La protagonista de esta historia es Jocelyne, apodada Jo, que regenta su propia mercería en Arras, una pequeña ciudad francesa, y escribe un blog sobre costura y manualidades,
diezdedosdeoro
, que cuenta ya con miles de seguidores. Sus mejores amigas son las gemelas propietarias del salón de belleza vecino. Su marido, Jocelyn, también Jo, es de lo más normalito, y sus dos hijos ya no viven en casa. En este punto de su vida no puede evitar sentir cierta nostalgia al pensar en sus ya caducas ilusiones de juventud, cuando soñaba con ser modista en París.
Cuando las gemelas la convencen para que juegue al Euromillón, se encuentra, de repente, con dieciocho millones de euros en las manos, y la posibilidad de tener todo lo que quiera. En ese momento es cuando Jo decide empezar a escribir una lista enumerando todos sus deseos, desde una lámpara para la mesa de la entrada hasta una nueva cortina para la ducha; porque, para su propia sorpresa, ya no está del todo segura de si el dinero realmente trae la felicidad…
Grégoire Delacourt
La lista de mis deseos
ePUB v1.0
Crubiera20.04.13
Título original:
La liste de mes envies
Grégoire Delacourt, 2012.
Traducción: Teresa Clavel
Diseño portada: Maeva Ediciones
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Para la chica sentada en el coche;
sí, estaba ahí
«Todas las penas están permitidas,
todas las penas son aconsejables;
no hay más que ir, no hay más que amar».
Le futur intérieur
,
FRANÇOISE LEROY
N
os mentimos continuamente.
Sé muy bien, por ejemplo, que no soy guapa. No tengo unos ojos azules en los que los hombres se contemplan, en los que desean sumergirse para que te lances a salvarlos. No tengo talla de modelo; soy más bien tía buena, tirando a rolliza. De las que ocupan un asiento y medio. Tengo un cuerpo que los brazos de un hombre de tamaño medio no pueden rodear entero. No poseo la gracia de esas mujeres a las que susurran largas frases acompañadas de suspiros a modo de puntuación, no. Yo provoco más bien la frase breve. La fórmula cruda. El hueso del deseo, sin chicha; sin la grasa confortable.
Todo eso lo sé.
Y aun así, antes de que Jo llegue a casa, a veces subo a nuestra habitación y me planto delante del espejo del armario…, por cierto, tengo que recordarle que lo fije a la pared, si no, el día menos pensado se me vendrá encima durante mi «contemplación».
Una vez allí, cierro los ojos y me desnudo despacio, como nadie me ha desnudado jamás. Siempre siento un poco de frío; me estremezco. Cuando estoy completamente desnuda, espero un poco antes de abrir los ojos. Saboreo. Vagabundeo. Sueño. Imagino los cuerpos conmovedores, languidecientes, de los libros de pintura que había en casa de mis padres; y años después, los cuerpos más crudos de las revistas.
Luego levanto despacio los párpados, como a cámara lenta.
Miro mi cuerpo, mis ojos negros, mis pechos pequeños, mis michelines y mi bosque de vello oscuro y me veo guapa, y os juro que en ese instante soy guapa, incluso muy guapa.
Esa belleza me hace profundamente feliz. Enormemente fuerte.
Me hace olvidar las cosas feas. La mercería un poco aburrida. Las conversaciones superfluas y la Loto de Danièle y Françoise, las gemelas de la peluquería y centro de estética que está al lado de la mercería. Esa belleza me hace olvidar las cosas inmóviles. Como una vida sin aventuras. Como esta ciudad
espantosa, sin aeropuerto; esta ciudad gris de la que no se puede huir y a la que jamás llega nadie, ningún ladrón de corazones, ningún caballero blanco montado en un caballo blanco.
Arras. 42 000 habitantes, 4 hipermercados, 11 supermercados, 4 fast-foods, unas cuantas calles medievales, una placa en la calle Miroir-de-Venise que informa a los transeúntes y a los olvidadizos de que allí nació el popular policía Eugène-François Vidocq el 24 de julio de 1775. Y mi mercería.
