La madre (13 page)

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Authors: Máximo Gorki

—No hay que llorar —dijo el Pequeño Ruso en voz baja y acariciadora—. Usted no podía vivir de otro modo, y, sin embargo, ahora comprende que las gentes viven mal. Hay miles de personas que podrían vivir mejor que usted y, sin embargo, son como bestias, y se alaban de ello. ¿Qué hay de bueno en sus existencias? Hoy trabajan y comen, mañana igual, y así todos los días de su vida: trabajar, comer… Mientras tanto, echan hijos al mundo, y si primero se divierten, cuando los niños a su vez se ponen a comer con apetito, los padres se irritan, los maltratan: de prisa, creced más de prisa, tragones, ¡hay que trabajar! Querrían hacer de sus crías animales domésticos, pero las crías se ponen a pensar en sus propias tripas y arrastran a su vez una vida miserable, como el forzado arrastra sus grillos. No hay más hombres verdaderos, que los que rompen las cadenas de la razón humana. Ahora, también usted, en la medida de sus fuerzas, se ha unido a esta tarea.

—No hable de mí —suspiró ella—. ¿Qué puedo hacer yo?

—¿Por qué no puede? Es como la lluvia: cada gota da de beber a un grano. Y cuando sepa leer…

Se echó a reír, se levantó y comenzó a pasearse.

—¡Sí que aprenderá! Y cuando venga Paul… ¿eh?

—Ah, Andrés —dijo ella—, cuando uno es joven, todo es sencillo. Pero con la edad se vuelve uno rico de penas, pobre de fuerzas, y dentro de la cabeza ya no hay nada…

XVIII

Por la noche, el Pequeño Ruso salió. Pelagia encendió la lámpara y se sentó junto la mesa para calcetar medias. Pero en seguida se levantó, dio algunos pasos indecisos, fue a la cocina, cerró la puerta con cerrojo, y, la frente cruzada por un pliegue de preocupación, volvió al cuarto. Corrió las cortinas; después tomó un libro del estante, se sentó de nuevo a la mesa, paseó su mirada por la habitación y se inclinó sobre las páginas, moviendo los labios. Cuando de la calle llegaba algún ruido, cerraba temblorosa el libro y escuchaba atentamente. Y de nuevo, con los ojos tan pronto cerrados como abiertos, murmuraba:

«Nuestra tier-ra…, tier-ra…»

Llamaron a la puerta. Se levantó con precipitación, arrojó el libro sobre el estante y preguntó ansiosa:

—¿Quién es?

—Yo…

Entró Rybine. Alisó gravemente su barba, y dijo:

—Antes dejabas entrar a las personas sin preguntar quién era… ¿Sola? Bien. Creía que estaría aquí el Pequeño Ruso. Le he visto hoy. La prisión no mejora a un hombre.

Se sentó.

—Bueno, hablemos un poco…

Tenía un aire grave y misterioso que causó a la madre una vaga impresión.

—Todo cuesta dinero-comenzó con su pesada voz—. Nada se hace por nada, ni siquiera nacer o morir. Los folletos y las hojas, cuestan. ¿Sabes de dónde sale el dinero, quién las paga?

—No lo sé —dijo dulcemente Pelagia, adivinando un peligro.

—Justamente. Yo tampoco sé nada. Segundo, ¿quién las escribe?

—Gentes que saben…

—¡Señores! ¡Eso es! —profirió Rybine, y su rostro barbudo enrojeció bajo su tensión—. Así que son señores los que escriben y distribuyen los folletos. Y en esos libros se escribe contra los señores. Ahora dime, ¿qué provecho sacan de gastar el dinero en levantar al pueblo contra ellos mismos, eh?

La madre agitó los párpados y gritó espantada:

—¿Qué estás pensando…?

—¡Hum! —masculló Rybine moviéndose pesadamente en la silla, como un oso—. ¡Eso es! A mí también me dio frío cuando llegué a este pensamiento.

—¿Es que has oído algo…?

