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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (24 page)

El larguirucho teutón, que llevaba una buena tajada encima, tragó una bocanada de aire con la misma perfección que un tragaperras la consiguiente moneda, y, levantando su hacha de verdugo, empezó a berrear:

«Cayó sobre una piedra.

Cayó sobre una —la, la, la—.

Cayó sobre una piedra.

Rompiose tres costillas.

Y los campos y los bosques y sus fuerzas

se rompieron y también —la, la, la— su derecha.

Se rompió su pierna derecha.»

—Calla, ¿te has vuelto loco? —le susurró un compañero. Entonces calló. Mas el noble caballero, agradeciéndole su serenata, le dijo:

—Lo de las tres costillas te lo podías haber ahorrado, con una pierna rota tengo ya suficiente.

Le condujeron en un sillón hasta su trineo; con él abandonó la sala la princesa, malhumorada por aquel incidente.

* * *

Alraune buscó a Wolf Gontram, que seguía sentado junto a la mesa abandonada ya por Sus Altezas.

—¿Qué ha dicho ella? —preguntó rápidamente—. ¿Qué ha hecho?

—No lo sé —contestó Wolf.

Alraune le arrebató el abanico y le golpeó el brazo con violencia.

—Lo sabes. Tienes que saberlo y debes decírmelo.

Él sacudía la cabeza:

—¡Pero si no lo sé! ¡De verdad que no lo sé! Me ha dado de beber, me ha acariciado los rizos de la frente y creo que me ha estrechado la mano. Pero no puedo decir lo que ha dicho porque no sé nada de ello. De vez en cuando yo decía: «¡Sí, sí!», sin enterarme de lo que ella hablaba, estaba pensando en otra cosa.

—Eres horriblemente tonto —dijo la señorita ten Brinken en tono de reproche—. Ya has vuelto a soñar. ¿En qué estabas pensando?

—¡En ti! —repuso él.

Y Alraune dio una patadita de enfado.

—¡En mí, en mí! Siempre en mí. ¿Por qué piensas siempre en mí?

Los grandes y profundos ojos del joven se fijaron en ella suplicantes:

—No puedo hacer otra cosa.

La música preludió, interrumpiendo el silencio que la retirada de Sus Altezas había causado. «Las rosas del Sur» resonaron blandas y acariciadoras. Ella le cogió de la mano:

—Ven, vamos a bailar.

Y giraron en medio de la sala aún vacía.

El profesor de Historia del Arte, con sus barbas grises, que los contemplaba, trepó a una silla gritando:

—¡Silencio! Vals extraordinario para el caballero de Maupin y su Rosalinde.

Cientos de miradas cayeron sobre la linda pareja. Alraune lo notó y cada paso que daba lo hacía con la conciencia de que era admirada. En cambio Wolf Gontram no notaba nada; sólo sabía que estaba en los brazos de ella, arrastrado por la suave cadencia. Y sus grandes y negras pestañas se entornaron sombreando sus profundos ojos soñadores.

El caballero de Maupin dirigía, seguro, consciente, como un esbelto paje acostumbrado desde la cuna al liso pavimento del salón. Con la cabeza ligeramente inclinada, su mano izquierda sostenía dos dedos de Rosalinde, apoyada al mismo tiempo en el pomo dorado de la espada, cuya contera levantaba la capa de encaje. Sus rizos empolvados saltaban como serpientes de plata y una sonrisa entreabría sus labios y mostraba sus brillantes dientes.

Rosalinde obedecía a la ligera presión. La roja y dorada cola de su vestido se deslizaba por el suelo y su figura surgía de ella como una exquisita flor. Sobre la nuca y colgando pesadamente de su sombrero caían las grandes y blancas plumas de avestruz.

Lejos de la realidad, abstraído de todo lo presente, giraba alrededor de la sala, bajo las guirnaldas de rosas, una y otra vez.

