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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (21 page)

Acudió entonces a un abogado, y luego a otro y a otro. Pero eran gentes honradas y le dijeron que no entablarían el proceso aun cuando les anticipara el dinero. ¡Oh, cierto, todo era posible! ¿Por qué no? Pero ¿tenía pruebas? Ninguna, absolutamente ninguna. Entonces... Debería irse tranquilamente a su casa: nada podía hacerse. Y aun cuando todo fuera como ella decía y se pudiera probar, su marido seguía siendo el culpable, puesto que era un buen
chauffeur,
práctico en el oficio, y la señorita casi una chiquilla.

Volvió, pues, a su casa. Enterró a su marido en el pequeño cementerio de detrás de la iglesia, recogió su ajuar, lo subió ella misma al carro, tomó el dinero que el consejero le ofrecía y se marchó con sus niños.

Pocos días después ocupó su casa un nuevo
chauffeur.
Era pequeño y grueso, y bebía mucho. A la señorita ten Brinken no le gustó y apenas salía con él. Nunca tuvieron que denunciarle y la gente decía que era un hombre cabal, mucho mejor que el salvaje Raspe.

* * *

—¡Mariposita! —decía Alraune cuando Wolf Gontram entraba por las tardes en su gabinete. Y los hermosos ojos del joven brillaban, y decía:

—Tú eres la luz.

Y ella:

—Te quemarás tus lindas alitas. Y luego te arrastrarás por el suelo como un feo gusano... Ten cuidado... Wolf Gontram.

Él la miraba y sacudía la cabeza.

—¡Oh, no! Es mejor así.

Y todas aquellas largas tardes revoloteaba en torno a la llama.

Otros dos revoloteaban también, quemándose: uno era Mohnen; el otro, Geroldingen.

Hacerle la corte a Alraune era una cuestión de honor para el doctor Mohnen. «Un buen partido por fin —pensaba—. ¡Ésta es la que me conviene!»

Siempre había estado un poco enamorado de todas las mujeres. Pero ahora tenía sorbido su poco seso, y sentía de una vez, lo que de ordinario no sentía sino ante docenas de mujeres y en el curso de largos años. Y según su costumbre, supuso en su amada sus mismos sentimientos, y se creyó deseado por Alraune, ardiente, febril, infinitamente.

De día le hablaba a Wolf Gontram de su nueva y gran conquista. Le agradaba que el joven marchara cada noche a Lendenich, le consideraba como un emisario y con él enviaba muchos saludos, besamanos y pequeños regalos.

No sólo una rosa..., esto se quedaba para el galán. Él era el amante y tenía que enviar algo más: flores y chocolates, caramelos, bombones, abanicos, cien pequeñeces y naderías. El poco gusto que tenía y que con tanto éxito procuraba imbuir en su protegido, se derritió en la crepitante llama de aquel enamoramiento.

Muchas veces salía con el comandante. Hacía años que eran amigos, y, como ahora Wolf Gontram, el conde Geroldingen solía antes aprovecharse de los tesoros de la ciencia que Mohnen había acumulado y que le repartía a manos llenas contento de poder hacer uso de ellos. Muchas veces salían juntos en busca de aventuras y siempre era el doctor el que anudaba las relaciones, presentando luego al conde, tras el cual se escudaba, y muy frecuentemente era sólo éste el que cogía los frutos maduros del árbol que Mohnen había descubierto. La primera vez había tenido remordimientos de conciencia; se había creído un miserable, atormentándose unos cuantos días y acabando por confesar a su amigo lo que había hecho. Se disculpaba solemnemente. La muchacha se le insinuó de tal manera que no había tenido más remedio que atacar. Y añadía que era mejor que así hubiera pasado, pues, en su opinión, no era ella digna del amor de su amigo. El doctor Mohnen no se daba por enterado, aseguraba que la cosa le era del todo indiferente, poniendo por ejemplo a los indios mayas del Yucatán, que tenían como norma: «Mi mujer es también la mujer de mi amigo.» Pero Geroldingen notó que el otro se molestaba; y en adelante nada le dijo cuando le prefería alguna conocida del doctor. De esta manera muchas mujeres de Mohnen lo fueron también del oficial, exactamente como en Yucatán, con la diferencia de que la mayor parte no habían pertenecido nunca al primero. Éste era el ojeador que levantaba y reunía la caza, pero el cazador era Hans Geroldingen. Sin embargo, el húsar era discreto, tenía buen corazón y no quería herir los sentimientos de su amigo; de este modo el ojeador no notó nunca cuándo el cazador disparaba, y se tuvo a sí mismo por el más glorioso Nemrod del Rin.

