La mandrágora (4 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

—¿Qué quieres decir? —preguntó en voz baja.

El estudiante respondió con una breve risa.

—¡Oh, nada! Absolutamente nada.

Se levantó y tomó del velador una caja de cigarros, que presentó abierta al profesor.

—Fuma, querido tío. Es tu marca: Romeo y Julieta. Gontram ha tirado hoy la casa por la ventana. Y todo por ti, tío.

—Gracias —carraspeó el profesor—. Y otra vez te pregunto: ¿qué querías decir con eso?

Frank Braun aproximó su silla.

—Te diré. No puedo sufrir que me hagas reproches, ¿sabes? Sé muy bien que la vida que llevo es un poco disipada; pero deja, que eso no te importa. Yo no te pido que me pagues mis deudas. Lo que te pido es que no vuelvas a escribir a casa esas cartas que acostumbras. Escribirás que soy muy virtuoso, muy moral, que trabajo como es debido y que hago progresos. Y cosas así. ¿Comprendes?

—Tendría que mentir.

Sus palabras querían ser amables y festivas; pero tenían una viscosidad como la que un caracol deja en su camino.

El estudiante le miró frente a frente.

—Sí, tío. Se trata justamente de que mientas. No por mí, bien lo sabes, sino por mi madre.

Se detuvo un momento y apuró su copa:

—Y para apoyar esta petición de que te dignes escribir unas cuantas mentiras a mi madre, te contaré lo que quise decir hace un momento.

—Estoy impaciente —dijo el profesor, un poco expectante, inseguro.

—Tú conoces mi vida —prosiguió el estudiante, y en su voz vibraba una amarga gravedad—. Tú sabes que todavía hoy no soy más que un chico atolondrado. Porque eres un prudente anciano, muy sabio, rico, en todas partes conocido, cubierto de títulos y condecoraciones y, además, mi tío, único hermano de mi madre, crees tener derecho a educarme. Con derecho o sin él..., no lo harás nunca. Nadie lo hará nunca... Sólo la Vida.

El profesor se dio una palmada en la rodilla y soltó la risa.

—Sí, sí. La Vida. Aguarda, muchacho, que ya te educará. Ya tiene bastantes aristas, duras y ásperas esquinas y también lindas reglas y leyes, barreras y setos de espino.

Frank Braun respondió:

—No los tiene para mí, como tampoco para ti. Si tú has podido matar las aristas, cortar los espinos y reírte de las leyes, yo también podré hacerlo.

—Escucha, tío —prosiguió—. Conozco bastante bien tu vida. La conoce toda la ciudad y hasta los gorriones repiten tus bromas sobre los tejados. Pero los hombres no hacen sino musitarlas, las refieren detrás de las esquinas, porque tienen miedo de ti, de tu inteligencia y de tu dinero, de tu poder y de tu energía. Yo sé de qué murió la pequeña Anna Paulert; sé por qué tuvo que salir para América tan inopinadamente aquel lindo criadito de tu jardinero. Sé otras muchas historietas tuyas. ¡Oh! No me gustan, desde luego; pero tampoco te las tomo a mal, quizá hasta te admiro un poco, porque puedes hacer impunemente todas esas cosas como un reyezuelo. Lo único que no puedo comprender es tu éxito entre los niños... Tú, con esa traza tan fea...

El profesor jugueteaba con la cadena de su reloj. Miró tranquilo, casi halagado, a su sobrino, y dijo:

—No alcanzas a comprenderlo, ¿verdad?

Y el estudiante:

—Nada, en absoluto. Pero comprendo bien cómo has llegado hasta ello. Hace mucho tiempo que tienes cuanto has querido, dentro de los límites normales de la burguesía. Y quieres salir de ellos. El arroyo se aburre en su viejo lecho y acaba por desbordarse aquí y allá... Es la sangre.

El profesor tomó su copa vacía y la tendió hacia él.

