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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (52 page)

—Me refiero a Apeiron —dije—; allí han quedado muchos de vuestros compañeros, y el adalid Joanot de Curial. No podéis olvidaros de ellos.

Guzmán meditó, y dijo:

—No los olvidaremos. Pero tampoco podemos olvidar a los que aquí han muerto bajo las traicioneras espadas de griegos, alanos y genoveses. Y esto sí es real, anciano.

—¿Qué quieres decir?

—Apeiron no era real; no lo era en absoluto. Esto es algo que mi buen amigo Fabra no llegó a comprender nunca; y por eso murió. Aquellas gentes, aquella ciudad, no pueden existir en un mundo como el nuestro. George, Marulli y Miguel el Basileo, sí son reales, sí se comportan como es de esperar, y nosotros sabremos cómo dar cumplida respuesta a sus acciones. En cambio ninguno de nosotros comprendió nunca a los apeironitas, nunca entendimos cómo debíamos comportarnos allí, y la ciudad misma era apenas un espectro en el lecho de un mar inexistente. Cada día que pasa me cuesta más traer los recuerdos de Apeiron a mi mente, pero la traicionera acción de los griegos es algo mucho más sólido y real. Algo frente a lo que nosotros, los almogávares, sí sabremos cómo responder. Tenemos una nueva guerra en la que luchar; ahora mataremos griegos en vez de turcos o demonios… ¿qué más da?

Me aparté del almogávar, y cabalgué junto a doña Irene.

Una sombra de profundo pesar cubría el rostro de la mujer. Su aspecto era descuidado y sujetaba sus cabellos sin arreglar con un pañuelo negro.

Parecía haber envejecido diez años en las últimas horas.

—Cuando os deje entre vuestros amigos —me dijo—, regresaré inmediatamente a Constantinopla. Temo lo que mi hija pueda hacer cuando conozca la cobarde acción de su primo. Ella estaba muy enamorada de Roger…

Las lágrimas humedecieron los ojos de la mujer.

—Roger era un hombre intenso —dije—. Capaz de ganarse la más incondicional de las lealtades o el más enconado de los odios. Pero su muerte no puede significar el fin de aquello que luchó por encontrar. Ahora necesito tu ayuda para convencer al Imperio y a los almogávares de que hay algo por lo que vale la pena unirse.

Ella me miró con sus ojos encogidos por el llanto, y dijo:

—Hazme caso, Ramón; regresa a tu tierra. Olvídalo todo, y pasa tus últimos años en paz. Aquí ya nada puedes hacer; nadie te escuchará ya. Ni siquiera yo tengo ánimo para seguir escuchándote; pues en mi interior tan sólo deseo la muerte para todos aquellos que participaron en el asesinato de Roger, y no deseo oír ninguna voz que hable de paz o de entendimiento. Ahora debo regresar para seguir viviendo al lado de los asesinos de Roger, para cruzarme con ellos por los pasillos y sonreírles. Y haré todo esto por mi hija, sólo por ella beberé una copa entera de hiel cada día que me quede de vida, pero no me pidas que te siga escuchando, Ramón; no me pidas tanto.

Nos despedimos horas después, en las cercanías de Gallípoli; doña Irene volvió grupas e inició el regreso junto a sus escoltas.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de conocer a un hombre como tú, Ramón Llull.

Y éstas fueron las últimas palabras que me dirigió.

9

Berenguer de Rocafort tampoco quería oír hablar de nada que no fuera la muerte de los asesinos de Roger de Flor y los ciento treinta almogávares de su escolta.

En cambio, era propicio a hablar de la forma y manera de matar el máximo número de griegos posible, pero yo no estaba dispuesto a fabricar pólvora y reproducir los pocos
pyreions explosivos
que habíamos traído de Apeiron para que él las usara en su venganza.

Cuando xor Miguel Paleólogo comprendió que los catalanes no tenían ninguna intención de abandonar Gallípoli por las buenas, sitió la ciudad con un ejército compuesto por griegos, genoveses, turcos y alanos.

Era irónico; antiguos aliados y enemigos de Roger unidos finalmente contra lo que quedaba de su ejército. Era como ver a los fantasmas del pasado levantarse de sus tumbas y juntar sus armas contra sus verdugos.

Rocafort dirigió entonces sus naves hacia Constantinopla, y envió embajadores para pedir explicaciones al Emperador por la traición de su hijo y co-regente; pero Andrónico mandó prender y descuartizar a la embajada almogávar.

Empezó así la mayor venganza jamás conocida por el hombre.

Rocafort venció al ejército aliado de Miguel Paleólogo en Apros y acto seguido los almogávares recorrieron a sangre y fuego las costas de la Propóntide hasta Constantinopla, y los puertos del mar Negro y de Tracia.

Ningún lugar del Imperio estaba ya fuera del alcance del vengativo brazo de los catalanes. La desgracia había caído sobre los últimos restos del antaño poderoso Imperio romano.

