóricas de los cohetes de aceleración de propelente sólido se habrían degradado de manera considerable con el paso de los años, probablemente inutilizando todos los misiles.

Pero solo necesitaba que funcionara uno.

Al cuarto intento lo consiguió.

Cuando la luz verde parpadeó, apareció una última pantalla solicitando el código de autorización. Schofield usó el código de desactivación universal. Autorización concedida.

A continuación pulsó el botón de «Disparar».

1.6

Cedric Wexley oyó el ruido antes de contemplar el espectáculo.

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