La madre (14 page)

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Authors: Máximo Gorki

—¿Saben ustedes? —decía una mujer obesa, de rostro marchito, con un saco sobre las rodillas—. Esta mañana, en la primera misa, el maestro de capilla casi arranca una oreja a un niño del coro.

Un hombre de cierta edad, vestido con un uniforme de militar retirado, tosió ruidosamente y replicó:

—Los niños del coro son unos impertinentes.

Un hombrecillo calvo, de piernas cortas y brazos largos, mandíbula saliente, paseaba por la habitación con aire preocupado. Sin detenerse, dijo con voz insegura:

—La vida está cada vez más cara, por eso la gente es cada vez peor. La carne de segunda está a catorce kopeks la libra; el pan cuesta ahora dos kopeks y medio…

A veces, entraban prisioneros uniformemente vestidos de gris, con pesados zuecos de cuero. Cuando penetraban en la penumbrosa habitación, parpadeaban. Uno de ellos llevaba cadenas en los pies.

Todo tenía una extraña calma y una desagradable sencillez. Habríase dicho que toda aquella gente estaba acostumbrada a semejante atmósfera, que les era familiar. Unos se sentaban tranquilamente, otros montaban una perezosa guardia, otros, resignados y puntuales, venían a visitar a los presos. El corazón de la madre palpitaba impaciente: miraba perpleja todo cuanto la rodeaba, admirada de aquella asfixiante simplicidad.

A su lado, había tomado asiento una viejecita de rostro arrugado pero mirada todavía joven. Tendiendo su flaco cuello, prestaba oídos a la conversación y miraba a todo el mundo con pintoresco aire de provocación.

—¿A quién tiene usted aquí? —preguntó dulcemente Pelagia.

—A mi hijo. Es estudiante —respondió rápidamente la vieja en alta voz—. ¿Y usted?

—Mi hijo también: es obrero. —¿Cómo se llama?

—Vlassov.

—No lo conozco. ¿Hace mucho tiempo que está aquí?

—Más de seis semanas…

—¡Y el mío más de diez meses!

Pelagia creyó distinguir en su voz un sentimiento indefinible, cercano al orgullo.

—Sí, sí —decía nerviosamente el viejecillo calvo—. Ya no queda paciencia. Todo el mundo se enfada, grita, todo sube de precio… Y, en consecuencia, la gente vale menos. Ya no se oyen voces conciliadoras.

—Absolutamente cierto —dijo el militar—. ¡Qué desorden! Es hora de que una voz ordene por fin «silencio». Eso es lo que hace falta. Una voz firme.

La conversación se animaba, se hacía generala Cada uno se apresuraba a colocar sus palabras sobre la vida, pero todos hablaban a media voz, y la madre adivinaba en todos algo que le era extraño. En su casa se hablaba de otro modo, un lenguaje más comprensible, más puro, más preciso.

Un vigilante grueso, de barba cuadrada y roja, gritó su nombre, la miró de pies a cabeza y se alejó cojeando, tras haberle dicho:

—Sígueme.

Ella le siguió, con ganas de empujarle la espalda para que fuese más aprisa. En una habitación pequeña, Paul, en pie, sonreía y le tendía la mano. La madre la tomó, se echó a reír, sus párpados se agitaban y no encontraba palabras. Al fin, dijo dulcemente:

—Buenos días…, buenos días…

—Tranquilízate, mamá.

Le estrechó fuertemente la mano.

—¡No es nada!

—Tú, la madre —dijo el vigilante, suspirando—, retírate: que haya distancia entre vosotros.

Y bostezó ruidosamente. Paul le preguntó por su salud, por la ca… Ella esperaba otras preguntas, las buscó en los ojos de su hijo, pero no las encontró. Estaba tranquilo, como siempre, más pálido, eso sí, y los ojos parecían más grandes.

—Sandrina te manda recuerdos.

Los párpados de él temblaron, se dulcificó su expresión y sonrió. Una aguda amargura hirió el corazón de la madre.