Desnuda, tan guapa frente al espejo, tengo la impresión de que me bastaría mover los brazos para echar a volar, ligera, graciosa; para que mi cuerpo se uniera a los de los libros de arte que había en la casa de mi infancia. Sería entonces, definitivamente, tan hermoso como ellos.
Pero nunca me atrevo.
El ruido de Jo, abajo, siempre me sorprende. Un crujido en la seda de mi sueño. Me visto deprisa y corriendo. La sombra cubre la claridad de mi piel. Yo sé que hay una belleza rara bajo mi ropa. Pero Jo nunca la ve.
Una vez me dijo que era guapa. Hace más de veinte años y yo tenía algo más de veinte años. Iba preciosa, con un vestido azul, un cinturón dorado, un falso aire de Dior; quería acostarse conmigo. Su cumplido pudo más que mi precioso vestido.
Ya lo veis, nos mentimos continuamente.
Porque el amor no resistiría la verdad.
J
o es Jocelyn. Mi marido desde hace veintiún años.
Se parece a Venantino Venantini, el guaperas que hacía el papel de Mickey en
El hombre del Cadillac
y el de Pascal en
Gánsteres a la fuerza
. Mandíbula rotunda, mirada sombría, acento italiano de ese que encandila, sol, piel dorada, voz arrulladora que eriza la piel a las jovencitas, con la salvedad de que mi Jocelyno Jocelyni pesa diez kilos más y su acento dista mucho de hacer perder la cabeza a las chicas.
Trabaja en Häagen-Dazs desde que abrieron la fábrica en 1990. Gana dos mil cuatrocientos euros al mes. Sueña con un televisor de pantalla plana para sustituir nuestro viejo aparato Radiola. Con un Porsche Cayenne. Con una chimenea en el salón. Con la colección completa de películas de James Bond en DVD. Con un cronógrafo Seiko. Y con una mujer más guapa y más joven que yo; pero eso no me lo dice.
Tenemos dos hijos. Tres, en realidad. Un chico, una chica y un cadáver.
Román fue concebido la noche que Jo me dijo que me encontraba guapa y que esa mentira me hizo perder la cabeza, la ropa y la virginidad. Había una posibilidad entre miles de que me quedara embarazada la primera vez y me tocó. Nadine llegó dos años después y a partir de entonces nunca más recuperé mi peso ideal. Conservé el mismo volumen, como una especie de mujer embarazada vacía, como un globo lleno de nada.
Una burbuja de aire.
Jo dejó de verme guapa, de tocarme; empezó a quedarse apoltronado por la noche delante de la Radiola comiendo los helados que le daban en la fábrica y después bebiendo 33 Export. Y yo me acostumbré a dormirme sola.
Una noche me despertó. Estaba duro. Estaba borracho y lloraba. Lo dejé penetrar en mí y aquella noche Nadège se coló en mi vientre y se sumergió en mis carnes y en mi tristeza. Cuando salió, ocho meses después, estaba azul. Su corazón estaba mudo. Pero tenía unas uñas de ensueño y unas pestañas larguísimas, y, aunque nunca vi el color de sus ojos, estoy segura de que era guapa.
El día que nació Nadège, que fue también el día que murió, Jo dejó de beber cerveza. Rompió un montón de cosas en la cocina. Gritó. Dijo que la vida era un asco, que la vida era una cabrona, una cabrona de mierda. Se golpeó el pecho, la frente y el corazón y se lio a puñetazos con las paredes. Dijo: la vida es demasiado corta. Es injusto. Hay que aprovecharla, hostia puta, porque el tiempo se nos acaba. Mi pequeña, añadió, refiriéndose a Nadège, mi niña, ¿dónde estás? ¿Dónde estás, chiquitina? Román y Nadine, asustados, se metieron en su habitación, y aquel día Jo empezó a soñar con las cosas que hacen la vida más agradable y el dolor menos fuerte. Un televisor de pantalla plana. Un Porsche Cayenne. James Bond. Y una mujer guapa. Estaba triste.
A mí, mis padres me pusieron el nombre de Jocelyne.
Había una posibilidad entre millones de que me casara con un Jocelyn y me tocó. Jocelyn y Jocelyne. Martín y Martina. Luis y Luisa. Rafael y Rafaela. Paulino y Paulina. Miguel y Micaela. Una posibilidad entre millones.
