La madre (22 page)

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Authors: Máximo Gorki

La madre miraba más de lo que sus ojos podían abarcar; en su pecho estaba clavado un grito, pronto a estallar, a liberarse en cada suspiro. Este grito la ahogaba pero ella lo contenía comprimiéndose el pecho con ambas manos. Atropellada por todas partes, vacilaba pero continuaba avanzando sin pensar, casi sin conciencia. Sentía que detrás de ella el número de personas disminuía sin cesar; la ola glacial venía a su encuentro y los dispersaba.

Los jóvenes de la bandera roja y la espesa cadena de los hombres grises se acercaba rápidamente, se percibía con claridad el rostro de los soldados, que parecían estirarse a todo lo ancho de la calle, unificados en una banda estrecha de un amarillo sucio. Ojos, de colores varios, miraban de modo desigual, y las delgadas puntas de las bayonetas brillaban con destello cruel. Dirigidas contra los pechos, separaban y desmigaban de la masa a las gentes, sin tocarlas siquiera.

La madre oyó a su espalda las pisadas de los que huían. Voces inquietas, ahogadas, gritaron:

—¡Escapad, muchachos!

—¡Vlassov, escapa!

—¡Atrás, Paul!

—Dame la bandera, Paul —dijo Vessovchikov con aire sombrío—. Dámela, yo la esconderé.

Con una mano cogió el asta; la tela osciló retrocediendo.

—¡Suelta! —gritó Paul.

Nicolás retiró la mano como si se hubiese quemado. El canto se extinguía. Los jóvenes se detuvieron rodeando a Paul en un círculo compacto, pero él logró franquearlo. El silencio se hizo de golpe, bruscamente, como si una nube invisible y transparente hubiese bajado a envolver a los manifestantes.

Bajo la bandera se mantenían no más de una veintena de hombres, pero éstos resistían; la madre tembló por ellos y sintió el vago deseo de decirles algo.

—Coja… eso, teniente —ordenó la monótona voz del anciano alto.

Tendiendo la mano, designó la bandera.

El oficialillo corrió hacia Paul, cogió el asta y gritó con voz chillona:

—¡Suéltala!

—¡Baja las manos! —dijo Paul con fuerte voz.

La bandera tembló, roja, en el aire, inclinándose a derecha e izquierda, hasta alzarse de nuevo. El pequeño oficial saltó hacia atrás y cayó al suelo. Vessovchikov pasó ante la madre con una rapidez inusitada, extendido el brazo, cerrado el .puño.

—¡Qué los prendan! —rugió el viejo, golpeando el suelo con el pie.

Algunos soldados se adelantaron. Uno de ellos blandió la culata; la bandera se estremeció, se inclinó y desapareció en el grupo gris de la tropa.

—¡Ay! —suspiró alguien tristemente.

La madre lanzó un grito, un aullido animal. Pero la dominante voz de Paul respondió en medio de los soldados:

—¡Hasta la vista, mamá! ¡Adiós, madre querida…!

«¡Está vivo! ¡Piensa en mí!» Estos dos pensamientos llamaron a su corazón.

Se irguió sobre la punta de los pies, agitando el brazo, se esforzó en verlos, percibió sobre las cabezas de los soldados el redondo rostro de Andrés que le sonreía y la saludaba…

—¡Hijos míos…! Andrés…, Paul… —exclamó. —¡Hasta la vista, camaradas!

Un eco multiplicado, desgarrado, les respondió. Venía de las ventanas, de los tejados.

XXIX

Sintió un golpe en el pecho. A través de la bruma que velaba sus ojos, vio ante ella al oficialito que con la cara roja y congestionada, le gritaba:

—¡Lárgate, vieja!

La mirada de Pelagia descendió hacia él; vio a sus pies el asta de la bandera partida en dos, en uno de los trozos quedaba unido un jirón de tela roja. Se bajó y lo cogió. El oficial le arrancó el madero de las manos, la tiró hacia un lado y gritó golpeando el suelo con el pie:

—¡Te estoy diciendo que te largues!

