La mandrágora (22 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

El día del cumpleaños del consejero, en que ambos fueron invitados, sobrevino por fin el choque. La señorita había pedido particularmente a cada uno de ellos que la condujera a la mesa, y cuando el criado anunció que estaba servida, los dos acudieron al mismo tiempo. Ambos tomaron por pretenciosa e indiscreta la intromisión del otro y se dijeron entre dientes algunas palabras.

Alraune hizo a Gontram señas de que se acercara.

—Si los señores no pueden ponerse de acuerdo —dijo riendo. Y tomó el brazo del joven.

En la mesa, al principio, reinó el silencio y el consejero tuvo que dirigir la conversación. Pero pronto se animaron ambos enamorados y se bebió a la salud del festejado y de su encantadora hija. Mohnen pronunció un discurso y la señorita le dirigió una mirada que hizo latir las sienes del comandante. Luego, durante los postres, apoyó ligeramente la mano sobre el brazo del conde —un segundo sólo, lo bastante para que el doctor se quedara con la boca abierta.

Cuando se levantaron se dejó conducir por los dos y bailó con ambos. Y durante el vals dijo a cada uno: «¡Qué desagradable ha estado su amigo de usted! Verdaderamente no debía usted tolerárselo.»

El conde dijo: «Cierto que no.» Pero el doctor Mohnen, golpeándose el pecho, exclamó: «Cuente usted conmigo.»

A la mañana siguiente la discordia no le pareció al húsar menos infantil que al doctor. Pero ambos tenían el inseguro sentimiento de haber prometido algo a la señorita ten Brinken.

«Le desafiaré a pistola», se decía Mohnen, sintiendo al mismo tiempo que no era necesario. Pero el comandante le mandó por la mañana temprano un par de camaradas; ya vería el tribunal de honor lo que había que hacer.

El doctor Mohnen parlamentó con los padrinos, les expuso que el conde era su más íntimo amigo y que no le deseaba mal alguno. Si el conde le daba una explicación, todo quedaba arreglado. Y en confianza, añadía, estaba dispuesto a pagar las deudas del comandante al día siguiente de la boda. Los oficiales contestaron que todo eso era muy bonito, pero que no arreglaba nada. El señor comandante se sentía ofendido y exigía una satisfacción. Sólo les había sido encomendado preguntar al doctor si aceptaba el duelo: triple cambio de balas, quince pasos de distancia...

El doctor Mohnen se asustó. «Tres..., triple cambio de balas» —tartamudeaba. El oficial se echó a reír.

—Tranquilícese usted, señor doctor. El tribunal de honor no aceptará nunca semejante exigencia por una bagatela. Se trata sólo de guardar las formas.

El doctor Mohnen se hizo cargo, se confió a la sana razón de los señores jueces de honor y aceptó el duelo. Hizo más aún: se fue a la Corporación de los sajones y mandó al comandante dos estudiantes que le confirmaran e hicieran más severas las condiciones: cinco cambios de balas a diez pasos de distancia. Esto haría buen efecto e impresionaría seguramente a la señorita.

El tribunal mixto, compuesto de oficiales y estudiantes, fue bastante razonable para fijar un solo cambio a la distancia de veinte pasos. De esta manera ninguno de los dos se haría mucho daño y el honor quedaría a salvo. El conde sonrió al oír el fallo y se inclinó cortésmente: pero Mohnen se puso muy pálido. Él había contado con que se declararía no haber lugar al duelo, instándose a los dos a que se presentaran mutuas excusas. Cierto que no era más que una bala, pero ésa podía dar.

Por la mañana temprano salieron en coche hacia el bosque de Kotten, todos de paisano, pero con bastante solemnidad, en siete coches: tres oficiales de húsares y el médico del Regimiento; luego el doctor Mohnen y, con él, Wolf Gontram, dos estudiantes de la Saxonia y otro de la Guestphalia que debía hacer de juez de campo. También el médico doctor Peerenbohm, un veterano de la Corporación de los Palatinos, y además dos criados de la Corporación, dos asistentes y un sanitario a las órdenes del médico. También estaba presente el Excelentísimo señor ten Brinken, que había ofrecido al jefe de sus oficinas su asistencia como médico y había exhumado y hecho limpiar su viejo estuche de cirugía.