Los invitados se apretujaban en torno a ellos, los de detrás subidos a las mesas y a las sillas, contemplándolos en silencio.

—Mi enhorabuena, Excelencia —murmuró la princesa Wolkonski.

Y el consejero respondió:

—Gracias, Alteza. Nuestros esfuerzos de entonces no fueron inútiles.

Cuando el caballero condujo a su dama a través del salón, Rosalinde abrió los ojos y lanzó una silenciosa mirada de asombro a la muchedumbre que los envolvía.

—Shakespeare se pondría de rodillas si viera a esta Rosalinde —declaró el profesor de Literatura.

En la mesa inmediata, el pequeño Manasse gritaba al consejero Gontram:

—¡Levántese usted, colega! ¡Mire usted! Vea usted a su hijo, mira igual que miraba su esposa de usted.

El viejo consejero se quedó tranquilamente sentado y probó una nueva botella de vino selecto de Herzig.

—No me acuerdo ya de cómo era —dijo con indiferencia. Oh, se acordaba muy bien, pero ¿qué les importaba a los demás sus sentimientos?

Los dos bailaban a lo largo del salón. Los blancos hombros de Rosalinde subían y bajaban más aprisa y sus mejillas se coloreaban. Pero el caballero de Maupin seguía sonriendo bajo sus rizos empolvados con la misma seguridad, agilidad y gracia.

La condesa Olga se arrancó los rojos claveles que adornaban su cabello y se los arrojó a la pareja.

Y el caballero de Maupin los recogió en el aire, se los llevó a los labios y saludó. Y entonces todos les lanzaron flores, tomándolas de los floreros de las mesas, arrancándolas de los vestidos o de los cabellos. Y ambos siguieron bailando bajo una lluvia de flores, arrastrados por el ligero ritmo de «Las rosas del Sur».

La orquesta recomenzaba una y otra vez; los músicos, embotados, cansadísimos por aquel inacabable tocar durante todo el invierno diariamente, parecieron despertar y miraban hacia la sala, curvados sobre la balaustrada de la galería. La batuta del director se movía más ligera y los arcos de los violines arrancaban sonidos más cálidos. E incansables, Rosalinde y el caballero de Maupin se deslizaban por un mar de flores, colores y sonidos.

El director de la orquesta hizo señal de acabar y el entusiasmo se desbordó entonces. El barón de Platen, coronel del regimiento 28, gritó con voz estentórea desde la galería:

—¡Un viva a la pareja! ¡Por la señorita ten Brinken y por Rosalinde!

Y las copas chocaron y los invitados prorrumpieron en exclamaciones e invadieron la pista rodeando, estrujando casi a los bailarines.

Dos estudiantes de Renania trajeron un enorme cesto lleno de rosas que acababan de comprar abajo a una florista; algunos oficiales de Húsares trajeron champán; Alraune apenas lo probó, mientras que Wolf Gontram, acalorado y ardiendo de sed, bebía vorazmente copa tras copa. Por fin, Alraune, abriéndose paso entre la multitud, le arrastró consigo.

El verdugo rojo estaba sentado en medio de la sala, y estirando el largo cuello hacia la pareja les presentó el hacha:

—Yo no tengo flores —gritaba—, pero yo mismo soy una rosa roja. ¡Cortadme!

Alraune no le hizo caso y condujo a su acompañante por delante de la galería hacia el jardín de invierno. Miró a su alrededor. No se aglomeraban aquí menos personas, y todos les llamaban y les hacían señas de acercarse. Mas ella distinguió entonces tras un pesado cortinaje la puertecilla que salía al balcón.

—¡Oh, esto es mejor!... Ven conmigo, Wölfchen.

Y corrió el cortinón, hizo girar la llave y ya iba a levantar el pestillo cuando una pesada mano contuvo la suya.

—¿Qué busca usted ahí? —gritó una voz ronca.

Alraune se volvió. Era el abogado Manasse en su negro dominó.

—¿Qué busca usted ahí fuera? —repitió.