—¡Son mentira! ¡Huelo el engaño! Yo no sé nada, pero estoy seguro de que son una engañifa. Y yo necesito la verdad, y la he comprendido. No iré con los señores. Cuando me necesitan, me empujan ante ellos para que mis huesos les sirvan de puente para ir más lejos.

Sus sombrías palabras atenazaban el corazón de la madre.

—¡Señor! —exclamó transida de angustia—. ¿Es posible que Paul no lo comprenda?, y todos los demás que…

Los rostros serios y honrados de Iégor, de Nicolás Ivanovitch, de Sandrina, parecieron alzarse ante ella, y su corazón se enterneció.

—¡No, no! —dijo, moviendo negativamente la cabeza—. No puedo creerlo. Ellos siguen su conciencia.

—¿De quién estás hablando?

—De todos, de todos los que conozco, sin excepción.

—No es ahí donde hay que mirar, madre, sino más lejos —dijo Rybine, bajando la cabeza—. Los que han venido, los que conocemos de cerca, quizá no saben nada tampoco. Ellos creen que es lo que hace falta. Pero puede que detrás de ellos, haya otros que no buscan más que ventajas. Un hombre no va así como así contra su interés…

Y con su obstinada convicción de aldeano, añadió:

—Nunca hay que esperar nada bueno de los señores.

—¿Qué has decidido? —preguntó la madre, nuevamente presa de la duda.

—¿Yo? —Rybine la miró, calló un momento y repitió—: ¡No hay que ir con los señores, eso es!

Guardó nuevamente silencio, el aire torvo.

—Quería unirme a tus chicos para trabajar con ellos. Para eso sirvo: sé lo que hay que decir a la gente. Eso es. Pero ahora me largo. No puedo tener confianza, y debo irme.

Bajando la cabeza, reflexionó.

—Me iré yo solo, por las aldeas, por las cabañas… Levantaré al pueblo. Hace falta que sea el propio pueblo quien actúe. Si comprende, encontrará su camino. Yo trataré de hacerlo comprender, no tiene esperanza sino en sí mismo, y no hay más razón que la suya. ¡Es así!

La madre sintió por él lástima y miedo. Nunca le había sido muy simpático, pero, de pronto, le pareció muy próximo. Le dijo dulcemente:

—Te cogerán…

El la miró y respondió tranquilamente:

—Me cogerán… y me soltarán. Y volveré a empezar.

—Los mismos campesinos te atarán las manos. Y te llevarán a la cárcel.

—Si me llevan, saldré. Y volveré al camino. En cuanto a los campesinos, me atarán las manos una vez, dos, y después, comprenderán que lo que hace falta no es entregarme, sino escucharme. Les diré: «No me creáis, oídme solamente.» Y si me escuchan, me creerán.

Hablaba lentamente, como pesando cada palabra antes de pronunciarla.

—Aquí, últimamente, he tragado mucho y comprendido muchas cosas…

—¡Morirás, Michel! —dijo Pelagia, moviendo melancólicamente la cabeza.

Fijó él en ella aquellos ojos negros y profundos, que parecían esperar una respuesta. Su cuerpo vigoroso se inclinaba hacia adelante, y su bronceado rostro palidecía en el oscuro marco de su barba.

—Tú sabes lo que Cristo dijo del grano de trigo: «debe morir para resucitar en una nueva espiga». Me falta mucho aún para morir. ¡Soy muy astuto!

Se removió en la silla y se levantó despaciosamente.

—Me voy a la posada, estaré allí un rato, en compañía. El Pequeño Ruso no tiene trazas de venir. ¿Ha vuelto a ocuparse…?

—Sí —dijo sonriente la madre.

—Es lo que hace falta. Repítele lo que te he dicho.

Salieron lentamente a la cocina y cambiaron algunas palabras sin mirarse.

—Adiós, entonces.

—Adiós. ¿Cuándo te despides del trabajo?

—Ya está hecho.

—¿Y cuándo te vas?

—Mañana temprano. ¡Adiós!