Dos horas anduvieron en aquella alegre mañana. El conde Geroldingen estaba de muy buen humor. El día antes, por la tarde, había recibido una cartita de Lendenich conteniendo un trébol de cuatro hojas y un papelito con esta única palabra: «Mascota.» Llevaba la carta en el bolsillo interior de su chaleco y le hacía reír y soñar un feliz acontecimiento. Charlaba con sus camaradas divirtiéndose en aquel duelo de niños. Era el mejor tirador de pistola de la ciudad y declaraba estar encantado con la idea de arrancarle al doctor de un pistoletazo un botón de la bocamanga. Pero no se puede tener seguridad en estas cosas, sobre todo cuando se manejan pistolas ajenas; por eso prefería disparar al aire, pues hubiera sido una infamia hacerle al doctor ni siquiera un arañazo.

El doctor Mohnen, que iba en un mismo coche con el joven Gontram y con el consejero, no pronunciaba palabra. También él había recibido una cartita que ostentaba los grandes y agudos rasgos de la escritura de la señorita ten Brinken y contenía una minúscula herradura de oro; pero ni siquiera había reparado en ella, murmurando algo así como: «¡Superstición pueril!» y arrojando la carta en seguida sobre la mesa. Tenía miedo, verdadero miedo, que se derramaba como agua sucia en la fogata de su amor. Se llamaba idiota, por haberse levantado tan temprano para ir al matadero. Constantemente luchaban en él el deseo de pedir perdón al comandante y salir así del paso con la vergüenza de tener que hacerlo ante el consejero y el joven Gontram, a los que tanto había hablado de sus hazañas. Adoptando un aspecto heroico, intentaba fumar un cigarrillo y parecer completamente indiferente a todo. Pero cuando los coches se detuvieron en la carretera junto al bosque y todos marcharon por el sendero que conducía al claro grande, estaba pálido como la cera.

Los médicos prepararon sus vendajes, el juez de campo hizo abrir las cajas de las pistolas y las cargó, pesando cuidadosamente la pólvora para que ambos tiros fueran iguales. Los padrinos sortearon los puestos de sus apadrinados.

El comandante contemplaba sonriendo aquella ceremonia que nadie tomaba en serio; pero el doctor Mohnen volvió la espalda y clavó la vista en el suelo. Luego el juez midió los veinte pasos, dando saltos enormes que hicieron torcer el gesto a los oficiales, que consideraban impropio que aquel señor convirtiera la cuestión en pura farsa sin tener en cuenta el decoro.

—¡Este claro va a ser demasiado pequeño! —le gritó el mayor von dem Osten burlonamente.

Pero el estudiante contestó con toda tranquilidad:

—Los señores pueden meterse en el bosque. Así es más seguro.

Los padrinos condujeron a los duelistas a sus puestos. El juez les instó nuevamente a que se reconciliaran, pero sin aguardar la respuesta prosiguió:

—Como por ambas partes se rechaza toda avenencia, ruego a los señores se atengan a mi señal.

Un profundo suspiro del doctor le interrumpió. A Mohnen le temblaban las rodillas, la pistola cayó de su mano; sus facciones estaban pálidas como un sudario.

—¡Un momento! —gritó el médico acercándose hasta él a grandes pasos.

El comandante, Gontram y los otros señores de la Saxonia le siguieron.

—¿Qué le pasa a usted? —preguntó el doctor Peerenbohm.

El doctor Mohnen no dio respuesta alguna y siguió mirando al frente, completamente descompuesto.

—¿Qué le pasa a usted, doctor? —repitió su padrino levantando la pistola del suelo y volviéndosela a poner en la mano.

Pero Mohnen, que tenía el aspecto de un ahogado, seguía callando.

Una sonrisa se deslizó por el ancho rostro del consejero, y acercándose al sajón le dijo al oído:

—Algo humano le acaba de pasar.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó éste, que no comprendió en seguida.

—Huela usted —murmuró el anciano.

El muchacho se echó a reír, pero ambos comprendieron lo serio de la situación, sacaron sus pañuelos y se los apretaron a las narices.

—¡
Incontinentia alvi!
—declaró el doctor Peerenbohm.

Sacó del bolsillo un frasquito, puso unas cuantas gotas de opio en un terrón de azúcar y se lo tendió al doctor:

—Tome usted, chúpelo. Reúna todas sus fuerzas. Verdaderamente un duelo así es una cosa terrible.

Pero el doctor no oyó ni sintió nada; ni siquiera percibió su lengua el amargo sabor del opio.

