La llave maestra (78 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Cuando llega al fondo y mira hacia arriba, comprende la magnitud del artefacto que pende sobre su cabeza. Lo que ve, hasta donde se pierde la vista, le produce un vértigo indescriptible. Arcos y más arcos se entrecruzan en todas direcciones, confundiéndose con los arbotantes que los sustentan, en un caótico desconcierto, entre atrios, pórticos, columnas, torres, aras y obeliscos… Hay pasarelas, pero muchas no parecen conducir a ningún lado. O dan directamente al vacío. Otras, vuelven sobre sí mismas al punto de partida, sin que sea fácil establecer si el camino es de subida o de bajada. En aquella intrincada barahúnda de edificios sinuosos y bastiones quebrados, hay pozos dentro de los pozos, pasadizos dentro de los pasadizos, pasarelas dentro de las pasarelas, baluartes que sujetan otros estribos, contrafuertes que nada parecen sujetar, cúpulas que en su vano afán de altura parecen alzarse sobre el vacío, sin otro propósito que el extravío.

Más arriba, distingue otras luces, bien distintas de la más lechosa que brota del fondo. Son dos personas que se asoman, hombre y mujer.

Y también se ve a sí mismo. Puede reconocerse, todas y cada una de las veces que se ha asomado al pozo, a medida que descendía. ¿Dónde está, exactamente? ¿En qué tiempo y espacio habita aquella búsqueda?

Pero ahora ya no es posible seguir bajando. Ante él se alzan los restos del Palacio de los Reyes. Y en una meseta, tendido sobre el abismo, aparece el laberinto. Ha llegado la gran prueba. Sólo podrá ganar la salida atravesándolo en un orden muy preciso, tal como se lo ha de ir dictando la retícula que hay en el interior de su mente, sin errar un solo paso, para no despertar aquella fuerza desconocida.

Al poco de penetrar en él, arrecia imparable el vasto lamento que le impide invocar el itinerario salvador, el laberinto que ha de desplegarse en su interior y deberá oponer a éste, en coincidencia perfecta, como un cedazo y escudo protector. Nota la pugna de quienes le precedieron y habitan, intentando aflorar hasta su conciencia. Le fallan las fuerzas. Se siente incapaz de conjurar los ímpetus que le rebrotan desde lo más hondo de su ser. Le atormenta el recuerdo de Rebeca, atizando la desazón que le acomete. Evoca su presencia benéfica en la Casa del Sueño, y se pregunta por qué no sale a su encuentro ahora y le ayuda a ahuyentar los fantasmas del pasado. ¿O es que aún no le ha perdonado su larga ausencia?

Al volver una esquina, algo le hace retroceder. Piensa en la bestia que custodia el tesoro. Pero quizá la bestia no sea otra que el propio tesoro, deslumbrándole con sus codiciosos reflejos. Está a punto de tomar aquel camino, que le conducirá a su perdición, cuando siente la presencia de Rebeca, la misma que le amparó en la Casa del Sueño, reclamándole a su lado. Y a su paso se abren los espacios, rebotan los sonidos, sin alcanzar su torturador efecto. Ahora camina seguro, investido de su perdón como un bálsamo protector. Así reconciliado, su marcha se torna ligera. Atraviesa el laberinto, inmune al tesoro que se extiende a ambos lados, para alcanzar el camino que le conducirá hasta el río, unirse a su hija y ganar la libertad.

El pasadizo era tan estrecho que apenas cabía una persona. A David y Raquel les bastó tantear los primeros tramos para intuir cómo funcionaba aquel peligroso y claustrofóbico artefacto, con sus tabiques de un indefinible y denso material, de pulidos reflejos metálicos. Atento a la brújula y al diseño que les servía de mapa, el criptógrafo dudaba qué camino seguir, cuando descubrió el extremo de una fina cuerda. Asomaba algunos pasos más adelante, y se dirigió hacia allí directamente, sin comprobar la ruta que le separaba del inesperado hallazgo. Al hacerlo, pisó fuera del espacio acotado por la secuencia de la aleya del Trono. De inmediato, el suelo cedió, abriéndose bajo sus pies y precipitándolo en el vacío.