Rybine se encorvó y salió al vestíbulo como a disgusto, torpemente. Durante un instante, la madre permaneció en el umbral, prestando oído a los que pasaban y a las dudas despertadas en su corazón. Después, volvió silenciosamente a la habitación, levantó una punta de la cortina y miró por la ventana. Tras el cristal, las espesas tinieblas se inmovilizaban.

—Vivo de noche —se dijo.

Tenía compasión por aquel campesino de espíritu reflexivo: era tan grande, tan fuerte…

Andrés llegó, animoso y alegre.

Cuando ella le contó la visita de Rybine, él exclamó:

—Muy bien: que vaya por las aldeas a proclamar la verdad y a despertar al pueblo. Con nosotros no se sentía a gusto. Sus ideas campesinas han germinado dentro de su cabeza, y no hay sitio para las nuestras…

—Mire, en lo que ha dicho de los señores hay algo de cierto —dijo ella prudentemente—. Con tal que no nos engañen…

—¿Eso la preocupa? —exclamó riendo el Pequeño Ruso. ¡Ah, madrecita, si tuviéramos dinero! Vivimos del de los demás. Mire, Nicolás Ivanovitch, que cobra setenta y cinco rublos al mes, nos da cincuenta. Y así todos. Hay estudiantes que pasan hambre y que nos mandan cuando pueden un poco de dinero, reunido céntimo a céntimo. Hay señores de todas clases, desde luego. Unos engañan, otros se dejan llevar, pero los mejores están con nosotros.

Se frotó las manos y prosiguió con vehemencia:

—¡Nuestra victoria no es todavía para mañana, pero, en la espera, el primero de mayo organizaremos una fiestecita! Será muy alegre…

Su animación desterró la inquietud que Rybine había sembrado. El Pequeño Ruso paseaba por la habitación pasándose la mano por la cabeza, y decía, mirando al suelo:

—Sabe, a veces siento en mi corazón tina vitalidad extraordinaria. Me parece que, allá donde vaya, encuentro camaradas ardiendo en el mismo fuego, todos alegres, buenos, serviciales… Nos comprendemos sin palabras. Vivimos en buena armonía y cada pecho canta su canción. Todas estas canciones corren como arroyos que se vierten en un solo río, que marcha ancho y libre hasta el mar, ¡el mar de la clara alegría de la vida nueva!

Pelagia se esforzaba en no moverse para no turbarlo ni interrumpirlo. Lo escuchaba siempre con más atención que a los demás: hablaba con mayor sencillez y sus palabras conmovían el corazón con mayor fuerza. Paul no decía nunca cómo veía el porvenir, en tanto que, para Andrés, ese porvenir era una parte de su ser; en sus discursos, la madre creía escuchar un hermoso cuento, el de la gran fiesta, que llegaría de todos los hombres sobre la tierra. Esta ilusión aclaraba ante sus ojos el sentido de la vida y la acción de su hijo y los camaradas de éste.

—Y cuando se vuelve a la realidad —dijo el Pequeño Ruso sacudiendo la cabeza—, y uno mira a su alrededor, todo es frío y fangoso, la gente está cansada e irritada…

Continuó con profunda tristeza:

—Es humillante, pero hay que desconfiar del hombre, temerlo… e, incluso, odiarlo. El hombre es complejo. Desearíamos amarlo solamente, pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo perdonar a quien se precipita sobre ti como una bestia salvaje, que no reconoce la existencia de tu alma viva, y que hiere a puñetazos tu fisonomía de hombre? Imposible de perdonar. No por mí: yo soportaría todos los ultrajes si sólo existiera yo, pero no quiero ceder ante los que usan la fuerza, no quiero que aprendan sobre mi espalda a pegar a los otros.

Ahora brillaba en sus ojos un resplandor frío. Inclinó la cabeza con aire obstinado y continuó con más firmeza:

—No debo perdonar ninguna mala acción, incluso si no me daña a mí personalmente. No estoy solo sobre la tierra. Admitamos que hoy me dejo ultrajar sin responder al ultraje, que incluso río, que no me ofende… Pero mañana, el ofensor que ha probado su fuerza conmigo, la experimentará sobre la piel de otro. Por eso hay que distinguir entre las gentes, hay que tener un corazón firme y decirse: éstos son mis hermanos, aquéllos no… Es justo, pero doloroso.