Vagamente vio que los demás se separaban de él; luego la voz del juez: «Uno, dos.»

E inmediatamente sonó un tiro. Él cerró los ojos, sus dientes castañetearon, todo daba vueltas en torno suyo. «Tres.» Y su propia pistola disparó. Y aquel estallido en su inmediata proximidad le aturdió de tal manera que las piernas se negaron a sostenerle. No cayó, sino que, más bien, se hundió en sí mismo y se halló tendido en el suelo, fresco de rocío, como un cerdo agonizante. Un minuto debió estar así, que a él pareció una hora; luego tuvo la conciencia de que todo había acabado.

—¡Listo! —murmuró con un suspiro de felicidad.

Se tentó el cuerpo. No; no esta herido. Sólo el pantalón presentaba algunos desperfectos... Pero ¿qué importaba?

Nadie se preocupaba de él, tuvo que levantarse por sí mismo, notando la extraordinaria rapidez con que las fuerzas vitales se recobraban. Ansiosamente aspiró el aire fresco de la mañana. ¡Oh, qué hermoso era vivir!

Al otro lado del claro vio cómo todos sus acompañantes se aglomeraban en un compacto grupo. Limpió sus lentes y observó. Todos le volvían la espalda. Lentamente se encaminó hacia el grupo y reconoció a Wolf Gontram, que estaba al final; luego vio unas rodillas y alguien que estaba tendido allí en medio.

¿Era el comandante? ¿Le habría dado? ¿Sería posible que le hubiese matado? Aproximándose, pudo ver con toda claridad; notó que los ojos del conde se posaban sobre él y que su mano le hacía débiles señas de acercarse.

Todos le hicieron sitio y se encontró dentro del grupo. El conde le tendió la diestra y Mohnen se arrodilló para tomarla.

—Perdóneme usted —murmuró—. Realmente no he querido...

El comandante sonreía.

—Ya lo sé, amigo. Fue sólo una casualidad, una maldita casualidad.

Un súbito dolor le sobrecogió, haciéndole sollozar lastimeramente.

—Sólo quería decirle que no le guardo rencor prosiguió en voz baja.

Mohnen no respondió. Una violenta congoja contrajo las comisuras de su boca y sus ojos se llenaron de abundantes lágrimas. Los médicos le apartaron a un lado y siguieron ocupándose del herido.

—No hay nada que hacer —murmuró el médico militar.

—Deberíamos intentar llevarlo cuanto antes a la clínica —dijo el consejero.

—No servirá de nada —replicó el doctor Peerenbohm—. Se nos irá en el camino. Sólo le proporcionaremos tormentos inútiles.

La bala había penetrado por el vientre, atravesando los intestinos y yendo a clavarse en la espina dorsal. Era como si una fuerza secreta la hubiera atraído hacia allí. Precisamente había entrado por el bolsillo del chaleco, atravesando la cartita de Alraune, el trébol de cuatro hojas y la amable palabra «Mascota».

* * *

El pequeño abogado Manasse fue el que salvó al doctor Mohnen. Cuando el consejero Gontram le mostró la carta que acababa de llegar de Lendenich, dijo que ten Brinken era el más desvergonzado canalla que había conocido y conjuró a su colega a no pasar el escrito a la Fiscalía hasta que el doctor estuviera a salvo. No se trataba del desafío —el mismo día en que ocurrió se había abierto el proceso—, sino de un desfalco en la oficina de Su Excelencia. Y el abogado mismo se fue a buscar al delincuente y le sacó de la cama.

—Levántese! —aulló—. ¡Vístase! ¡Haga el equipaje! Márchese usted a Ámsterdam en el primer tren y luego embárquese cuanto antes. ¡Es usted un asno, un camello! ¿Cómo ha podido usted hacer semejante majadería?

El doctor Mohnen se frotó los soñolientos ojos. No podía comprender nada. En las relaciones en que estaba con el consejero...

Pero Manasse no le dejó acabar.

—¿Relaciones? —aulló—. Sí, magníficas, brillantes, insuperables... Precisamente es él, majadero, el que ha encargado a Gontram que le denuncie por haber robado la caja.

Mohnen se decidió entonces a saltar de la cama.

Stanislaus Schacht fue el que auxilió a su antiguo amigo. Estudió itinerarios, le dio el dinero preciso, y encargó el auto que le debía conducir a Colonia.