—Te soltarán pronto —dijo ella, humillada e irritada—. ¿Por qué te han encerrado? De todos modos, las hojas han vuelto a aparecer.

Los ojos de Paul centellearon de alegría.

—¿Otra vez? —preguntó.

—Está prohibido hablar de esas cosas —declaró el vigilante en tono negligente—. Solamente asuntos de familia.

—¿Y esto no son asuntos de familia? —replicó ella.

—No sé nada. Lo único que sé es que está prohibido —respondió indiferente el celador.

—Háblame de la familia, mamá —rogó Paul.

Ella sintió que ascendía dentro de sí un sentimiento de audacia juvenil.

—Yo llevo todo a la fábrica…

Se detuvo y continuó, sonriendo:

—Sopa, harina, todo lo que guisa María y otros alimentos…

Paul comprendió. Se mordió los labios para contener la risa, echó su cabello hacia atrás y dijo con una voz acariciadora que su madre no le conocía:

—Está bien que tengas una ocupación, así no te aburres.

—Y cuando volvieron a aparecer las hojas, se pusieron a registrarme a mí también —declaró Pelagia, no sin fanfarronada. —¡Otra vez! —dijo el vigilante, irritándose—. Os he dicho que está prohibido. Se mete en la cárcel a un hombre porque no sabe nada, y tú ahora no oyes nada. Tenéis que comprender que está prohibido.

—Bueno, no hablemos más de eso, mamá —dijo Paul—.Mathieu Ivanovitch es un buen hombre y no hay que enfadarlo. Nos llevamos bien los dos. Es casualidad que esté hoy aquí: corrientemente es el director quien asiste a las entrevistas.

—La visita ha terminado —declaró el celador, mirando su reloj.

El hijo la abrazó fuertemente y la besó. Emocionada por aquel gesto, dichosa, ella se echó a llorar.

—Separaos —dijo Mathieu. Y gruñendo, acompañó a la madre—. No llores…, lo soltarán. Sueltan a todos… Ya no se cabe aquí.

De regreso en casa, animada y sonriente, dijo al Pequeño Ruso:

—Le hablé tan hábilmente que comprendió.

Y suspiró.

—¡Comprendió! Si no, no me hubiese besado: no lo hace nunca.

—Ah, eso es muy propio de usted —dijo Andrés riendo—. Todo el mundo busca algo, pero una madre…, busca siempre caricias. —¡Oh, Andrés…, las gentes que van allí —exclamó ella con súbito asombro— qué acostumbradas están! Les han arrancado a sus hijos, los han llevado a la cárcel, y a ellos no les inquieta: vienen, se sientan, esperan, charlan… ¿Eh? Si hasta la gente instruida se habitúa ya tan bien, ¿qué no será el pobre pueblo?

—Es muy natural, —dijo Andrés con su sonrisa—, para ellos la ley es siempre más suave que para nosotros, y la necesitan más que nosotros. Tanto, que cuando la ley les da un golpecito, hacen una pequeña mueca, pero nada más. El bastón propio hace menos daño.

XX

Una noche que la madre estaba sentada tejiendo medias, y el Pequeño Ruso leía en voz alta la historia de la sublevación de los esclavos romanos, alguien llamó violentamente a la puerta. Andrés abrió y entró Vessovchikov, un petate bajo el brazo, la gorra sobre la nuca, cubierto de fango hasta las rodillas.

—Pasaba y vi luz en la ventana. Entré a darles las buenas noches. Salgo ahora mismo de la prisión —explicó con voz excitada, y cogiendo la mano de Pelagia la sacudió vigorosamente—. Paul le manda saludos.

Después, vacilante, se dejó caer sobre una silla, recorriendo la habitación con su mirada sombría y desconfiada.

No agradaba a la madre. En su cabeza angulosa y rapada, y en sus ojillos, había algo que la había asustado siempre, pero ahora se alegró, y sonriente y afectuosa, dijo vivamente:

—¡Has adelgazado! Hagámosle té, Andrés…

—Yo prepararé el samovar-dijo éste, dirigiéndose a la cocina.