La madre pensó; involuntariamente, en el oficial y en Sandrina, y suspiró:

—¡Cómo puede hacerse pan con trigo que no ha sido sembrado…!

—Esa es la desgracia —dijo Andrés.

—Sí…

De pronto, se le presentó la imagen de su marido, torva y pesada como una gruesa piedra cubierta de musgo. Pensó en el Pequeño Ruso, unido a Natacha, y su hijo a Sandrina.

—¿Y de qué viene eso?—prosiguió Andrés, entusiasmándose—. Es tan claro que resulta casi cómico. Viene simplemente de que no todos son iguales. Pues bien, pongamos a todos en un mismo plano. Compartamos equitativamente todo lo que ha sido hecho por la razón, todo lo que ha sido fabricado con las manos. ¡Nos liberaremos de la esclavitud del miedo y de la envidia, de las cadenas de la ambición y la estupidez!

El Pequeño Ruso y la madre conversaban frecuentemente así.

Andrés, que había sido readmitido en la fábrica, entregaba todo su salario a Pelagia, quien aceptaba este dinero con la misma naturalidad que el de Paul.

Algunas veces, Andrés, risueña la mirada, proponía:

—¿Leemos un poco, madrecita?

Ella se negaba bromeando, pero obstinada. La sonrisa de Andrés la confundía, y, un poco irritada, pensaba:

«¿Para qué, si te hace reír?»

Pero le preguntaba, cada vez con más frecuencia, lo que significaba tal o cual palabra más culta y que le era desconocida. Preguntaba sin mirarlo, con una voz que trataba de ser indiferente. El comprendió que ella misma se instruía a hurtadillas. Se dio cuenta de su vergüenza y cesó de proponerle leer juntos. No tardó la madre en confesarle:

—Pierdo vista, Andrés. Necesito lentes.

—Muy sencillo. El domingo iremos a la ciudad, la llevaré al médico y tendrá usted sus lentes.

XIX

Por tres veces ya había ido a pedir autorización para ver a Paul, y cada vez había recibido una negativa benévola del general de la gendarmería, un viejecillo agudo, con mejillas rojas y gran nariz.

—Dentro de una semana, buena mujer, no antes. Dentro de una semana, veremos, pero ahora es imposible.

Era redondo y gordito, y recordaba una ciruela madura que, habiendo estado demasiado tiempo en la tienda, se hubiese cubierto de una pelusa de musgo. Escarbaba continuamente sus dientes, blancos y menudos, con un afilado trocito de madera amarilla. Sus ojuelos redondos y verdosos, sonreían afectuosamente, y su voz tenía una entonación amable, amisto.

—Es muy educado —dijo la madre al Pequeño Ruso—. Siempre sonríe.

—¡Oh, sí! Son muy educados y muy sonrientes. Se les dice: «Mirad, he aquí un hombre inteligente y honrado, es peligroso. Ahorcadle.» Sonríen, lo ahorcan y vuelven a sonreír.

—El que hizo el registro en casa era menos complicado. Se veía en seguida que era un canalla.

—No son hombres, sino martillos para golpear a la gente y ensordecerla. Instrumentos. Sirven para trabajar al pueblo, a fin de que funcione mejor. Ellos mismos están hechos a la medida de la mano que nos dirige: pueden ejecutar todo lo que se les mande, sin reflexionar, sin preguntar el porqué.

Por fin, se concedió a Pelagia la autorización. El domingo llegó al locutorio de la cárcel y se sentó tímidamente en un rincón. En la sucia y estrecha habitación de techo bajo, había otras personas esperando la hora de la visita. Indudablemente, no era la primera vez que venían: se conocían. Entre ellas se estableció una conversación en voz baja y arrastrada, tejida de quejas y comadreos, viscosa como una tela de araña.

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