La madre (18 page)

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Authors: Máximo Gorki

Guardó silencio, se irguió y dijo con voz salida de lo más profundo de su ser:

—Y por esta vida, estoy dispuesto a todo…

Su rostro se contrajo. Una tras otra, pesadas lágrimas cayeron de sus ojos.

Paul alzó la cabeza y lo miró; él también estaba pálido y tenía los ojos dilatados. La madre se enderezó en su silla; sentía crecer y cercarla la oscura angustia.

—¿Qué tienes, Andrés? —preguntó Paul en voz baja.

El Pequeño Ruso hizo un brusco movimiento de cabeza, su cuerpo se tensó como una cuerda y dijo mirando a 'a madre:

—Yo he visto…, yo sé.

Ella se levantó, se acercó vivamente a él, tomó sus manos… El trató de desprender su mano derecha, pero la madre la sujetaba con fuerza y murmuró con calor:

—Hijo, cálmate… Querido…

—¡Esperad! —dijo él sordamente—. Voy a deciros lo que ocurrió…

—No —murmuró ella, mirándolo con lágrimas en los ojos—. No es preciso, Andrés…

Paul se acercó lentamente, húmeda la mirada. Estaba pálido y sonreía:

—La madre tiene miedo de que hayas sido tú.

—¡No tengo miedo! ¡No lo creo! ¡Aunque lo hubiese visto, no lo creería!

—Esperad —dijo el Pequeño Ruso sin mirarlos, bajando la cabeza, intentaba desasir su mano—. No fui yo… pero hubiera podido impedirlo.

—¡Cállate, Andrés! —dijo Paul.

Estrechando con su mano la del Pequeño Ruso, le puso la otra en el hombro como para detener el temblor del largo cuerpo. Andrés se inclinó sobre él y continuó en voz baja y entrecortada:

—Yo no quería, tú lo sabes, Paul. Sucedió así: tú ibas delante, y yo me quedé en la esquina de la calle con Dragounov… Isaías apareció por la otra calle. Se paró a distancia. Se burlaba mirándonos. Dragounov me dijo: «¿Tú ves? Espía todas las noches. Voy a darle…» Y se marchó, creo que a su casa. Isaías se acercó a mí.

Lanzó un suspiro.

—Nunca, nadie me ha humillado tan vilmente como ese perro.

Sin hablar, la madre lo atraía por el brazo hacia la mesa hasta que consiguió sentar a Andrés en la silla; ella tomó asiento a su lado. Paul permaneció en pie ante ellos, tirándose de la barba con aire dubitativo.

—Me dijo que nos conocía a todos, que los gendarmes no nos quitaban ojo y que nos encerrarían antes del Primero de Mayo. No le contesté, me reí, pero comencé a hervir por dentro. Inmediatamente, me dijo que yo era un chico inteligente, que no debería seguir este camino, sino más bien…

Se detuvo enjugándose el rostro: sus ojos lanzaron un frío destello.

—Comprendo —dijo Paul.

—…sino más bien, entrar al servicio de la Ley…

Extendió el brazo y sacudió el puño cerrado.

—¡Al servicio de la Ley… maldita sea su alma! —dijo entre dientes—. Habría hecho mejor golpeándome en la cara…, hubiera sido menos penoso para mí…, y quizá para él. Pero cuando me escupió en el corazón su infecta saliva, perdí la paciencia.

Febrilmente, desasió su mano de la de Paul, y con asco, con voz sorda, añadió:

—Le golpeé en pleno rostro y me fui. Detrás de mí oí a Dragounov decir suavemente: «¿Tiene bastante?» Se había quedado en el rincón de la calle, sin duda…

Tras un instante de silencio, continuó:

—Yo no me volví, y, sin embargo, pude oír… Oí un golpe, seguí tranquilamente como si acabase de aplastar un sapo con el pie. Estaba en el trabajo cuando gritaron: «¡Han matado a Isaías!» No lo creí. Pero la mano me hacía daño…, no podía manejarla bien. No es que me doliese, es como si se hubiese encogido…

Miró de reojo su mano:

—Seguramente que en toda la vida no lograré lavar esta asquerosa mancha.