De entre el pelotón de soldados, un canto brotó y creció:

—Arriba, los pobres del mundo…

Todo pareció girar, vacilar, estremecerse. El aire silbaba como en los hilos del telégrafo. El oficial dio un salto y gruñó furioso:

—¡Hágalos callar, ayudante Krainov!

Titubeando, la madre se acercó al jirón que el teniente había tirado y lo recogió de nuevo.

—¡Ciérreles el pico!

La canción se embrolló, se entrecortó, desgarrándose y apagándose. Alguien cogió a la madre por los hombros, le hizo dar media vuelta y la empujó hacia adelante…

—Vete, vete…

—¡Limpien la calle! —gritó el oficial.

La madre vio, a unos diez pasos, una multitud de nuevo compacta. La gente rugía, gruñía, silbaba y, retrocediendo lentamente hacia el fondo de la calle, se esparcía por los patios vecinos.

—¡Vete, demonio! —dijo en su oído un joven soldado bigotudo, llegando al lado de ella, y la empujó hacia la acera.

Pelagia se fue, apoyada en el trozo de asta, las rodillas doblándosele. Para no caer, se agarraba con la otra mano a las paredes y las vallas. Ante ella, las gentes retrocedían, y tras ella y a su lado, los soldados avanzaban gritando:

—Vamos, vamos…

La dejaron atrás, y se detuvo mirando a su alrededor. Al extremo de la calle, en un cordón espaciado, los soldados permanecían estacionados, cerrando el acceso a la plaza desierta. Delante, las siluetas grises caminaban sin prisa sobre la multitud.

Ella quiso volver sobre sus pasos, pero, sin darse cuenta, continuó avanzando; al llegar a una callejuela, estrecha y vacía, se metió por allí.

Volvió a pararse. Suspiró profundamente y prestó oídos. En alguna parte zumbaban voces.

Siempre apoyada sobre su trozo de asta, se puso de nuevo en marcha, moviendo las cejas. De pronto, su frente se humedeció, removiéronse sus labios, se agitó su mano. Una oleada de palabras brotó en su corazón, se acumuló en él y encendió en la madre un deseo ardiente, imperioso, de gritarlas…

El callejón torcía bruscamente a la izquierda; la madre vio un grupo denso y bastante numeroso del que se elevaba una voz fuerte:

—¡Por una chiquillada, muchachos, no se desafían las bayonetas!

—¿Los visteis, eh? Los soldados cargan sobre ellos, y ellos ni moverse. Los chicos no saben qué es miedo.

—El Paul Vlassov es todo un tipo.

—Y el Pequeño Ruso.

—¡Qué animal…! Las manos a la espalda, sonriendo…

—¡Amigos! ¡Buenas gentes! —gritó la madre, abriéndose camino entre ellos.

Le abrieron paso con deferencia. Alguien se echó a reír:

—¡Mirad, lleva la bandera! ¡La tiene en la mano!

—¡Cállate! —dijo alguien con severidad.

La madre abrió los brazos de par en par.

—¡Escuchad, por el amor de Cristo! Vosotros sois de los nuestros… Sois todos gentes de corazón… Abrid los ojos, mirad sin temor, ¿qué ha pasado? Nuestros hijos, nuestra sangre, se alzan por la verdad, ¡por todos! Por vosotros y por vuestros hijos se han condenado al camino del Calvario… Buscan los días de luz… Quieren otra vida, en la verdad, en la justicia. Quieren el bien de todos.

Su corazón se desgarraba, sentía el pecho oprimido, la garganta seca y febril. De lo más hondo de sí misma nacían las palabras de un inmenso amor que abrazaba todas las cosas y todos los seres, palabras que le quemaban la boca y se atropellaban cada vez con mayor fuerza y facilidad.

Vio que la escuchaban, que callaban. Comprendió que, alrededor de ella, reflexionaban, y sintió crecer un deseo del que ahora tenía plena conciencia: el de impulsarlos más allá, hacia su hijo, hacia Andrés, hacia todos los que habían abandonado en manos de los soldados, hacia quienes habían dejado solos.