—Llénala, muchacho —dijo. Su voz temblaba un poco y el tono tenía cierta solemnidad—. Tienes razón: es la sangre; tu sangre y la mía. —Bebió y tendió la mano a su sobrino.

—¿Escribirás a mi madre como yo deseo?

—Sí, lo haré —respondió el anciano.

Y el estudiante dijo:

—Gracias, tío Jakob —y tomó la mano que éste le tendía—. Y ahora, viejo Don Juan, llama a las dos festejadas. ¡Qué bonitas están las dos con sus trajes de primera comunión!, ¿eh?

—Hum... Parece que a ti tampoco te disgustan —dijo el tío.

Frank Braun se echó a reír. —¿A mí? ¡Dios mío! No, yo no soy rival tuyo, tío Jakob..., hoy todavía no..., hoy tengo mayores ambiciones... Tal vez... cuando sea tan viejo como tú... Pero tampoco soy su director espiritual y estas dos rosas no desean otra cosa sino que las corten. Alguien tiene que hacerlo... y pronto; ¿por qué no tu? ¡Eh, Olga, Frieda, venid acá!...

Pero las muchachas no vinieron; atendían curiosamente al doctor Mohnen, que llenaba sus copas y les contaba historietas de doble sentido.

Vino en cambio la princesa, Frank Braun se levantó y le ofreció su asiento.

—¡Quédese usted, quédese usted! —instaba ella—. Todavía no he podido charlar un momento con usted.

—Un momento, Alteza... voy a buscar un cigarrillo —dijo el estudiante—. Y a mi tío le agradará muchísimo poder hacerle a usted los honores.

Al profesor no le agradaba nada semejante cosa; hubiese preferido tener a su lado a la princesita. Y ahora venía a hablarle la madre...

Cuando el consejero Gontram conducía a la señora Marion hasta el piano, se aproximó Frank Braun a la ventana. El señor Gontram se sentó, giró sobre el taburete del piano y dijo:

—Les ruego un momento de silencio. La señora Marion nos va a cantar una canción... —Y volviéndose hacia la dama dijo—: ¿Cuál va a ser? ¿Quizá otra vez
Les papillons?
¿O
Il baccio,
de Arditi? Veamos...

El estudiante los contemplaba. La anciana señora, muy retocada, se conservaba hermosa todavía, y podían creerse las muchas aventuras que de ella se contaban. Antaño, cuando era la más festejada diva de Europa. Desde hacía un cuarto de siglo vivía en esta ciudad, tranquila, retirada en su pequeña villa. Todas las tardes daba un largo paseo por su jardín y lloraba media hora sobre la tumba florida de su perrito.

Ahora cantaba. Su voz estaba ya cascada, y sin embargo, su modo de cantar, a la antigua escuela, poseía un extraño encanto. En los labios pintados tenía la antigua sonrisa de la vencedora, y bajo la densa capa de polvos, sus rasgos trataban de conseguir la eterna pose de cautivante amabilidad. Su mano regordeta jugueteaba con el abanico de marfil, y sus ojos buscaban el aplauso en todos los rincones, como antaño.

¡Oh, sí, esta madame Marion Vère de Vère cuadraba perfectamente en esta casa, como todos los invitados! Frank Braun miró a su alrededor. Allí se sentaban su tío y la princesa, y detrás de ellos, apoyándose en la puerta, estaban el abogado Manasse y Su Reverencia el capellán Schröder, aquel seco, largo, negro capellán Schröder, el mejor catador de vinos del Mosela y del Saar, que sabía siempre de las más selectas bodegas y sin el cual una prueba de vino hubiera parecido imposible; Schröder había escrito un libro sobre la abstrusa filosofía de Plotino y al mismo tiempo las farsas para el guiñol de Anita, la de Colonia; era un ardiente particularista, odiaba a Prusia y se refería sólo a Napoleón I cuando hablaba del emperador; todos los años iba a Colonia el 5 de mayo para asistir a los solemnes oficios por los muertos de la
Grande Armée
en la iglesia de los Minoritas.