Y me tocó a mí.
C
ompré la mercería el año que me casé con Jo.
Trabajaba allí desde hacía ya dos años cuando, un día, la propietaria se tragó un botón que estaba mordiendo para comprobar si efectivamente era de marfil. El botón se deslizó por su lengua húmeda, se metió en la hipofaringe, atacó un ligamento cricotiroideo y se introdujo en la aorta. Así pues, la señora Pillard no se dio cuenta de que se ahogaba; ni yo tampoco, puesto que el botón lo taponaba todo.
Fue el ruido que hizo al desplomarse lo que me alertó.
El cuerpo arrastró en su caída las cajas de botones; ocho mil botones rodaron por el pequeño establecimiento y eso fue lo primero en lo que pensé al descubrir el drama: la cantidad de días y noches que iba a pasarme a cuatro patas clasificando los ocho mil botones de fantasía, de metal, de madera, infantiles, de alta costura, etcétera.
El hijo adoptivo de la señora Pillard vino de Marsella para el entierro, me propuso que comprara la tienda, el banco estuvo de acuerdo, y el 12 de marzo de 1990 vinieron a pintar en la fachada y en la puerta de la tienda un delicado rótulo en el que ponía «Mercería Jo, antigua Casa Pillard». Jo se sentía orgulloso. «Mercería Jo», decía sacando pecho, pavoneándose, Jo, ¡Jo soy yo, es mi nombre!
Yo lo miraba y lo encontraba guapo, y pensaba que tenía suerte de que fuera mi marido.
Aquel primer año de matrimonio fue espléndido. La mercería. El nuevo trabajo de Jo en la fábrica. Y el nacimiento de Román.
Pero hasta la fecha la mercería nunca ha ido muy bien. Tengo que hacer frente a la competencia de 4 hipermercados y 11 supermercados, a los precios criminales del mercero del mercadillo de los sábados, a la crisis que vuelve a la gente temerosa y mezquina y a la indolencia de la población de Arras, que prefiere la facilidad del
prêt-à-porter
a la creatividad de las prendas hechas a mano.
En septiembre vienen a encargarme etiquetas de tela o termoadhesivas, y cuando quieren arreglar las prendas del año anterior en vez de comprar nuevas, se llevan cremalleras, agujas e hilo.
En Navidad, patrones para hacer disfraces. El de princesa es desde siempre el que más vendo, seguido del de fresa y el de calabaza. Para chico, el de pirata funciona bien, y el año pasado causó furor el de luchador de sumo.
Luego hay calma chicha hasta la primavera. Algunas ventas de costureros, dos o tres máquinas de coser y tela por metros. En espera de un milagro, hago punto de media. Mis diseños se venden bastante bien. Sobre todo las nanas para recién nacidos, las bufandas y los jerséis de algodón hechos a ganchillo.
Cierro la tienda de doce a dos y como en casa sola. A veces, cuando hace buen tiempo, voy con Danièle y Françoise a tomar un sándwich en la terraza de L’Estaminet o del Café Leffe, en la plaza Héros.
Las gemelas son guapas. Sé de sobra que me utilizan para poner de relieve sus cinturas finas, sus piernas largas y sus ojos claros de gacela deliciosamente asustada. Sonríen a los hombres que comen solos o acompañados de otro hombre, hacen monerías, a veces ronronean. Sus cuerpos envían mensajes, sus suspiros son botellas lanzadas al mar, y en ocasiones un hombre atrapa una durante el tiempo de un café, de una promesa susurrada, de una desilusión… Los hombres tienen tan poca imaginación… Luego llega la hora de volver a abrir nuestros establecimientos. Es siempre en ese momento, en el camino de regreso, cuando nuestras mentiras afloran de nuevo a la superficie. Estoy harta de esta ciudad, tengo la impresión de vivir en una novela histórica, ¡aaahhh, me asfixio!, dice Danièle, dentro de un año estaré lejos, al sol, me operaré el pecho. Si tuviera dinero, añade Françoise, lo dejaría todo, así, sin más ni más, de un día para otro. ¿Y tú, Jo?