Fue una melancólica despedida. Más de treinta años hacía que vivía Mohnen en aquella ciudad, en la que cada casa, y cada piedra casi, tenía un recuerdo para él. Aquí había echado raíces su vida, aquí tenía una justificación. Y ahora, fuera, al extranjero, con el rabo entre las piernas...

—Escríbeme —le dijo Schacht—. ¿Qué piensas hacer?

Mohnen vaciló. Todo le parecía destruido, derrumbado; su vida yacía ante él como un montón de basuras. Sus hombros se encogieron, sus ojos bondadosos tenían un perturbado mirar.

—No sé —dijo.

La costumbre se impuso. Sonrió entre lágrimas:

—Buscaré un buen partido. Hay muchas chicas millonarias..., allá en América...

CAPÍTULO X
Que explica cómo Alraune fue la ruina de Wolf Gontram.

El doctor Mohnen no fue el único que por aquel tiempo cayó bajo las ruedas de la magnífica carroza de Su Excelencia. El consejero se apoderó completamente del Banco Popular Hipotecario, ya desde mucho tiempo atrás bajo su influencia, y al mismo tiempo del Control de las Uniones de Prestamistas, extensamente difundidas por el país, y que, bajo la bandera clerical, llevaban hasta la última aldea sus pequeñas cajas de ahorro, lo que no dejó de costarle trabajo, pues muchos antiguos empleados se opusieron al nuevo régimen, que les quitaba toda independencia. El abogado Manasse, que en unión del consejero Gontram condujo las transacciones como asesor jurídico, intentó suavizar muchas asperezas, sin poder impedir que Su Excelencia procediera sin contemplaciones, arrancando buenamente todo lo que le parecía superfluo, y obligando, por medios bastante dudosos, a cajas de ahorros y sociedades de crédito que aún quedaban independientes a unirse a él. Su poder se extendía hasta más allá de la región industrial y todo lo que con el suelo tenía relación, carbones y metales, fuentes minerales, saltos de agua, solares y edificios, agrupaciones agrarias, construcción de carreteras, pantanos y canales, dependía de él más o menos directamente. Desde que Alraune estaba de vuelta en casa, metió mano en todo con menos escrúpulo que nunca, seguro de antemano de su éxito. Ya no guardaba ninguna consideración, ni se detenía ante obstáculo alguno, ni le refrenaban cavilaciones. Largas páginas de su infolio hablan de todos aquellos negocios. Evidentemente le complacía establecer con minuciosidad todo lo que hablaba en contra de una empresa, cuán extraordinariamente pequeña era la posibilidad de un éxito, para apoderarse con tanta más seguridad de ella, atribuyendo el triunfo finalmente al extraño ser que en su casa moraba. Muchas veces se dejaba aconsejar por ella sin confiarle detalle alguno, preguntando tan sólo: «¿Se debe hacer esto?», haciéndolo si ella asentía, abandonándolo si denegaba. Hacía tiempo que parecía que las leyes habían dejado de existir para el anciano. Si antes pasaba largas horas discutiendo con sus abogados para encontrar un atajo, una puerta falsa, con motivo de cualquier asunto especialmente enmarañado, y había estudiado todas las lagunas posibles de la Legislación, para sostener jurídicamente con mil artimañas muy malas acciones, ya hacía tiempo que no le interesaban esas fruslerías. Confiado en su poder y en su mente, rompía, con bastante frecuencia, el Derecho. Sabía bien que nunca surgiría un juez donde no hubiera querellante. Cierto que sus pleitos se amontonaban, multiplicándose las denuncias ante los Tribunales: unas veces, anónimas; otras, firmadas. Pero sus relaciones se habían extendido mucho. Tanto la Iglesia como el Estado le protegían: podía decirse que se tuteaba con ambos. Su voto era decisivo en la asamblea provincial, y la política del palacio arzobispal de Colonia, que él casi sostenía materialmente, le ofrecía un seguro aún mejor. Hasta Berlín se extendían sus redes, y la alta condecoración que una mano augusta había colgado de su cuello con motivo de la inauguración del monumento imperial, era una buena prueba de ello. Era cierto que había contribuido con una alta suma a la suscripción para ese monumento; pero la ciudad, en cambio, había tenido que comprarle bien caro el terreno sobre el cual se alzaba el monumento. Sus títulos, su venerable ancianidad, sus reconocidos servicios a la ciencia... ¿Qué abogadillo se hubiese atrevido a proceder contra él?

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