Allí estaba el corpulento Stanislaus Schacht, con sus gafas de oro, estudiante de Filosofía, ya en su decimosexto semestre, comodón, perezoso hasta para levantarse de la silla. Desde hacía años estaba como huésped en casa de la viuda del profesor doctor von Dollinger..., donde hacía tiempo se le concedían honores de amo de casa. La viuda, pequeña, fea, sumamente delgada, estaba junto a él, llenándole a cada momento la copa, poniéndole a cada momento nuevos pasteles en el plato. Ella no comía, pero bebía no menos que él y su ternura aumentaba con cada copa; amorosamente acariciaba con sus dedos huesudos las carnosas manazas del estudiante.

Junto a ella estaba Karl Mohnen, doctor en Filosofía y en Derecho, compañero de estudios de Schacht, en los que había invertido casi tanto tiempo como su mejor amigo. Sólo que él tenía que hacer exámenes constantemente, siempre de algo distinto; por el momento era filósofo y se aproximaba el día de su tercer examen. Tenía la apariencia de un dependiente, rápido, siempre en movimiento; Frank Braun pensaba que todavía acabaría de comerciante. Entonces haría su fortuna, en la sección de confecciones, donde hubiera que servir a las señoras. Buscaba siempre..., por las calles, un buen partido; rondaba balcones y tenía una rara habilidad para hacer amistades. Especialmente atacaba a las viajeras inglesas que..., desgraciadamente, nunca tenían dinero. También estaba allí el pequeño teniente de húsares, con su bigotito negro, hablando con las muchachas: el joven conde Geroldingen pintaba lindamente, tocaba con habilidad el violín y era el mejor jinete del regimiento. Contaba a Frieda y a Olga algo de Beethoven que las aburría horriblemente y si le escuchaban era por tratarse de un tenientillo tan bello.

Oh, sí; todos, sin excepción, correspondían a este lugar, todos tenían algo de sangre gitana, a pesar de sus títulos, condecoraciones, tonsuras y uniformes; a pesar de los brillantes y de las gafas de oro; a pesar de su burguesía; sentían una extraña comezón: el deseo de dar rodeos, de abandonar en algo los estrechos senderos de la corrección burguesa. A la mitad de la canción de la señora de Vère sonó un rugido: eran los chicos de Gontram que se pegaban en las escaleras. La madre salió a calmarlos. Luego Wölfchen, en el cuarto inmediato, se puso a gimotear, y la niñera tuvo que subirlo a la buhardilla, y tomando consigo a Cyklop, los acostó a los dos en el estrecho cochecillo.

Y la señora de Vère comenzó una segunda canción:
La danza de la sombra,
de la
Dinorah,
de Meyerbeer.

La princesa preguntó al profesor por sus últimos experimentos: ¿Podría ella ir alguna vez a ver las extrañas ranas, todos aquellos batracios y los lindos monos? Naturalmente, cuando gustara. Y vería también la rosaleda nueva en el castillo de Mehlem y los grandes setos de camelias blancas que plantaba ahora allí su jardinero.

Pero a la princesa le interesaban más las ranas y los monos que las rosas y las camelias. Y el profesor habló entonces de sus experimentos sobre la transformación de esporos y sobre la fecundación artificial; le dijo que precisamente tenía una ranita muy mona con dos cabezas y otra con catorce ojos en el lomo; analizó cómo extraía al macho las células germinales, y cómo las trasladaba a otro individuo, y cómo las células se desarrollaban gozosamente en el otro cuerpo y producían después de su transformación cabezas y colas, ojos y patas. Le habló de sus experiencias con los monos; le contó que tenía dos micos jóvenes cuya madre virginal, que ahora los amamantaba, no había conocido nunca al macho.