—¿Y cómo está Paul? ¿Han soltado a otros, o solamente a ti?

Nicolás bajó la cabeza y respondió:

—Paul está aún allí: paciencia. No han soltado más que a mí.

Levantó la cabeza, miró a la madre y continuó despacio, apretando los dientes:

—Les he dicho: «ya tengo bastante, soltadme. Si no, mato a alguien, y luego me mato yo…» Y me pusieron en libertad.

—Sí…, sí… —dijo Pelagia, separándose de él. Sus ojos parpadearon involuntariamente cuando se encontraron con los del hombre, pequeños y estrechos.

—¿Y Théo Mazine? —gritó el Pequeño Ruso desde la cocina —.¿Escribe versos?

—Sí. No lo comprendo (sacudió la cabeza). ¿Es que es un canario? Lo meten en la jaula, y canta. Solamente hay una cosa que comprendo: que no tengo ganas de ir a casa.

—Desde luego. ¿Qué vas a encontrar en ella? —dijo Pelagia pensativa—. Está vacía, la estufa apagada, todo helado…

El guardó silencio un instante, entornando los ojos. Sacó del bolsillo una petaca y se puso a fumar lentamente. Con la mirada seguía la bocanada de humo gris que se disipaba ante su cara, y estalló en una risa sombría, semejante al aullido de un perro.

—Sí… glacial, así debe estar. En el suelo, cucarachas heladas. Hasta los ratones han reventado de frío. Permíteme pasar la noche aquí, ¿quieres? —preguntó con voz sorda, sin mirar a la madre.

—¡Pues claro! —dijo ella vivamente.

Estaba incómoda, desasosegada, con él allí.

—Vivimos unos tiempos en que los hijos se avergüenzan de sus padres…

—¿Qué? —preguntó la madre estremeciéndose.

El le lanzó una ojeada, cerró los ojos y su rostro picado de viruela pareció, de pronto, el de un ciego.

—Los hijos empiezan a sentir vergüenza de sus padres, ¡eso es lo que digo! —repitió lanzando un suspiro—. No por ti… Paul no se avergonzará nunca de ti. Pero yo tengo vergüenza de mi padre. No iré nunca más a su casa. Ya no tengo padre…, ni casa. Estoy en libertad vigilada, si no, me iría a Siberia. Allí libertaría a los deportados y organizaría la fuga…

Con su sensible corazón, la madre comprendía que el joven sufría, pero su dolor no despertaba compasión en ella.

—Claro. Si es así, vale más que vayas —dijo ella para no herirlo con su silencio.

Andrés salió de la cocina, riendo:

—¿Qué andas predicando ahí? La madre se levantó:

—Hay que hacer algo de comer.

Vessovchikov miró fijamente al Pequeño Ruso y declaró de pronto:

—Pienso que hay gentes que es preciso matar.

—¡ Oh, oh …! ¿Y por qué?

—Para que se acabe su ralea.

El Pequeño Ruso, alto y seco, de pie en medio del cuarto, se balanceaba sobre sus piernas y miraba a Nicolás desde su elevada estatura, con las manos en los bolsillos. Vessovchikov estaba acurrucado en la silla, envuelto en una nube de humo, y unas manchas rojas se destacaban en su fisonomía gris.

—Les arrancaré la lengua a Isaías Gorbov, ya lo verás.

—¿Por qué?

—Para que deje de espiar y de ir con el soplo. Por causa suya es mi padre lo que es, y ahora cuenta con él para hacerse pagar como chivato —dijo Vessovchikov, mirando a Andrés con ojos sombríos y malignos.

—¡Vaya! —exclamó el Pequeño Ruso—. Pero, ¿quién es responsable? ¡Los imbéciles!

—¡Los imbéciles y los inteligentes, son lo mismo! —replicó el otro con firmeza—. Mira, tú eres un tipo inteligente, y Paul también, ¿es que para vosotros soy yo un hombre como Théo Mazine o Samoilov, o como sois el uno para el otro? No mientas: de todos modos no te creeré… ¡todos me echáis a un lado, como algo aparte!