Paseando la mirada sobre los rostros sombríos y atentos, continuó con dulzura y fuerza:

—Nuestros hijos van por el mundo hacia la alegría, por el amor de todos, por el amor de la verdad de Cristo; marchan contra todas las cosas por medio de las cuales los malvados, los mentirosos, los ladrones, nos tienen aprisionados, nos encadenan, nos aplastan. ¡Amigos, nuestra juventud se ha levantado por todo el pueblo, nuestra sangre se alza por el mundo entero, por todos los obreros que en él viven! ¡No les abandonéis, no reneguéis de ellos, no dejéis a vuestros hijos que sigan el camino solos! Tened piedad de vosotros mismos. Tened fe en los corazones de vuestros hijos, ellos han hecho nacer la verdad y mueren por ella. ¡Tened fe en ellos!

Su voz se quebró, vaciló, al límite de sus fuerzas, y alguien la sostuvo por los brazos.

—¡Es la voz de Dios la que habla! —exclamó alguien, con acento emocionado y velado—. ¡Escuchad la voz de Dios, buenas gentes!

Otro la compadecía.

—¡La pobre se está matando!

—No es que ella se mate, es que nos abofetea a nosotros, pobres imbéciles. ¡Compréndelo!

Una voz aguda, estremecida, se elevó por encima de la multitud:

—¡Cristianos! Mi Mitri, esa alma pura, ¿qué ha hecho? Ha seguido a sus camaradas, a sus amados camaradas…

—Dice la verdad. ¿Por qué abandonamos a nuestros hijos? ¿Qué mal nos han hecho?

—Vuélvete a casa, Pelagia. ¡Vete, madre! Estás agotada —dijo Sizov.

Estaba pálido, su erizada barba se agitaba. Súbitamente, frunció las cejas, paseó una mirada severa sobre el grupo, se irguió y dijo con clara voz:

—Mi hijo Mathieu murió en accidente en la fábrica, ya lo sabéis, pero si estuviera vivo, yo mismo lo habría hecho alistarse en sus filas, con ellos… Le habría dicho: «¡Ve, Mathieu! Es una causa justa, ve y cumple con tu deber.

Se interrumpió. Todos callaron, taciturnos, dominados por un sentimiento grande y nuevo que había dejado de asustarlos. Sizov levantó el brazo, lo agitó y continuó:

—Es un viejo quien os lo dice, bien me conocéis. Hace treinta y nueve años que trabajo aquí, cincuenta y tres que vivo en este bajo mundo. Mi sobrino, un muchacho sano, inteligente, ha vuelto a ser detenido hoy. Iba delante, al lado de Vlassov, junto a la bandera… Agitó el brazo, se replegó sobre sí mismo y tomó una mano de la madre.

—Esta mujer ha dicho la verdad. Nuestros hijos quieren vivir en el honor y la razón, y nosotros los hemos abandonado, hemos huido… Vete, Pelagia.

—¡Amigos míos! —dijo ella mirando a todos con sus ojos anegados en llanto—. ¡La vida está hecha para nuestros hijos, la tierra está hecha para ellos…!

—Vete, Pelagia. Toma, llévate el bastón —dijo Sizov, dándole el trozo de asta.

Miraban a la madre con dolor, con respeto; un rumor dé simpatía la acompañaba. Silencioso, Sizov le abrió paso, las gentes se separaban sin decir palabra y, obedeciendo a una fuerza misteriosa, la seguían sin apresurarse, cambiando a media voz breves frases.

Cerca de la puerta de su casa, ella se volvió, y apoyándose en el trozo del asta, los saludó y dijo dulcemente, con voz agradecida:

—Gracias a todos…

Y recordando de nuevo el pensamiento, el nuevo pensamiento, que según le parecía había florecido en su corazón, dijo:

—Nuestro Señor Jesucristo no existiría si las gentes no murieran por su gloria…

La multitud la miró en silencio.

