La llave maestra (79 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Espléndidas conservas —celebra el correo—, ¿dónde las conseguís?

—Yo mismo las preparo. ¿Veis aquel manzano? Pues tengo comprobado que las frutas que se arriman al pequeño destilatorio con el que cuento en la pieza de arriba maduran más y mejor que las de otras ramas. —Y añade, tras una pausa—: Debéis de estar rendido. ¿Por qué no echáis una siesta mientras yo leo esta carta y escribo la respuesta?

El correo va a protestar, pero Raimundo le ataja:

—Me llevará su tiempo. Y no os preocupéis por vuestro caballo. Rafael se hará cargo de él.

Randa se cala los anteojos y se dispone a leer la larga carta que Juan de Herrera le envía de tarde en tarde, crónica puntual de cuanto le interesa en la distante España. Para su sorpresa, comprueba que esta vez no es del arquitecto, sino del prior del monasterio de El Escorial, fray José de Sigüenza:

Os envío esta carta por indicación de Juan de Herrera, quien me lo encomendó antes de morir. No he tenido tiempo de poner en orden mis cosas hasta ahora, en que me dispongo a escribir la verdadera crónica de la fundación del monasterio de El Escorial. Pues también murieron Benito Arias Montano y el rey Felipe II. Y lo hicieron los tres en tan corto plazo de tiempo el uno del otro que se dirían sus destinos muy acordes.

Dejó concluida Herrera la Plaza Mayor de Antigua, en la que no escatimó esfuerzos, y que hoy es el orgullo de la villa, amén de salvaguarda contra sucesos como los que siguieron a vuestra desaparición. Y su fallecimiento fue seguido con gran sentimiento por todos. Felipe II, que había perdido cuatro mujeres y muchos hijos pequeños, sintió la muerte de su arquitecto más que ninguna otra, pues fue entre sus súbditos quien más satisfacciones le dio con sus empresas de edificación, muy por encima de las militares, como ya dejó dicho en su día el maestro Montano.

Tuvo el monarca habitaciones repletas de diseños de templos y todo tipo de edificios, realizados por los más hábiles constructores del mundo. Todo lo leía, todo lo veía en lo tocante a estas materias, para conocer en su integridad tanto las construcciones de su tiempo como las de los antiguos. Y algo de lo que buscaba se colige de un libro que publicaron dos jesuitas en Roma, donde muestran muy por extenso cómo era el verdadero Templo de Salomón, y cómo se siguió su esencia y ejemplo en esta obra de El Escorial.

Fueron las muertes de Herrera y Montano sosegadas, como sus vidas. Pero no la del rey, larga y terrible. Durante ella tuvo tiempo de rememorar sucesos en que vos os visteis implicado. Y, por encima de todos esos acontecimientos, vuestra fuga, que le costó la cabeza a Artal de Mendoza. Se ha venido a saber más tarde que fue estrangulado en vuestra misma celda, con una mala cuerda y un trozo de madera para hacer el garrote vil. Mientras le estrechaban el cuello protestó por no ser esta muerte de gentes nobles, como él se pretendía. Pero le contestó el verdugo que apenas si llegaba a bastardo, condición que bien había mostrado en su conducta.

No sé si sabéis cómo recibió Felipe II la noticia de vuestra desaparición. Que más furia no creo que tuviera el Minotauro en su laberinto. Yo bien le vi a horas extrañas con aquella llave maestra que sólo valía para algunas de las cerraduras que llegaron a instalarse en ciertas puertas de El Escorial, probándolas, como si no diese crédito a lo que le habían contado de vos. Creía yo que todo eso lo había olvidado. Pero nunca se sabe lo que de veras importa a un hombre, por muy rey que sea, hasta que le llega la hora postrera.