—Estás enfermo, pobre Nicolás —dijo suave y tiernamente el Pequeño Ruso, sentándose al lado de él.

—Enfermo… Y vosotros también estáis enfermos… Solamente que vuestros bubones os parecen más nobles que los míos. Todo él mundo es maldad de unos con otros. ¿Qué puedes contestar— '1 me, eh?

Clavó en Andrés su aguda mirada y esperó, los dientes descubiertos en una mueca burlona. Su rostro picado era impasible, pero los gruesos labios se agitaban temblorosos como abrasados por un líquido ardiente.

—No te contestaré nada —dijo el Pequeño Ruso, y la sonrisa triste y cálida de sus ojos azules, acariciaba la mirada torva de Vessovchikov—. Sé muy bien que querer discutir con un hombre cuyo corazón sangra, no sirve más que para irritarlo. ¡Lo sé, viejo hermano!

—Conmigo no hay que discutir: no sé discutir —gruñó Nicolás, bajando la vista.

—Pienso que cada uno de nosotros ha marchado descalzo sobre trozos de vidrio —prosiguió Andrés—, que cada uno, en sus horas negras, ha ardido en el mismo fuego que tú en este momento…

—No podrás decirme nada —dijo lentamente Vessovchikov—. ¡En mi interior, el alma aúlla como un lobo!

—No quiero yo eso. Todo lo que sé, es que se te pasará. Quizá no en seguida, pero pasará.

Se echó a reír y dio un golpecito en el hombro de Nicolás.

—Esto, viejo amigo, es una enfermedad de la infancia, algo así como el sarampión. La sufrimos todos: los fuertes un poco menos, los débiles un poco más. Ataca a las personas como nosotros, cuando se ha encontrado lo que se quiere, pero no se comprende aún la vida ni se sabe el puesto que ha de ocuparse en ella. Nos figuramos ser únicos en la especie, como una buena fruta o un buen pepino, que todo el mundo quiere morder. Y luego, al cabo de algún tiempo, te darás cuenta de que lo que de mejor hay en ti, se encuentra asimismo en los otros, que no son tan malos…, y esto te consuela. Te avergüenzas un poco por haber trepado al campanario para agitar la campanilla, tan pequeña que ni siquiera se oye cuando suena la campana gorda de los días de fiesta. Luego, te das cuenta de que tu campanilla se oye en el coro general, pero que si suena sola, las campanas mayores la ahogan en su estrépito, como mosca en manteca. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¡Puede que lo comprenda! —Nicolás bajó la cabeza—. Solamente que no lo creo.

El Pequeño Ruso rió, saltó sobre sus piernas y se puso a caminar ruidosamente.

—Bueno, yo tampoco lo creía. Eres un zoquete.

—¿Por qué un zoquete? —dijo Nicolás con sonrisa forzada, mirando a Andrés.

—Porque sí: lo pareces.

De pronto, Vessovchikov tuvo una risa sonora, abriendo mucho la boca.

—¿Qué te ha dado ahora? —interrogó el Pequeño Ruso extrañado, deteniéndose frente a él.

—Bueno, me estaba diciendo: el que te insulte será un maldito idiota.

—¿Cómo, insultarme?

El Pequeño Ruso encogió los hombros.

—No sé —dijo Vessovchikov, con aire bonachón, enseñando los dientes—. Quería decir solamente que cualquiera que te insulte, debe sentir luego bien mala conciencia.

—¡Ah, ahí es donde querías llegar…! —dijo Andrés riendo.

—¡Andrés! —llamó la madre desde la cocina.

Salió éste.

Al quedar solo, Vessovchikov lanzó una ojeada a su alrededor extendió su pierna calzada con una pesada bota, la examinó, se inclinó, palpó su gruesa pantorrilla, luego se llevó la mano a la cara, mirando atentamente la palma y luego el dorso. Era una mano robusta, de dedos cortos y recubierta de una pelusa rubia. La agitó en el aire y se puso en pie.

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