Ella se desprendió de la fea manaza.

—¿A usted qué le importa? Queremos tomar un poco el fresco.

Manasse asintió con vehemencia.

—Ya me lo imaginaba y por eso les he seguido... Pero no lo harán, no lo harán...

La señorita ten Brinken se irguió y le miró con orgullo.

—¿Y por qué no hemos de hacerlo? ¿Quién nos lo va a impedir? —Involuntariamente bajó él los ojos. Pero no cejó.

—Yo quiero impedírselo..., ¡yo, precisamente! ¿No comprende usted que es una locura? Están ustedes acalorados, casi bañados en sudor. ¿Y quieren salir al balcón, con una temperatura de doce grados bajo cero?

—Pues saldremos.

—Vaya usted sola —aulló él—; me da igual lo que usted haga. Sólo quiero retener al muchacho, a Wolf Gontram.

Alraune le miró de pies a cabeza y abrió la puerta de par en par.

—¡Ajá! —y saliendo al balcón hizo una seña a su Rosalinde—. ¿Quieres salir conmigo, a gozar de la noche? ¿O quieres quedarte dentro en la sala?

Wolf apartó al abogado y se precipitó hacia la puerta. El pequeño Manasse se agarró a él, se asió fuertemente a su brazo, pero Gontram le rechazó de nuevo, en silencio, haciéndole caer contra el cortinaje.

—¡No vayas, Wolf! ¡No vayas! —gritaba el abogado, y su voz ronca sonaba casi como un lamento.

Pero Alraune reía descaradamente.

—¡Adiós, fiel Eckart! ¡Quédate fuera y vigila nuestro Hörselberg! —y cerró la puerta en sus narices y echó dos vueltas a la llave.

El pequeño abogado trató de mirar por los cristales empañados por la escarcha, tiró del pestillo, pateó furioso el suelo. Luego, poco a poco, se fue calmando y volvió a la sala.

—Es el destino —gruñó, y, apretando sus dientes arracimados y mal puestos, se acercó a la mesa de Su Excelencia y se dejó caer en una silla.

—¿Qué le pasa a usted, Manasse? —preguntó Frieda Gontram—. Tiene usted cara de tormenta.

—¡Nada! —gritó él—. ¡Nada absolutamente! Su hermano es un asno. Bueno, y además no se lo beba usted todo, colega... Deme también algo a mí.

El consejero Gontram le llenó el vaso mientras Frieda decía con convicción:

—Sí, creo que es un asno.

* * *

Y ambos, Rosalinde y el caballero de Maupin, anduvieron sobre la nieve y se apoyaron en la balaustrada. La luna llena caía sobre la ancha calle, derramando su dulce luz sobre las barrocas formas de la Universidad, antiguo palacio del Arzobispo; jugaba sobre las vastas superficies blancas de abajo y arrojaba sombras fantásticas sobre las aceras. Wolf Gontram aspiraba aquel aire glacial.

—¡Qué hermoso es esto! —murmuraba señalando con la mano la calle blanca cuyo profundo silencio ningún sonido perturbaba. Pero Alraune ten Brinken le miraba, vio cómo sus blancos hombros brillaban en el claro de luna y que sus grandes ojos tenían el fulgor profundo de dos ópalos negros.

—Eres hermoso —dijo—. Más hermoso que esta noche de luna.

Y las manos de él se desprendieron de la balaustrada de piedra, se tendieron hacia ella y la abrazaron.

—¡Alraune! —exclamaba—. ¡Alraune!

Ella lo toleró un breve momento. Luego se desprendió golpeándole ligeramente la mano.

—No —dijo riendo—, no. Tú eres una muchacha y yo soy un mancebo y te haré la corte.

Miró a su alrededor, tomó una silla que descubrió en un extremo, quitando con su espada la nieve que la cubría.

—Toma, siéntate aquí, hermosa Rosalinde. Por desgracia, eres un poco más alta que yo: así nos igualamos.