Gritó para prevenir a Raquel, agarrándose, por instinto, a aquel cabo. Pero éste no parecía estar sujeto a parte alguna. Y de no haber sido por la rápida reacción de su compañera, la cuerda le habría acompañado en su caída. La joven la sujetó, apoyándose en las esquinas del laberinto para absorber el impacto. Luego, la ciñó alrededor de su cuerpo y tiró de ella, ayudando a David a izarse hasta el nivel del suelo.

El criptógrafo se sentó a su lado, mientras ambos recuperaban el aliento, señalando el pasadizo de acceso. Éste se había cerrado tras ellos al ceder el pavimento, impidiéndoles retroceder. Ahora estaban atrapados y sólo podían seguir adelante, internándose en aquella ratonera.

Contaban, a cambio, con la guía que les proporcionaba la cuerda. Pues, como pudieron comprobar, se hallaba tendida sobre el camino que debían recorrer. La siguieron un buen trecho, hasta que David empezó a reconocer sus inconfundibles señales:

—Estos nudos los hizo mi padre —informó a Raquel—. Fue dejando marcas cada vez que completaba una vuelta. Y creo que nos estamos acercando al centro.

Pero la cuerda terminaba por interrumpir su itinerario. Poco después, al doblar un recodo, alcanzaron a ver una mochila. Raquel se abalanzó sobre ella:

—¡Es de mi madre! Se la regalé hace muchos años… Pero creía que no le gustaba.

—Pues fíjate, no se la quitaba de encima.

A medida que se habían ido internando en las entrañas del laberinto, éste pareció detectarlos con una tenue vibración de sus paredes, que fue aumentando hasta perturbarles de un modo cada vez más hondo, absorbiendo sus energías. Quizá por eso David tardó en comprender la inesperada reacción de la joven, que había echado a andar apresurada, olvidando cualquier precaución. Sólo la entendió al observar las vendas y manchas de sangre que se prolongaban dejando un largo rastro en las paredes. De Sara, sin duda. Al consultar el mapa, vio que estaban a punto de llegar al núcleo. Y se lanzó tras ella, para intentar alcanzarla y prevenirla.

Por su parte, Raquel sentía una opresión indefinible, que le golpeaba el pecho y las sienes. Experimentaba la presencia de su madre, la percibía allí dentro, atrapada. Intentando emerger de aquella construcción, vencer la resistencia del artefacto voraz, forcejeando por abrirse paso entre sus tabiques. Y el laberinto centuplicaba su atenazadora angustia. Imposible saber dónde terminaban sus paredes y empezaba su propio cuerpo. Aquel reconocimiento parecía brotar de su interior, amenazándola con eclosionar desde lo más íntimo de su ser, diluyéndola en una vorágine de formas cambiantes.

David también temía que la confusión se apoderase de él. Trató de comunicarse con su compañera. Pero las palabras le brotaban dispersas, en un lenguaje incomprensible, desarticulándose en oleadas confusas sobre la rítmica algarabía de aquel ruido cada vez más perturbador. Siguió adelante, intentando no perder su precaria integridad. A medida que se acercaba al centro, aumentaba la intensidad del sonido. Los oídos le zumbaban, y experimentó un vértigo tal que empezó a tambalearse, mientras intentaba a duras penas sortear las equívocas bifurcaciones. Hasta que, al doblar un ángulo, irrumpió en un espacio súbitamente abierto. Bañado en una luz cegadora, que borraba todo indicio alrededor. Las paredes habían desaparecido, tragadas por una niebla escarchada, tan brillante que desorientaba por completo.