Yo abandoné este escenario de muerte y sangre y regresé solo a mis tierras, a Mallorca. Ya no me quedaba ninguna esperanza de que Apeiron pudiera ser rescatada del asedio tártaro. En ocasiones tenía sueños en los que veía las hermosas torres de cristal de la ciudad hundirse como castillos de naipes, y a sus pacíficos y amables ciudadanos masacrados por las bestiales huestes tártaras.

Soñaba con Joanot de Curial, con Ricard, y con los almogávares que habían quedado en Apeiron para morir luchando por aquella isla de razón en un mundo enloquecido.

A veces me preguntaba si estos sueños resultarían ser tan reales como otros que había tenido en el pasado; y esta posibilidad me llenaba de un terror incontrolable.

Una vez soñé con la consejera Neléis.

El Adversario no ha muerto, Ramón
, me dijo;
fracasamos al intentar destruirlo
.

¿Podía ser esto cierto?

Los años pasaban, y la Plaga con la que había amenazado toda la vida de este mundo no se había desencadenado.

Quizás era una mentira, como otras tantas que me contó aquella criatura diabólica. Como su afirmación de que había sido ella la que había creado la vida sobre la Tierra. De que era un dios. Un dios loco y derrotado. ¿O quizá no? La locura me rodea incansable y enfermiza… Porque el Mal participa del infinito y el Bien de la naturaleza de lo finito.

Me entrevisté varias veces con el Papa en Aviñón, y tampoco conseguí que moviera un dedo por Apeiron.

A fuerza de luchar contra la locura me estaba ganando la fama de loco y, quizá por eso, el Sumo Pontífice no quiso dar ningún crédito a mis palabras.

Desde Aviñón viajé a París, y allí, unos meses después de mi entrevista con el Papa, fui visitado por aquel misterioso florentino.

Tendría unos cuarenta años y un rostro presidido por una enorme nariz aguileña y unos ojos hundidos que destellaban llenos de pasión bajo espesas cejas negras. Mirar aquel rostro era como ver mi imagen en un espejo cuarenta años atrás.

No quiso darme su nombre, pues afirmó ser un proscrito perseguido a muerte por jefes de su ciudad, pero sí me dio muchos detalles sobre su desgracia: al parecer era miembro destacado de una de las facciones políticas de la ciudad de Florencia, los
blancos
, de tendencia gibelina, enemigos irreconciliables de los
negros
, exégetas del Papa. La sangrienta rivalidad entre las dos facciones hizo que el Sumo Pontífice enviara a Carlos de Valois, hermano del rey de Francia, como pacificador. El
paciere
condenó a la hoguera a más de seiscientos
blancos
, y mi extraño interlocutor logró salvar la vida por muy poco. Desde entonces se había mantenido oculto y vivía bajo una falsa identidad.

—Sé de vuestra entrevista con el Papa —me dijo, escrutándome con sus intensos ojos oscuros—, pero no lograréis nada por ese camino.

Me pregunté si mi fama de loco habría llevado a un demente hasta mi casa. Le pedí que se explicara con claridad. Él, por toda respuesta, desenrolló cuidadosamente un gran pergamino que había traído consigo. Al acercarme a ver qué era aquello, no pude reprimir una exclamación de sorpresa.

Era un mapa. Un mapa del infernal abismo en el que nos habíamos enfrentado al
Adversario
. En aquella proyección plana, la inmensa espiral de terrazas, parecía una serie decreciente de anillos concéntricos. Alcé la vista hacia él, y le pregunté:

—¿Dónde habéis obtenido este documento?

—Un hombre, un viajero llegado de tierras remotas me describió este lugar y yo tracé el mapa. Me aseguró que vos podríais certificarme su autenticidad.

Le sujeté por los hombros, y le pedí que me diera más detalles sobre aquel viajero. El florentino se zafó de mí, y me dijo que nunca había visto el rostro de aquel hombre.

—Siempre iba embozado con una ancha capucha ocultando su rostro —me dijo—, y siempre nos encontramos en la oscuridad. Afirmaba ser un proscrito como yo.

—¿Qué más os dijo?

—Que Apeiron fue destruida, y que sus gentes se han diseminado por todo el mundo. El era uno de ellos, un vagabundo en un mundo temible y despiadado.

—¿Os habló de mí? —pregunté—. ¿Me conocía?

—Os conocía —asintió el florentino—; pero me dijo que vos a él no. También me dijo que vuestros amigos no sobrevivieron, que murieron luchando heroicamente por Apeiron. Y que no lograsteis destruir al
Adversario
, tan sólo dañarlo gravemente. Durante mil años el
Adversario
permanecerá oculto en las profundidades de su guarida, recuperando sus poderes y su vitalidad; pero, transcurrido este tiempo, volverá a salir para enfrentarse nuevamente al Hombre. Ese último combate decidirá el destino de nuestra raza, y sólo podremos vencerle si nuestras mentes y nuestra ciencia han alcanzado la plenitud de su desarrollo.

—¿Y cómo lograremos eso, ahora que Apeiron ha sido destruida? —le pregunté apesadumbrado.

El florentino meditó un instante antes de responderme; al parecer, intentaba recordar con exactitud las palabras del viajero.