Y os digo esto porque, con ser tantas y de tanto rango aquellas reliquias que a lo largo de su vida fue acopiando, ninguna acababa de contentarle en aquel trance. Y mucho tuve que averiguar hasta saber qué buscaba. Era aquel trozo de pergamino donde decía
ETEMENANKI
, y él había escrito de su puño y letra La llave maestra. Pues con él en la mano tenía para sí que le sería más cierto y propicio el tránsito final…

Estaba ya por entonces don Felipe en lo más penoso de su enfermedad…

Continúa largo trecho la carta, en la que Sigüenza le informa de la atroz agonía de Felipe II, de su obsesión por morir con aquel trozo de pergamino entre las manos. Hasta concluir:

… Os pido que me digáis si tras la desaparición de Montano y Herrera siguen siendo de vuestro interés estas noticias. Pues con esas dos muertes y la del rey ya no quedan quienes estén en vuestros secretos. Y pienso que a pocos importará ya negocio que en su día armó tanto revuelo, y que tantos desvelos causó a don Felipe. Aunque yo ahora, con el transcurso de los años, voy recogiendo papeles que antes estuvieron a buen recaudo y que en este momento importan menos y andan más accesibles, pues me propongo escribir la crónica de cuanto sucedió en este monasterio, declarando unas cosas y callando otras, pero procurando entenderlas todas.

Y remata con aquel piadoso epitafio para con el rey ya difunto:

«Estuvo, en fin, su vida llena de cuidados. Siempre trabajó con manos, pies y ojos. Con las manos, escribiendo; con los pies, caminando; con los ojos, como un tejedor que tiene la tela repartida en diversos hilos. Que así tenía él el corazón. Y su muerte fue como cuando se corta la tela del telar».

—El poder y la podre… Descansemos en paz —suspira Randa. Cuando despierta el correo y se sienta junto a él, repara en aquellos garfios de metal que penden de un clavo, detrás de Raimundo. Es costumbre que, en su trotar de aquí para allá, ha visto en otros desterrados de España. Guardan éstos, y tienen a la vista, la llave de la casa de sus antepasados, ganados por la nostalgia de Sefarad y la esperanza del retorno. Pero nunca ha visto una tan extraña como aquélla, que más parece ganzúa.

—¿Pensáis regresar? —le pregunta el correo, señalándola.

—Nunca se sabe —responde Randa—. Sólo espero no hacerlo para volver tras la puerta que guardaba esa llave de plata.

Cuando hubo cesado la música, David Calderón abandonó el corro de los hombres, pasó junto al de las mujeres, atravesó la Plaza Mayor y se detuvo bajo el balcón, engalanado para las fiestas de la patrona. Se cuadró, ceremonioso, mirando hacia arriba a la espera de que asomase Raquel Toledano. La joven se levantó, recogiendo el amplio vuelo del vestido tradicional de las mozas solteras, y se ajustó el corpiño, para inclinarse en señal de reconocimiento. Él le mostró la banderilla con los colores de su divisa, alzándola como un trofeo y solicitando la venia. Raquel se volvió hacia Marina, que se había prestado a asistirla como guardesa, y recogió la llave que le tendía el ama de Juan de Maliaño. Llevaba una cinta con los mismos colores que la divisa. Se la lanzó al criptógrafo, y éste la cogió al vuelo.

Para cuando llegó al lado de Raquel, Marina ya se había retirado discretamente. Sentado junto a la joven, se preguntó por qué siempre había abominado de aquel ritual, sin molestarse siquiera en conocerlo. ¡Qué injusto había sido! Desde allí arriba, el espectáculo resultaba memorable. Las gentes de Antigua se habían volcado como nunca, orgullosas de recuperar su Plaza Mayor, que ahora empezaba a animarse con la presencia de miles de vecinos, uniéndose a las parejas recién formadas durante el cortejo. Y componían de ese modo un bullicioso cuadro, bajo la luna de aquella espléndida noche de verano.

—¿En qué piensas? —preguntó a Raquel, quien se había puesto súbitamente seria.