—¡Con tal que tu corazón sea puro, hijo mío! —dijo dulcemente la madre.

—¡No me acuso, no! —afirmó el Pequeño Ruso—. Pero me repugna. Yo no necesitaba…

—No comprendo bien —dijo Paul, alzando los hombros—. No eres tú quien lo ha matado, pero aun en ese caso…

—Saber que asesinan y no impedirlo…

—No lo comprendo en absoluto —dijo Paul con firmeza, y tras una breve reflexión, añadió:

—Es decir, puedo comprenderlo, pero sentirlo… no.

Aulló la sirena. El Pequeño Ruso inclinó la cabeza sobre el hombro para escuchar mejor el imperioso mugido, y dijo con una sacudida:

—No iré a trabajar.

—Yo tampoco —replicó Paul.

—Iré a los baños —declaró Andrés sonriendo. Se preparó rápidamente, sin decir palabra y salió sombrío.

—Di lo que quieras, Paul. Ya sé… Ya sé que es pecado matar a un hombre, y sin embargo, encuentro que nadie es culpable. Me dio pena Isaías cuando lo vi…, pequeño como una pulga… cuando lo miré, recordé que había amenazado con hacerte ahorcar, y ya no sentía cólera contra él ni alegría de que estuviese muerto. La piedad me invadía por completo. Y ahora, ni siquiera siento piedad.

Calló, pensó un instante y observó, sonriendo con extrañeza:

—Señor Jesús… ¿Oyes lo que digo, Paul?

Indudablemente, él no la había escuchado. Con la cabeza baja, paseaba lentamente por el cuarto, pensativo y sombrío.

—Esto es la vida —dijo el joven—. ¿Ves cómo los hombres se levantan unos contra otros? De bueno o mal grado nos vemos obligados a golpear. ¿Y quién golpea? Un hombre tan privado de derechos como los demás, aún más desgraciado porque es estúpido. La policía, los gendarmes, los espías, son nuestros enemigos, y, sin embargo, son gente como nosotros: también a ellos se les hace sudar sangre y agua, y tampoco se les considera seres humanos. Y siempre igual. Así se oponen unos hombres a otros: se los ciega por la estupidez y el miedo, se les atan pies y manos, se les oprime, se les hace sudar, se les aplasta y hiere a unos por medio de otros. Se les transforma en fusiles, en mazas, en hierro, y se dice: «Es el Estado…»

Se acercó a ella.

—¡Es un crimen, madre! Un atroz asesinato de millones de seres humanos, el asesinato de las almas… Comprende: es el alma lo que se mata. Tú ves la diferencia entre nosotros y ellos: ¡cuando uno de nosotros golpea a un hombre, siente vergüenza, le repugna, sufre, su corazón vacila! Pero los otros matan a las gentes por millares, tranquilamente, sin piedad, sin estremecerse: ¡matan por placer! Estrangulan únicamente para conservar el dinero, el oro, insignificantes trozos de papel, todas las miserables baratijas que les dan el poder sobre el género humano. Reflexiona… No es para protegerse ellos mismos, ni para defenderse, por lo que asesinan al pueblo y mutilan las almas, no lo hacen por ellos mismos, sino por amor a sus bienes. No es del interior de lo que se guardan, sino del exterior…

Tomando las manos de su madre, se inclinó estrechándolas:

—¡Si pudieras sentir toda esta abominación, esta infame podredumbre, comprenderías nuestra verdad y sabrías hasta qué punto es grande y bella!

La madre se levantó, emocionada, invadida por el deseo de fundir su corazón y el de su hijo en una sola y única llama:

—¡Espera, Paul, espera! —murmuró jadeante—. Comienzo a sentirlo, ¡espera!

XXV

Se oía ruido en la entrada. Los dos se estremecieron, mirándose.

La puerta se abrió lentamente y Rybine entró con su pesado paso.

—¡Bueno! —dijo sonriente, alzando la cabeza—. Soy yo, saludadme. Y hacedme los honores de vuestra mesa.

Vestía una corta pelliza de carnero, manchada de alquitrán, y calzaba unos zapatones de corteza de tilo; de su cinturón pendían unos garfios y se tocaba con un gorro de pelo.

