Mado tiene a las gemelas en un pedestal; están locas, me dice, pero van siempre con las pilas puestas. Desde que me ayuda con el blog, emplea expresiones juveniles.
¡Qué pasada!
Todos los miércoles va a comer con Danièle y Françoise al Deux Frères, en la calle Taillerie. Piden una ensalada, una Perrier y a veces una copa de vino, pero sobre todo rellenan sus boletos. Rebuscan en su memoria para dar con los números mágicos. Un cumpleaños. La fecha de un encuentro amoroso. Su peso ideal. Su número de la seguridad social. El de la casa donde vivían de pequeñas. La fecha de un beso, de una primera vez; el día, inolvidable, de un disgusto que no puede ser consolado. Un número de teléfono que ya no responde.
Todos los miércoles por la tarde, cuando vuelve, Mado tiene los ojos brillantes, redondos como bolas de la Loto. Y todos los miércoles por la tarde me dice: ¡Ay, Jo, si me tocara, si me tocara, Jo, no se imagina todo lo que haría!
Y hoy, por primera vez, le pregunto, ¿qué haría, Mado? No lo sé, responde. Pero sería extraordinario.
Ha sido hoy cuando he empezado la lista.
L
ista de mis necesidades
L
a periodista ha vuelto.
Ha traído cruasanes y una pequeña grabadora. No puedo escabullirme.
No, no sé cómo empezó esto. Sí, sentí deseos de compartir mi pasión. No, nunca pensé realmente que esto interesaría a tantas mujeres. No,
diezdedosdeoro
no es para vender. No lo hago por dinero. No, yo creo que el dinero no compra este tipo de cosas. Sí, es verdad, gano dinero con la publicidad. Eso me permite pagar un sueldo, el de Mado.
Sí, me gusta hacerlo, y sí, estoy orgullosa. No, no se me sube a la cabeza, además, no, no se puede hablar verdaderamente de éxito. Sí, el éxito es peligroso cuando uno empieza a dejar de dudar de sí mismo. Ah, sí, yo dudo de mí misma todos los días. No, mi marido no me ayuda de ninguna manera en el blog. Piensa conmigo en la manera de almacenar las cosas, sí, porque las ventas van bien; ayer mismo hasta mandamos un kit de punto de cruz a Moscou. ¿A Moscú? Me río. Moscou es un barrio que está junto al Canal del Midi, en Toulouse. Ah. No, no hay ningún mensaje en lo que hago. Simplemente, placer, paciencia. Sí, creo que no todo lo que viene del pasado está pasado de moda. Hacer cosas con tus propias manos encierra algo muy hermoso; tomarse tiempo es importante. Sí, pienso que todo va demasiado deprisa. Hablamos demasiado deprisa. Reflexionamos demasiado deprisa, ¡cuando reflexionamos! Enviamos correos electrónicos, textos sin releerlos, perdemos la elegancia de la ortografía, la cortesía, el sentido de las cosas. He visto a niños publicar en Facebook unas fotos de ellos mismos vomitando. No, no, no estoy en contra del progreso; simplemente tengo miedo de que aísle más a la gente. El mes pasado una chica decidió morir, avisó a sus 237 amigos y nadie le contestó. ¿Perdón? Sí, está muerta. Se ahorcó. Nadie le dijo que eso suponía veinte minutos de dolores atroces. Que uno siempre desea que lo salven, que únicamente el silencio responde a las súplicas asfixiadas. Bien, puesto que me pide con tanta insistencia una fórmula, yo diría que
diezdedosdeoro
es como los dedos de una mano. Las mujeres son los dedos y la mano, la pasión. ¿Puedo citarla? No, no, es ridículo. Al contrario, a mí me parece conmovedor. Es una imagen muy bonita.
Desconecta la grabadora.
Creo que tengo un montón de cosas estupendas para mi artículo, se lo agradezco, Jo. Ah, una última pregunta. ¿Ha oído hablar de esa habitante de Arras a la que le han tocado dieciocho millones en la Loto? De pronto me pongo en guardia. Sí. Si fuera usted, Jo, ¿qué haría con el dinero? Yo no sé qué contestar. Ella prosigue. ¿Desarrollaría
diezdedosdeoro
? ¿Ayudaría a esas mujeres que están solas? ¿Crearía una fundación? Balbuceo.
Pu… pues… no sé. Eso… eso no ha pasado. Además, no soy una santa, ¿sabe? Mi vida es sencilla y me gusta como es.
Jo, se lo agradezco.
-P
apá, me han tocado dieciocho millones.
Papá me mira. No da crédito a sus oídos. Su boca se despliega en una sonrisa que se transforma en risa. Una risa nerviosa al principio, que acaba siendo de alegría. Se seca las lagrimillas que asoman en sus ojos. Es fantástico, hija mía, estarás contenta. ¿Se lo has dicho a mamá? Sí, se lo he dicho. ¿Y qué vas a hacer con todo ese dinero, Jocelyne, tienes alguna idea? De eso se trata, papá, no lo sé. ¿Cómo que no lo sabes? Todo el mundo sabría qué hacer con semejante cantidad. Puedes tener una vida nueva. Pero a mí me gusta mi vida, papá. ¿Crees que Jo seguiría amándome tal como soy si lo supiera? ¿Estás casada?, me pregunta. Bajo los ojos. No quiero que vea mi tristeza. ¿Tienes hijos, cariño? Porque, si los tienes, mímalos; nunca mimamos bastante a los hijos. ¿Yo te mimo, Jo? Sí, papá, todos los días. Ah, eso está bien. Nos haces reír a mamá y a mí; incluso cuando haces trampas jugando al Monopoly y juras que no has sido tú, que el billete de 500 estaba ahí, en el montón de tus billetes de 5. Mamá es feliz contigo. Todos los días, cuando vuelves a casa por la noche, en el preciso momento en que oye la llave en la cerradura, hace un gesto muy bonito: se retira de la cara un mechón pasándolo por detrás de la oreja y se mira furtivamente en el espejo, quiere estar guapa para ti. Quiere ser tu regalo. Quiera ser tu Bella, tu Bella del Señor. ¿Sabes si tu madre tardará? Porque tiene que traerme el periódico y espuma de afeitar, ya no me queda. Enseguida vendrá, papá, enseguida vendrá. Ah, muy bien, perfecto. ¿Cómo se llama usted?