Esto era lo que más interesaba a la princesa. Preguntó todos los detalles; se hizo explicar, hasta la última minucia, cómo se procedía; se hizo repetir en alemán todas las palabras griegas y latinas cuyo sentido no alcanzaba, y el profesor chorreaba gestos y frases inmundas. La saliva le goteaba por las comisuras de la boca y corría sobre el colgante labio inferior. Gozaba con aquel juego, con aquella charla coprolálica, y recogía voluptuosamente el sonido de sus propias palabras desvergonzadas. Y luego, inmediatamente después de un vocablo especialmente repugnante, dejaba caer un
Alteza
y se complacía con fruición en el cosquilleo que le proporcionaba aquel contraste.

La princesa escuchaba, el rostro encendido, sobreexcitada, casi temblando, aspirando por todos sus poros aquella atmósfera de burdel que se adornaba vanidosamente con unos sutiles hilillos científicos.

—¿No fecunda usted más que monas, señor profesor? —preguntó sin aliento.

—No; también ratas y micos. ¿Le gustaría a usted, Alteza, ver cuando yo...?

Bajó la voz hasta balbucear casi.

Y ella gritó:

—Sí, sí. Tengo que verlo. Con mucho gusto; con muchísimo gusto. Y... ¿cuándo?

Y añadió con dignidad mal aparentada:

—Porque sepa usted que nada me interesa tanto como los estudios de Medicina. Creo que hubiera llegado a ser un excelente médico.

El profesor la miró con una abierta y sarcástica sonrisa.

—Sin duda, Alteza.

Y pensaba que hubiera estado aún mejor de celestina. Pero ya tenía el pez en el anzuelo y comenzó a hablar de rosas y camelias y de su castillo junto al Rin, que a él le resultaba gravoso y que había adquirido sólo por filantropía. La situación era admirable... y las vistas... Si su Alteza se decidiera, quizá...

La princesa Wolkonski se decidió sin vacilar un momento.

—Sí; naturalmente. Me quedo con el castillo.

Vio que Frank Braun pasaba frente a ellos y le llamó.

—Venga usted, venga. Su tío acaba de prometerme que me enseñará algunos experimentos. ¿No es de una amabilidad encantadora? ¿Los ha visto usted ya alguna vez?

—No —contestó Frank Braun—. No me interesan absolutamente nada.

Él se volvió pero ella le retuvo asiéndole de la manga.

—Deme usted..., deme usted un cigarrillo. Y... sí, eso es: una copa de champaña.

Temblaba bajo un ardiente cosquilleo y las fofas masas de su carne estaban perladas de sudor. Sus groseros sentidos, azotados por el desvergonzado discurso del viejo, buscaban un fin, estrellándose como anchas olas contra el muchacho.

—Dígame usted...

Jadeantes, sus poderosos senos amenazaban saltar el corsé.

—¡Dígame usted!... ¿Cree usted... que el profesor podría aplicar a seres humanos... su ciencia, sus experimentos... de fecundación artificial?

Sabía que no, pero necesitaba proseguir la conversación; proseguir a cualquier precio con aquel estudiante joven, fresco y lindo. Frank Braun se echó a reír, comprendiendo instintivamente sus pensamientos.

—Naturalmente, Alteza —dijo ligeramente—. ¡No faltaba más! Precisamente se ocupa mi tío de ello... Ha inventado un nuevo procedimiento tan sutil, que la paciente no se entera de nada, de nada... Hasta que un día se siente embarazada... allá por el cuarto o quinto mes. ¡Tenga usted cuidado con el profesor, Alteza! ¿Quién sabe si ya...?

—¡Por Dios bendito! —gritó la princesa.

—¿Verdad que sería desagradable cuando no se ha tenido parte en ello?

¡Zas! Algo cayó de la pared precisamente sobre la cabeza de Sofía, la doncella. La muchacha dio un grito y, en su terror, dejó caer la bandeja de plata en que servía el café.

—¡Qué lástima de Sèvres! —dijo la señora Gontram indiferente—. ¿Qué ha pasado?

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