Y se inclinó zalameramente, arrodillándose luego.

—¡Rosalinde! —murmuraba—. ¡Rosalinde! ¿Puede robarte un beso un caballero andante?

—¡Alraune!... —comenzó él.

Pero ella se levantó, poniéndole la mano sobre los labios.

—Debes decir «señor mío» —gritó—. Veamos: ¿Puedo robarte un beso, Rosalinde?

—Sí, señor mío —tartamudeó él.

Ella se colocó a su espalda y tomando entre sus manos su cabeza comenzó vacilando:

—Primero las orejas, la izquierda, y luego la derecha. Y ambas mejillas. Y esa nariz tan tonta que he besado muchas veces. Y por fin, fíjate, Rosalinde, tu hermosa boca.

E inclinándose, apoyó su cabeza sobre los hombros de él por debajo del sombrero. Pero volvió a retirarse.

—No, no, linda doncella. Deja las manos quietas. Deben reposar honestamente sobre tu regazo.

Entonces colocó él las manos sobre las rodillas y cerró los ojos. Y ella le besó larga y ardientemente. Pero luego sus dientecillos buscaron sus labios y se hincaron en ellos de tal manera que las gotas de sangre cayeron pesadamente sobre la nieve.

Luego se soltó y de pie ante él contempló la luna con los ojos muy abiertos. Un rápido escalofrío la sobrecogió poniendo un ligero temblor en sus delicados miembros.

—Tengo frío —murmuró, levantando alternativamente los pies—. Mis zapatos de encaje están llenos de esta nieve insoportable.

Y e descalzó para sacudirla.

—Ponte mis zapatos —exclamó él— que son más grandes y más abrigados.

Y rápidamente se los quitó, haciéndole calzárselos.

—¿No es mejor así?

—Sí —rio ella—. Y te daré un beso a cambio, Rosalinde.

Y le besó de nuevo y volvió a morderle mientras la luna iluminaba las rojas manchas sobre el suelo blanco.

—¿Me amas, Wolf Gontram? —preguntó ella.

Y él dijo:

—No pienso en otra cosa sino en ti.

Ella vaciló un momento y preguntó:

—Si yo quisiera ¿saltarías del balcón a la calle?

—Sí.

—¿Y desde el tejado?

Él asintió.

—¿Y desde la torre de la catedral?

Y el volvió a asentir.

—¿Harías todo por mí?

Y él:

—Sí, Alraune, si me quieres.

Ella hizo un mohín con los labios y meció ligeramente las caderas.

—No sé si te quiero —dijo ligeramente—. ¿Lo harías aunque yo no te quisiera?

Los espléndidos ojos de él, aquellos ojos que había heredado de su madre, lucieron con más brillo y más profundidad que nunca. Y allá arriba, la luna sintió envidia de aquellos ojos humanos y se escabulló escondiéndose detrás de la torre de la catedral.

—Sí —contestó él—. También lo haría.

Ella se sentó en sus rodillas y le echó los brazos al cuello.

—Por eso, Rosalinde, por eso quiero besarte por tercera vez.

Y le dio un beso más largo y más ardiente aún.

Y le mordió profunda, locamente. Pero ya no pudieron ver las pesadas gotas sobre la nieve, pues la luna descontenta había escondido su antorcha de plata.

—Ven —murmuró ella—, ven. Tenemos que irnos. Y cambiaron su calzado y sacudieron la nieve de sus vestidos. Y abriendo la puerta, se deslizaron por entre los cortinajes hacia la sala. Los arcos voltaicos los rodearon con su luz chillona y una atmósfera cálida y cargada los envolvió.

Wolf Gontram se tambaleó al dejar caer la cortina y se llevó las manos al pecho. Ella lo notó.

—¡Wölfchen! —gritó.

Él dijo:

—No es nada, una punzadita. Ya ha pasado.

Y cogidos de la mano entraron en el salón.

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