—En esa vieja foto de este lugar. Y en que estoy aquí, con el mismo vestido que mi madre se puso hace tantos años.

—Lo de Sara ha tenido que ser terrible para ti.

A ella le habría horrorizado morir en la cama, y la suya fue una elección muy consciente. En la carta de despedida que me escribió decía que había venido aquí to join the majority. ¿Cómo se diría en español?

—«Dormir con sus mayores», decimos nosotros.

—No es lo mismo. «Unirse a la mayoría» supone reconocer que nuestros antepasados son muchos más que nosotros, los vivos. Quienes estamos ahora aquí sólo somos una minoría provisional, la punta del iceberg… Mi madre adoraba esta ciudad. Y ahora comprendo por qué —añadió la joven.

—Es como si cada generación tuviera que descubrirla por sí misma, ¿no? Igual que eso que nos sucedió ahí abajo.

—Quizá la próxima tenga más suerte, o sea menos imprudente. David llenó las copas de vino y le preguntó:

—¿Qué planes tienes?

—De momento, he de ir a Nueva York.

—¿Vas a volver al periódico?

—No creo. Le he dedicado demasiado tiempo y energías.

—¿Regresarás aquí, entonces?

—Sí. Con más calma.

Juan de Maliaño decía que cuando desapareciese Sara serías la propietaria del solar más codiciado de la ciudad.

—Esa es una de las razones. Pero antes quiero ver cómo está la Fundación allí, poner un poco de orden. Y después pensar en ese proyecto que quería hacer aquí mi madre. Quizá venga a vivir a Antigua una temporada. Ahora no hay nada que me retenga en Nueva York, ni nada que temer aquí. Y es el mejor modo de que el trabajo de mi abuelo, y el de tu padre y Sara, no caiga en saco roto, retomando ese centro de estudios sobre Oriente Medio… Es sólo una idea. Un granito de arena en este mundo tan desquiciado.

La joven le miró directamente, y susurró, cogiéndole de la mano:

—Y tú, ¿qué piensas hacer?

—Tengo que digerir esto. Todo lo que hemos descubierto.

—¿Y por qué no lo digerimos juntos? —le propuso la joven—. Necesitaré ayuda.

—¿Me estás ofreciendo un trabajo? —y en el rostro de David apareció aquel gesto que en otros momentos podía parecer burlón, y ahora sólo buscaba disimular su alegría.

—Si no es mucho rebajarse para un Calderón…

—Empiezo a sospechar que el destino de los Calderón ha sido y será siempre estar bajo la bota de los Toledano. Me lo pensaré…

—Querrás decir que me pensaré yo lo que hago con un criptógrafo.

—La duda ofende.

Y Raquel bromeó, imitando aquel tonillo de vieja película de gánsteres que usaba Minspert para darse importancia en su despacho de la Agencia:

—No me fío de usted, señor Calderón.

—Usted, señorita Toledano, tampoco resulta muy de fiar —le siguió el juego.

—Bueno —rió ella—. Eso parece una buena base para una asociación.

David alzó su copa proponiendo un brindis:

—Y ahora, ¿me permites un ruego? Si vas a hacer aquí algo, una fundación o lo que sea, no hables de Oriente Medio, sino de Oriente Próximo.

—Próximo es la clave, ¿verdad? —dijo Raquel.

—La clave maestra.

NOTA DEL AUTOR

La llave maestra es una novela escrita a lo largo de los últimos diez años, y cuya génesis se remonta todavía más atrás. De manera que ha seguido su propia evolución, al margen de las circunstancias más coyunturales que puedan haberse producido durante ese tiempo. En consecuencia, cualquier parecido con personas, instituciones y sucesos reales —o con otras obras de ficción— es pura coincidencia, salvados los personajes o situaciones históricos y las excepciones que se irán indicando.