A menudo decía el doctor Mohnen:

—Venga usted, conde. He hecho una nueva conquista: una inglesa preciosa, descubierta ayer en el paseo. Hoy estamos citados a la orilla del Rin.

—Pero ¿y la Elly? —replicaba el comandante.

—Eliminada —declaraba Mohnen con un gran gesto.

Era maravilloso con qué facilidad podía él eliminar sus pasiones: tan pronto descubría una nueva, terminaba con la antigua, no volviendo a ocuparse más de ella. Y las muchachas no le ofrecían dificultad alguna, en lo cual era mucho más afortunado que el húsar, que sólo con dificultad podía separarse de las mujeres y ellas aún más difícilmente de él. Y eran necesarias toda la energía y todo el arte persuasivo del doctor para arrastrarle hacia una nueva belleza.

Esta vez dijo:

—Tiene usted que verla, comandante. ¡Dios mío, cuánto me alegra de haber salido sano y salvo de todas las aventuras y de no haberme comprometido nunca! Ésta es la verdadera, por fin. Enormemente rica, verdaderamente rica. El viejo consejero tiene más de treinta millones, quizá cuarenta. ¿Eh? Qué dice usted, conde? Y la hijita es una monada, fresca como un ramo de flores. Por lo demás, aquí y en confianza, el pajarito ha caído ya en la red. Nunca me he sentido tan seguro como ahora.

—Sí, pero... ¿Y la señorita Clara? —objetó el comandante.

—Eliminada —declaró el doctor—. Hoy mismo le he escrito una carta en la que le digo que lo siento mucho, pero que a causa de una aglomeración de trabajo no tengo tiempo para ella.

Geroldingen suspiró. La señorita Clara era profesora en un pensionado inglés. El doctor Mohnen la había conocido en un baile cursi y la había presentado a su amigo. Y la señorita Clara amaba al comandante, que abrigaba la esperanza de que cuando él se casara su amigo le sustituiría. Alguna vez había de pensar en casarse, pues sus deudas aumentaban y era preciso sentar de una vez la cabeza.

—Escríbale usted lo mismo —le aconsejó Mohnen—. ¡Dios mío, si yo lo hago, mejor podrá usted hacerlo, como simple amigo! Usted tiene demasiados escrúpulos, hombre, demasiados escrúpulos.

Quería llevarse al comandante a Lendenich, donde debía prestarle relieve frente a la señorita ten Brinken. Y golpeándole ligeramente en la espalda:

—Es usted tan sentimental como un cadete, conde. Yo abandono a una y es usted el que se hace los reproches. Siempre la misma canción. Piense usted lo que hay en juego: la heredera más encantadora de todo el Rin. No caben vacilaciones.

El comandante marchó con su amigo. Y no se enamoró menos de la joven, enteramente distinta, que de todas las que, hasta entonces, le habían ofrecido los besos de sus labios rojos.

Al volver aquella noche a su casa, experimentó la misma sensación de antes, hacía veinte años, cuando por primera vez se apoderó de la adorada de su amigo. Su conciencia no era la de antes, después de haberle engañado tantas veces y con tanto éxito; sin embargo, se avergonzaba. Pues aquélla, aquélla otra, era diferente. Sus emociones ante aquella mujer, casi una niña, eran muy distintas, y —bien lo sabía él— también las de su amigo.

Algo le tranquilizaba. La señorita ten Brinken no aceptaría seguramente al doctor Mohnen, como no lo habían hecho las otras, y aún con más motivo. Que le quisiera a él no le parecía tampoco claro; toda seguridad le abandonó totalmente en presencia de aquella muñequita.

En cuanto al joven Gontram, era evidente que la muchacha, que le llamaba su lindo paje, gustaba de tenerlo junto a sí, pero del mismo modo era evidente que él no era para Alraune sino un juguete sin voluntad. No, ninguno de los dos era un rival, ni el infatuado doctor ni el hermoso joven. Y por primera vez en su vida, el comandante pesó sus probabilidades. Era de buena nobleza y los Húsares del Rey pasaban por ser el mejor regimiento del oeste. Él era esbelto y bien formado, parecía bastante joven —aún cuando estaba a punto de ascender a mayor—...; era bastante buen
dilettante
en varias artes, y si había de ser sincero, tenía que reconocer que no hubiera sido fácil encontrar un oficial prusiano de mayores intereses y más cultura que él. La verdad sea dicha, no era sorprendente que mujeres y muchachas se echaran en sus brazos. ¿Por qué no había de hacerlo Alraune? Tendría que buscar largo tiempo antes de encontrar algo mejor, tanto más cuanto que la hija adoptiva de Su Excelencia poseía en enorme medida lo único que él no podía ofrecerle: dinero. Y Geroldingen pensaba que ambos harían una buena pareja.