—El me pidió que os transmitiera una última esperanza: «Apeiron ha sido destruida, pero no así su espíritu. Éste se ha visto diseminado por toda la Tierra, como semillas que traerán un nuevo nacimiento para la humanidad». Éstas fueron sus palabras, aunque no estoy seguro de comprenderlas completamente. ¿Vos sí?

Tampoco lo sabía, como no tenía la seguridad de que aquel florentino no fuera un loco. Yo le había narrado a tanta gente la desdicha de Apeiron, que aquel hombre muy bien podría haber urdido el engaño con la información que yo mismo había proporcionado.

Se despidió poco después, pidiéndome que no le hablara a nadie de su visita.

¿A quién le iba a hablar, si no había nadie que quisiera escucharme?

Había ido deslizándome entre la realidad y la locura y me había quedado entre tinieblas. Me abrasaba, suspiraba, lloraba, me agitaba sin hallar descanso ni consuelo, cargando con un alma rota y ensangrentada que no toleraba ya a su portador.

Anduve descarriado y casi olvidé a Dios ante la vista de una ciudad que creí suya pero que tan sólo era obra de los hombres: Apeiron, que murió sola y rodeada de enemigos, esperando una ayuda que nunca llegó, porque nadie quiso escuchar a un viejo loco contar cosas terribles. Nadie…

Hasta el día en que fui visitado por aquellos dominicos del Santo Oficio…

En la biblioteca de mi alquería de Mallorca me interrogaron, sin saber que yo no deseaba otra cosa que hablar. Me hicieron ponerme en pie y prestar juramento, sobre el libro de los cuatro Evangelios que tocaba con la mano derecha, de decir la verdad sobre mí mismo y sobre los demás. Y luego me ordenaron que me sentara, y yo obedecí sin apartar su mirada de la mía, porque ardía en deseos de empezar a hablar.

Tenía que contener mi nerviosismo para que no me tomaran por un demente. Esta vez tenía que esforzarme en hablar lenta y razonablemente.

—Os estaba esperando —dije entonces, con una voz suave y amable.

El inquisidor pareció no haberme entendido bien, porque se inclinó levemente hacia delante y me preguntó:

—Perdón, ¿decíais?

—Llevo años esperando vuestra visita. ¿Cómo habéis podido retrasaros tanto?

—¿Esperabais desde hace tiempo ser enjuiciado por la Santa Inquisición? ¿Acaso tenéis cuentas en asuntos de fe que queréis confesar ahora?

—Nada de qué arrepentirme, excepto el no haber sido más diestro en mi propósito.

—¿Y cuál es ese propósito, Ramón Llull? Vuestra fama es mucha, y sois llamado por todos
doctor iluminado
, por el ardiente vigor que abrasa vuestro corazón y los entusiasmados proyectos que concebisteis para la extensión y dominio de las leyes de la Ciencia; a cuyo fin repelisteis las peregrinaciones y multiplicasteis los escritos, siendo éstos tan numerosos que abrazan casi todos los conocimientos humanos, y anuncian pensamientos que por su originalidad sorprendieron y entusiasmaron a muchos sabios. Por lo que no tenéis nada que temer si vuestro propósito ha sido siempre tan recto como afirmáis. Ved en mí sólo un humilde siervo de Dios que busca la verdad tal y como dicen que vos la habéis buscado; pero, recordad, buscando la verdad es posible errar el camino y desviarse de la recta senda de la fe; y si bien el hombre está expuesto a errar, es locura perseverar en el error cuando se demuestra su existencia. Responded, entonces, a mi pregunta: ¿cuál era vuestro propósito, Ramón Llull?

—Encontrar un sentido a toda la locura de este mundo.

—¿Por qué tendría que tener sentido? Este mundo es sólo una morada temporal. Cada uno de nosotros responderá de sus acciones al llegar ante el Reino del Altísimo.

—Os equivocáis, porque sí encontré la Verdad; pero en un lugar donde jamás habría imaginado encontrarla. Un lugar que vosotros jamás soñaríais que pudiera existir sobre la faz de este mundo.

El inquisidor sonrió levemente, y dijo:

—Decidme, Ramón Llull: ¿dónde está ese lugar?

—Más allá de Romania y de las tierras del Gog y Magog. Es una larga historia…

—Adelante —dijo frotándose las manos con satisfacción—, deseo escucharla, y tenemos tiempo de sobra para hacerlo.

—Atended pues; es la historia de mi último viaje: El relato de las hazañas del hombre más asombroso que conocí jamás; Roger de Flor, aventurero y pirata. La historia de sus amigos: Joanot de Curial, Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, y del fantástico viaje que juntos realizamos hasta tierras legendarias… Es la historia de la mágica ciudad de Apeiron, con sus torres de luz y cristal, y su batalla eterna contra los demonios… De Neléis la consejera, y de Ibn-Abdalá, y de tantos bravos almogávares… Escuchad ahora, porque soy ya muy viejo y deseo narrar esta historia para que no se pierda en mi memoria, como el esqueleto de una barca deshaciéndose sobre la arena, con cada ola arrancándole un pedazo de madera tras otro; hasta que ya no sepa con certeza si todo ha sucedido realmente o si fue producto de mi imaginación… Escuchad ahora…

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