Ella se inclinó nuevamente y entró en la casa, donde Sizov la siguió encorvando su alta estatura.

La gente permaneció unos momentos allí, intercambiando aún algunas reflexiones.

Después, se dispersaron lentamente.

SEGUNDA PARTE
I

El resto de la jornada flotó en una bruma multicolor de recuerdos, en una pesada laxitud que oprimía el cuerpo y el alma. La mancha gris del pequeño oficial saltaba en la imaginación de la madre. El rostro bronceado de Paul se iluminaba, reían los ojos de Andrés…

Iba y venía por la habitación, se sentaba junto a la ventana, miraba la calle, caminaba de nuevo frunciendo las cejas temblando. Lanzando una ojeada a su alrededor, vacía la cabeza, buscaba algo, sin saber qué. Bebió agua sin calmar su sed; no podía apagar dentro de su pecho el ardiente brasero de angustia y humillación que la consumía. El día se había dividido en dos partes: la primera tuvo un sentido, un contenido, pero en la segunda se había hundido todo. Ante la madre se abrían las fauces del vacío, y una pregunta sin respuesta la torturaba:

—¿Qué haré ahora?

María Korsounov vino. Gesticuló ampliamente, gritó, lloró, se exaltó, golpeó el suelo con los pies, propuso y prometió algo confuso y amenazó a no se sabía quién. La madre permaneció indiferente.

—¡Ah, ah! —decía la voz chillona de María—. Esto ha picado a la gente, ¿has visto? La fábrica se ha levantado en masa.

—Sí, sí —respondía dulcemente Pelagia, inclinando la cabeza, y su mirada fija veía de nuevo lo que ya pertenecía al pasado, lo que de sí misma se había ido con Andrés y Paul. No podía llorar, en su corazón oprimido no quedaban lágrimas, sus labios también estaban secos y su boca tampoco tenía saliva. Le temblaban las manos y unos ligeros estremecimientos recorrían, helándola, su espalda.

Por la noche vinieron los gendarmes. Los acogió sin extrañeza y sin temor. Entraron ruidosamente, con aire alegre y satisfecho. El oficial de tez amarilla, dijo burlonamente:

—Muy líen, ¿cómo está usted? Es la tercera vez que nos vemos, ¿no?

Ella callaba, pasando la lengua seca por sus labios. El oficial habló mucho, en tono pedantesco, y ella comprendía que sentía placer escudándose. Pero las palabras no llegaban hasta ella, no le afectaban solamente la alcanzaron cuando él dijo:

—Tú, madre, también eres culpable por no haber sabido inspirar a tu hijo el respeto a Dios y al Zar…

De pie unto a la puerta, ella respondió sordamente y sin mirarlo:

—Sí, nuestros hijos son nuestros jueces. Y con toda justicia, nos condenarán por haberlos abandonado en su camino… —¿Qué?—gritó el oficial—. ¡Habla más alto!

—Digo: nuestros jueces son nuestros hijos —repitió ella suspirando.

Entonces, él se puso a perorar con voz rápida e irritada, pero el torbellino d' sus palabras no rozaba siquiera a la madre.

María Kirsounov había sido convocada como testigo. Se mantenía al lado de la madre, pero tampoco la miraba, y cuando el oficial le hacía cualquier pregunta, ella se inclinaba profundamente y respondía con voz monótona:

—No losé, Excelencia. Soy una mujer sin instrucción, me ocupo de m comercio todo lo que mi estupidez me permite, y no sé nada de nada…

—Bien, pues cállate —ordenó el oficial, retorciéndose el bigote. Ella se inclinó, y haciéndole la higa a sus espaldas, susurró a Pelagia:

—¡Toma que coja esto!

Le dieron orden de registrar a la madre. Sus ojos pestañearon y se clavaron en el oficial. Dijo en tono quejumbroso:

—No sé cómo se hace, Excelencia.

El golpeó el suelo con impaciencia y se puso a gritar. María bajó los ojos y dijo suavemente a la madre:

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