—¿Qué tal va la salud? ¿Te han soltado, Paul? Bueno. ¿Cómo va eso, Pelagia?

Su sonrisa era amplia, mostrando sus blancos dientes. La voz tenía un timbre más dulce, y el rostro desaparecía aún más bajo la barba.

Feliz de volver a verlo, la madre se acercó a él, estrechó su gran mano negra y dijo, aspirando el fuerte y sano olor a brea que traía:

—¿Eres tú …? ¡Cuánto me alegro…!

Paul examinó a Rybine sonriendo:

—¡Haces un espléndido mujik!

Rybine se quitó lentamente la pelliza:

—Sí, he vuelto a ser mujik: vosotros avanzáis un poquito hacia los señores y yo vuelvo atrás, ¡eso es!

Estirándose la blusa de cutí, entró en la habitación que observó con mirada circular.

—Veo que no han aumentado los muebles, pero sí los libros. Bueno, ¿cómo van las cosas?

Se sentó abriendo ampliamente las piernas, apoyó la palma de las manos en las rodillas y clavando en Paul la mirada inquisitiva de sus ojos negros, esperó la respuesta, sonriendo bondadosamente.

—Los asuntos no marchan del todo mal —dijo Paul.

—Se trabaja y se siembra sin alabarse de ello, a fe mía, y se recogerá, se cosechará, se destilará y saldrá un buen licor, ¿no es cierto? —bromeó Rybine.

—¿Cómo te va a ti, Michel? —preguntó Paul, sentándose enfrente del visitante.

—Tampoco mal del todo. Hice un alto en Eguildievo, ¿conoces Eguildievo? Una encantadora aldea. Dos ferias al año, más de dos mil habitantes: mala gente. No hay tierras. Las arriendan, pero el suelo no vale nada. Me coloqué como recadero en casa de una de esas sanguijuelas…, allá hay tantas como moscas sobre un cadáver. Se extrae brea, se carbonea… Cobro cuatro veces menos que aquí y me rompo la espalda el doble, eso es. Hay siete obreros en casa de este explotador, todos jóvenes del lugar, aparte de mí, y todos saben leer. Hay un muchacho, Efime, que es un entusiasta, ¡buen Dios…!

—¿Y habla usted con ellos? —preguntó animadamente Paul.

—No me callo. He llevado conmigo todas vuestras hojas de aquí, treinta y cuatro. Pero prefiero servirme de mi Biblia, donde se encuentra todo lo que hace falta, un grueso libro autorizado e impreso por la Iglesia se hace creer.

Guiñó un ojo a Paul y sonrió:

—Pero es poco, y he venido a tu casa para llevarme folletos. Hemos venido dos, Efime y yo, para traer brea, y hemos dado un rodeo para verte. Dame unos cuantos antes de que venga Efime: no es necesario que sepa demasiado.

La madre miraba a Rybine y le parecía que, al cambiar de atuendo, había cambiado también de otra forma. Había perdido gravedad, y su mirada era más astuta, menos franca que antes.

—Mamá —dijo Paul—, ve a buscarnos libros. Ya saben lo que tienen que darte. Diles que es para el campo.

—Bueno —dijo la madre—. El samovar va a hervir. Iré en seguida.

—¡También tú, Pelagia, te ocupas de estas cosas! —dijo Rybine riendo—. ¡Bueno! Hay muchos aficionados a los libros en nuestra aldea. El maestro lo cultiva: me parece un buen chico, aunque haya sido educado en el seminario. Tenemos también una maestra de escuela, a siete u ocho kilómetros. Peno no quieren utilizan libros prohibidos: a esa gente la paga el gobierno y tienen miedo… Me haría falta uno de esos libros clandestinos, uno bien subversivo, pana hacerles una jugada… Si la policía o el pope ven que está prohibido, pensarán que son los maestros quienes hacen la propaganda. ¡A mí, de momento, no me conocen: no estoy en el juego! Y, satisfecho de su malicia, rió, dejando ven sus dientes.

«¡Habráse visto!, pensó la madre, parece un oso y es un zorro… »

—¿Piensa, entonces —preguntó Paul—, que si se sospecha que los maestros distribuyen libros prohibidos los encarcelarán pon eso?