Raquel apenas podía ver en torno suyo, extraviada en aquella deslumbrante blancura que dejaba un rastro de vidrio en el cuerpo. Luchaba con todas sus fuerzas por asirse al anclaje que parecía ofrecerle la proximidad de su madre. Sin ella, se perdía en un torbellino de tanteos, de confusas combinaciones nunca resueltas. Trató de pensarla de arriba abajo, esforzadamente, cabello a cabello, rasgo a rasgo, hasta componer una emanación que pudiera guiarla.

En cuanto a David, ya no sabía dónde se encontraba. El espacio se había esfumado alrededor. Un dolor insoportable le oprimía los tímpanos. Perdió toda noción del tiempo y cayó de rodillas, abatido. Hasta que al alzar los ojos vio a Raquel pasar a su lado, casi rozándole. Marchaba sonámbula, atraída por la cegadora luz que parecía surgir del núcleo del laberinto. Arrastraba los pies mecánicamente, y tuvo la certidumbre de que se encaminaba hacia aquel blanquísimo orificio radiante, que la desintegraría.

Hizo un último acopio de fuerzas para levantarse, gritando su nombre. Oyó cómo le respondía, y se buscaron a tientas entre la niebla densa y tenaz, gravitando en torno a aquel núcleo. Todo parecía desprenderse de él, y a él parecía remitir todo, convergiendo en su luz, que aumentaba de intensidad en cada parpadeo, como si les hubiese detectado. Hasta eclosionar, solarizándolos en una dilatada sobrecarga de energía. Se sintieron traspasados por un brutal impacto, acerado y frío, acribillados por miles de diminutas flechas, inmersos en una abstracta sintaxis de yertas geometrías.

Imposible asumir los inacabables procesos simultáneos, los desarrollos alternativos, los caminos no tomados. Sólo dos seres podían avalarles en el tejer y destejer de aquella noria de sangres que bullían hasta desembocar en las suyas. Sólo un acoplamiento de destinos les anclaría en aquella ruleta genética. Y entonces los vieron, allí abajo, en el cogollo mismo del laberinto. Los dos vieron a Sara Toledano y Pedro Calderón, aferrados en un ascua de luz, reunidos en el abrazo final, por encima del tiempo y de la muerte.

Sólo aquel entrechoque de anhelos les sujetaba en tan vasto y oscuro dominio, corroborándoles desde todos sus ancestros. Y fue mucho más que el engarce de dos cuerpos. Se sintieron arrastrados por una marejada de siglos, soñados y presagiados desde una edad antigua, aventados hacia la osamenta del espacio y del tiempo. En otra dimensión paralela, en el envés de un orbe poblado de presencias.

Advirtieron dentro de sí un pálpito de venas y nervaduras, hasta configurar el raro estremecimiento de la vida, la vibración de membranas y cartílagos, que se materializaban hasta concretarse en el soplo de un latido unánime. Matrices que se abrían, tejidos desplegándose en todas direcciones con la atareada obstinación de la sangre. Dejaron de sentirse traspasados por aquel hormigueo de formas y distancias. Sus miembros parecieron volver a pertenecerles, desentumeciéndose célula a célula, y la energía volvió a ellos entre los jirones del reconocimiento. Y sobre ese precario andamiaje, el centelleo mínimo de la conciencia, la certidumbre de habitar un cuerpo.

Para David y Raquel fue como el despertar de un sueño. Les costó advertir que aquella luz del núcleo había empezado a oscilar, mientras la vibración que les envolvía se concentraba en un silbido ronco, como si estuvieran desconectando un enorme generador. El laberinto temblaba, sacudido de arriba abajo. Y comenzó a contraerse y hundirse, amenazando con arrastrarlos en su vertiginosa caída.

A medida que aquella luz se apagaba, alejándose, sumiéndose en el subsuelo entre un retumbar ominoso, todo volvía a ser clamorosamente tangible. Las ciclópeas paredes que cedían y se derrumbaban con estrépito. El suelo que se abría, tragándolo todo. La roca que se resquebrajaba y estaba a punto de engullirlos también a ellos.