El sistema más convencional y aséptico para acreditar las fuentes de un libro suelen ser las bibliografías. Pero no es el más adecuado para una obra como ésta, construida con materiales de tan variada procedencia. Y que no pretende demostrar ninguna tesis, sino recuperar la magia del género de aventuras, aquellos fascinados ojos infantiles con los que leíamos los tebeos del Capitán Trueno, el Príncipe Valiente o Flash Gordon y las novelas de Julio Verne, Rudyard Kipling o H. G. Wells. El mismo espíritu que más tarde reconoceríamos en películas como Tron, Alien, El hombre que pudo reinar o los seriales de Indiana Jones y La guerra de las galaxias (tras los cuales alienta ese proceso de maduración al que se refiere Robert Louis Stevenson), edificado sobre aquella seriedad que de niños teníamos al jugar.

Quizá lo que más haya nutrido este libro sean los viajes. Por ejemplo, ninguna otra experiencia podría suplir lo que siente un español de a pie al descubrir en pleno desierto de la actual Jordania la efigie de don Rodrigo. Allí, en el pabellón de caza de Qusayr `Amra —en el que se inspira el Qasarra de la novela— está representado el último rey godo de la famosa lista de nuestros años escolares. Aparece como tributario del califa Al Walid I, cuyos subordinados —los moros Tariq y Muza— acababan de conquistar la lejana Al Ándalus. Y basta con visitar Toledo para impregnarse de las leyendas que lamentan la pérdida de España, en un reflejo simétrico de lo celebrado al otro extremo del Mediterráneo.

Sin esas reverberaciones no existiría esta novela, pues constituyen su misma razón de ser. Ahora bien, tampoco tiene sentido pormenorizar aquí los incontables lugares recorridos para «localizar» sus escenarios, en busca de esa vivencia física y arquitectónica de la que surgen sus principales asuntos y secuencias. Pero sí debo hacer constar la procedencia del laberinto en escritura cúfica. Está tomado de la mezquita del Sultán Al Muayad en El Cairo, donde tuve ocasión de admirar por vez primera esta obra maestra de la caligrafía. He introducido en ella algunas variantes necesarias para la trama, inspirándome en los trabajos por ordenador de Mamoun Sakkal. Y he de agradecer a mi colega Federico Corriente, catedrático de Filología Árabe de la Universidad de Zaragoza, su ayuda para transcribir la aleya del Trono. Aunque —al igual que a otras personas que iré citando—, para nada deben endosársele otras responsabilidades o incursiones en el terreno de la ficción, que asumo en exclusiva. Son muchos los excelentes profesionales a los que he consultado detalles concretos, y su bien ganado prestigio no tiene por qué verse involucrado en mis personales delirios.

Me he valido también de las relaciones escritas por algunos infatigables viajeros que frecuentaron las tierras, gentes y culturas protagonistas de este libro, desde Benjamín de Tudela o Ibn Batuta hasta don Juan de Persia o Wilfred Thesinguer. Y he de destacar por encima de cualquier otro a Domingo Badía, que adoptó el nombre de Alí Bey, y cuyos Viajes son una de las guías que inspiran las peripecias de Raimundo Randa. Tampoco quiero olvidar la magnífica biografía novelada que le dedicó Ramón Mayrata. Ahora bien, dado que algunos de los citados son anteriores a Felipe II y que Alí Bey fue un espía posterior, de la época de Godoy, he contextualizado a Randa con toda una serie de testimonios rigurosamente contemporáneos. Entre ellos me ha sido de particular utilidad la «Descripción de África» de León el Africano y el Viaje a La Meca del Peregrino de Puey Mongon, cuyo conocimiento debo a mi colega de Literatura Española y buen amigo José Luis Calvo Carilla. Conmueve leer esta peregrinación de un morisco que vive en un remoto pueblo aragonés y afronta incontables riesgos para cumplir con el precepto musulmán de venerar la piedra negra de la Kaaba. Sus ojos han sido a menudo los míos para entender lo que debió de sentir al acometer ese empeño en pleno siglo XVI.

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