—Claro. ¿Entonces…?

—Peno sería usted quien hubiese repartido los libros, no ellos. ¡Sería usted quien debería in a prisión!

—¡Maldito astuto! —exclamó Rybine riendo y golpeándose las rodillas—. ¿Quién va a pensar que un simple mujik como yo, se ocupe de semejante cosa? Eso no se ha visto nunca. Los libros son asunto de caballeros, y son ellos quienes deben responder…

La madre sintió que Paul no comprendía a Rybine, lo veía fruncir las cejas e irritarse. Se interpuso, en tono dulce y conciliador:

—Michel Ivanovitch quiere ocuparse de esas cosas, peno castigarán a otros en su lugar…

—¡Eso es! —afirmó Rybine, acariciándose la barba—. Pon el momento…

—Mamá —replicó secamente Paul—, si cualquiera de nosotros, Andrés, pon ejemplo, hiciese algo en mi nombre y me detuviesen a mí, ¿qué dirías?

La madre se estremeció, minó desconcertada a su hijo y respondió sacudiendo negativamente la cabeza:

—¿Cómo se puede obrar así contra un camarada?

—¡Ah! —dijo Rybine, arrastrando las sílabas—. Ahora te comprendo, Paul.

Con un guiño malicioso, se dirigió a Pelagia:

—Esto, madre, es un asunto delicado.

Se volvió a Paul, adoptando un tono sentencioso:

—Tú eres aún un inocente, muchacho. En las; cosas ilegales, no hay puntos de honor. Ragna un poco: primero se mete en la cárcel a las gentes a quienes se les encuentran los libros, y no a los maestros de escuela. Segundo, en los libros autorizados que éstos manejan, vienen las mismas cosas que en los prohibidos, aunque no con las mismas palabras y sí con menos verdad. Esto quiere decir que ansían alcanzarle mismo objetivo que yo, solamente que ellos toman un camino con muchos rodeos, en tanto que yo voy derecho al grano.; pana la autoridades, la culpabilidad es parecida, ¿no es ciento? Y tercero, hijo, yo no tengo nada que ven con ellos, el peatón es mal compañero pana el jinete. Contra un aldeano, es posible que no obrase así Pero uno es hijo de un pope, y la otra lo es de un gran propietario así que no sé pana qué tratan de sublevan al pueblo. Yo, mujik, no puedo penetrar sus pensamientos de seres instruidos. Sé lo que halo yo, peno lo que ellos, hacen, no quiero saberlo. Durante mil años, los grandes han hecho con todo cuidado su oficio de señores y han desollado al campesino y de pronto, se rebelan y quieren abrir los ojos del mujik. Yo no creo en los cuentos de hadas, muchacho, y como puedes ven, esto es algo parecido. Esos señores, y sea como sea, están demasiado lejos de mí. Si voy en invierno por el campo y veo agitarse algo delante de mí, ¿qué puede ser? Un lobo, un zorro, o simplemente un perno, no puedo percibirlo. Está demasiado lejos.

La madre lanzó una ojeada a su hijo. Parecía disgustado. Los ojos de Rybine brillaban con fulgor sombrío, minaba a Paul con expresión insatisfecha y pasaba febrilmente los dedos pon su barba.

—No tengo tiempo de galanteos. La vida no gasta bromas. Una perrera no es un idilio pastoril, y cada chucho aúlla a su modo.

—Hay «señores» que se sacrifican pon el pueblo, que sufren toda la vida en las cárceles… —dijo la madre, pausando en rostros familiares.

—Para ellos es distinto Cuando el mujik se enriquece, asciende hacia el señor, cuando el señor se empobrece, desciende al mujik. El alma se purifica a la fuerza, porque la bolsa está vacía. Acuérdate, Paul, tú me has explicado que uno piensa según su forma de vivir, que si el obrero dice «sí», el patrono debe decir «no», y si el obrero dice «no», el patrono, por su misma naturaleza de patrono, grita forzosamente que «sí». Bien pues el mujik y el señor no son de la misma naturaleza. Cuando el mujik come a gusto, el señor no duerme de noche. Por supuesto que cada clase tiene sus sinvergüenzas, y no trato de defender a todos los mujiks…

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