Raquel y David se abrazaron con fuerza. Una luz les rodeó, cayendo desde lo alto. Una luz muy tangible, que llevaban hombres igualmente tangibles, con arneses, cascos y focos, que les decían palabras tranquilizadoras. Ellos les sujetaban, manteniéndoles suspendidos en el aire. Hasta que empezaron a izarlos. Estaban ascendiendo. Subían y subían, mientras abajo continuaba la hecatombe, el lento y majestuoso derrumbe. Que ahora percibían diminuto, desde muy arriba.

Una transitoria oscuridad. Luego, aquel amplio embudo y el estrecho orificio a través del cual se sintieron bañados por la luz del sol, el bendito sol. El aire que acariciaba sus rostros en medio de la Plaza Mayor de Antigua. Los gritos de quienes les tendían las manos. Y entre ellos John Bielefeld, sonriendo aliviado.

EPÍLOGO

E
L correo de los Taxis alcanza a ver la casa, el blanco de la cal recortándose contra el resplandeciente azul del mar, al fondo del umbrío corredor de moreras. Al pie de una de ellas, Rafael Calderón va depositando en la cesta de mimbre las hojas para los gusanos de seda. El correo echa pie a tierra, toma el caballo por las riendas, saluda a Rafael destocando el sombrero y le muestra el sobre lacrado.

Atendiendo sus indicaciones, llega junto al olivo milenario de anchas y hondas raíces, a cuyo resguardo está Raimundo Randa. A su vera, el sol dora la uva moscatel entre un revoloteo de avispas. En la pared que hay tras él, el quicio de una ventana le sirve de improvisada estantería. Allí tiene a mano los libros que consulta, ayudando su cansada vista con unos anteojos. En una tosca mesa de arenisca ha dispuesto la salvadera y el tintero, en el que moja la pluma para tomar sus notas.

Randa es un hombre ya muy entrado en años, con las manos membrudas, de dedos largos, que se manejan aún con agilidad por entre las hojas del libro que consulta. Parece feliz. Viste un jubón de ajado terciopelo granate y un chaleco de cuero, desceñido en el cuello, con la gorguera suelta. Alza la vista cuando se le acerca, al oír el relincho del caballo. Se levanta, cortés, y el correo trata de retenerle en su asiento con un gesto:

—Sólo vengo a traeros un mensaje —le advierte tendiéndole la carta.

—Sentaos —le responde Randa señalando una banqueta de madera—. Sé bien lo dura que es la vida de un correo. ¿Desde cuándo no coméis caliente?

Y vuelve la cabeza hacia la ventana abierta. La de la cocina, donde se adivina un trajín de pucheros.

—Gracias, huele que da gloria —responde el mensajero—. Pero ¿no leéis la carta?

—Más tarde. Si he esperado casi dos años desde la última, bien puedo hacerlo ahora, hasta haber almorzado. ¿Qué os parece bajo este olivo?

Despejan la mesa. Su hija Ruth acude con los platos, una garrafa de vino y una hogaza de pan. Da un grito y no tarda en sumárseles Rafael Calderón, que trae con él dos niños. Sus dos hijos, a los que se añade una muchacha más crecida. Entre los tres disponen, con graciosas reverencias, agua y unos paños para que se laven las manos.

Y mientras dan cuenta de unos tiernísimos capones cocidos, con su carnero y sopa, Randa se las arregla para poner orden en mesa tan nutrida y encaminar la conversación de tal modo que el correo le ponga al día de lo que sucede en la lejana Antigua.

Con la misma llaneza, cuando observa que su invitado ha dado buena cuenta de las viandas, pide a Ruth que les saque una mistela para acompañar los postres, a base de gileas de membrillos, orejones y naranjas dulces.

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