Se acaban enseguida, los seis putos minutos.
E
ste fin de semana Jo me lleva a Le Touquet.
He adelgazado más y está preocupado. Trabajas demasiado, dice. La mercería, el blog, la tristeza de Mado. Tienes que descansar.
Ha reservado una habitación en el modesto hotel de la Forêt. Llegamos hacia las cuatro de la tarde.
En la autopista nos han adelantado siete Porsche Cayenne y he visto todas las veces su mirada anhelante. Sus destellos de ilusión. Más brillantes que de costumbre.
Nos refrescamos en el húmedo cuarto de baño y bajamos hacia la playa por la calle Saint-Jean. Me compra unos bombones en el Chat Bleu. Estás loco, le susurro al oído. Tienes que ponerte fuerte, dice él sonriendo. El chocolate contiene magnesio, es un antiestrés. Cuánto sabes, Jo.
De nuevo en la calle, me da la mano. Eres un marido maravilloso, Jo; un hermano mayor, un padre, eres todos los hombres que una mujer puede necesitar.
Incluso su enemigo, me temo.
Caminamos un buen rato por la playa.
Unos carros a vela pasan a gran velocidad junto a nosotros; sus alas restallan y me sobresaltan como cuando pasaban bandadas de golondrinas a ras de suelo junto a la casa de mi abuela, en los veranos de mi infancia. Fuera de temporada Le Touquet parece una postal. Jubilados, perros labradores, jinetes y a veces algunas mujeres jóvenes paseando por el malecón con un cochecito de niño. Fuera de temporada Le Touquet está fuera del tiempo. El viento nos azota la cara, el aire salado nos seca la piel; temblamos, estamos en paz.
Si Jo supiera, el barullo estaría garantizado, se liaría una buena. Si supiera, ¿no querría islas al sol, cócteles ligeramente ácidos, arena ardiente? ¿Una habitación inmensa, sábanas frescas, copas de champán?
Caminamos una hora más y damos media vuelta hacia el hotel. Jo entra en el bar y pide una cerveza sin alcohol. Yo subo a darme un baño.
Miro mi cuerpo desnudo en el espejo del cuarto de baño. Los michelines se han reducido, los muslos parecen más delgados. Tengo un cuerpo en tránsito entre dos pesos. Un cuerpo impreciso. Pero aun así lo encuentro hermoso. Conmovedor. Anuncia una eclosión. Una fragilidad nueva.
Me digo que, si fuera rica, lo encontraría feo. Querría remodelarlo todo. Aumento de pecho. Liposucción. Abdominoplastia.
Lifting
braquial. Y quizá una ligera blefaroplastia.
Ser rico es ver todo lo que es feo, porque uno tiene la arrogancia de pensar que puede cambiar las cosas. Que basta pagar para conseguirlo.
Pero yo no soy rica. Yo simplemente poseo un cheque de dieciocho millones quinientos cuarenta y siete mil trescientos un euros y veintiocho céntimos, doblado en ocho y escondido en el fondo de un zapato. Simplemente poseo la tentación. Otra vida posible. Una casa nueva. Un televisor nuevo. Montones de cosas nuevas.
Pero nada diferente.
Más tarde, me reúno con mi marido en el restaurante. Ha pedido una botella de vino. Brindamos. Por que nada cambie y todo dure, dice.
Nada diferente
.
Gracias al cielo por no haberme hecho cobrar todavía el cheque.
L
ista de mis deseos
E
stuve a punto de tener un amante.
Justo después del nacimiento del cuerpo sin vida de Nadège. Cuando Jo rompió cosas en casa y dejó de beberse ocho o nueve cervezas por la noche, repanchingado delante del Radiola.
En ese momento fue cuando se volvió malo.
Borracho era simplemente un vegetal de dimensiones considerables. Una cosa blanda; todo lo que una mujer detesta en un hombre, vulgaridad, egoísmo, inconsciencia. Pero estaba tranquilo. Un vegetal. Una salsa solidificada.
No, a Jo fue la sobriedad lo que le hizo cruel. Al principio yo lo achaqué al mono. Había sustituido su casi decena de cervezas por el doble de Tourtel. Cualquiera hubiera dicho que quería bebérselas todas para encontrar el famoso uno por ciento de alcohol que supuestamente contenían, según la letra diminuta de las etiquetas, y recuperar la embriaguez añorada. Pero en el fondo de las botellas, y de él, no había otra cosa que esa maldad. Esas palabras dañinas en su boca: ha sido tu cuerpo grasiento lo que ha asfixiado a Nadège. Cada vez que te sentabas, la estrangulabas. Mi niña ha muerto porque tú no te has cuidado. Tu cuerpo es un cubo de basura, Jo, un enorme y asqueroso cubo de basura. Eres una cerda. Una cerda. Una puta cerda.