Todas las tardes iba Gontram a la casa del San Nepomuceno, pero tres veces a la semana por lo menos, llevaba en su compañía al comandante y al doctor. El consejero se retiraba después de la comida; tal vez volvía luego a pasar con ellos una media hora, escuchaba, observaba un poco y volvía a marcharse. A esto le llamaba él reunir muestras. Y los tres enamorados se sentaban en torno a la pequeña y le hacían el amor cada cual a su manera.

Durante una temporada, Alraune gustó de este juego que acabó por aburrirle, pareciéndole demasiado monótono y que era preciso darle más color a los vespertinos cuadros de género de Lendenich.

—Deberían hacer algo —dijo al joven Gontram.

—¿Quién debería hacer algo? —preguntó éste.

Ella se quedó mirándole.

—¿Quién? Los dos: el doctor Mohnen y el conde.

—Diles lo que tienen que hacer y lo harán seguramente.

Alraune le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Lo sé yo? —dijo lentamente—. Ellos son los que deben saberlo —apoyó la cabeza en las manos y se quedó mirando al frente. Al cabo de un rato dijo: —¿No sería bonito que se batieran, que se mataran a tiros el uno al otro?

—¿Por qué habían de batirse, si son los mejores amigos?

—Eres un chico muy tonto, Wölfchen. ¿Qué tiene que ver que sean buenos amigos o no? Se les podría enemistar.

—Pero ¿para qué? —insistía—. No veo el motivo.

Ella se echó a reír y cogiéndole la rizada cabeza le dio un rápido beso en la nariz.

—No, Wölfchen, motivo no hay ninguno... ¿Para qué?... Pero sería algo nuevo. ¿Quieres ayudarme?

Como él tardara en contestar, ella preguntó de nuevo:

—¿Quieres ayudarme?

Y él asintió.

Aquella velada Alraune y Wolf planearon el medio de instigar al uno contra el otro de manera que tuvieran que batirse. Alraune meditó, pensó planes y discutió un proyecto tras otro. Gontram asentía, siempre un poco sobrecogido. Alraune le tranquilizaba.

—Es poco lo que tienen que hacer... En los duelos corre siempre poca sangre. Y luego se reconcilian y la amistad se consolida.

Tranquilizado, él le ayudó a maquinar el plan, contándole una serie de debilidades de ambos, cuál era la cuerda sensible de uno y cuál la del otro, y así formó ella su pequeño plan. No se trataba de una sutil intriga: todo era bastante sencillo e infantil; sólo dos personas ciegamente enamoradas podían tropezar con aquellos burdos obstáculos. El profesor notó algo e interrogó a Alraune, y como ésta callara, interrogó al joven Gontram y se enteró de lo que quiso, rio y añadió incluso a la trama algunos ingeniosos detalles.

Pero aquella amistad era más sólida de lo que Alraune imaginaba. Más de cuatro semanas tardó en conseguir que Mohnen, tan seguro siempre de su condición de irresistible, llegara al convencimiento de que quizá esta vez tuviera que dejar libre el campo al comandante; y que éste, por el contrario, pensara más y más que no era completamente imposible que esta vez, para variar, fuera el doctor el que obtuviera el triunfo sobre él. «¡Tenemos que hablar de una vez!» —pensaba, y lo mismo creía Mohnen; pero la señorita ten Brinken supo evitar la explicación que ambos deseaban. Una tarde invitaba al doctor y no al comandante; otra vez salía a caballo con el comandante y dejaba esperar al doctor en el paseo. Cada uno se tenía por el favorecido, pero ambos tenían que reconocer que el proceder de la muchacha con respecto al rival no era de completa indiferencia.

Por fin, fue el mismo consejero el que activó la chispa incendiaria. Llamó aparte al jefe de su oficina, le pronunció un largo discurso, diciendo que estaba satisfecho de sus trabajos y que no vería con malos ojos que alguien, tan bien iniciado en los negocios, pudiera sucederle algún día. Cierto que él nunca influiría en las decisiones de su hija; sin embargo, quería prevenirlo: una parte interesada, que no quería nombrar, le combatía sin reparar en medios, difundiendo rumores sobre su vida disipada que habían llegado a oídos de la señorita. Casi el mismo discurso pronunció el consejero ante el comandante, sólo que en él observó que no vería con malos ojos que la suya entroncara con una familia tan distinguida como la de los Geroldingen.

En los días siguientes, ambos rivales evitaron cuidadosamente el encontrarse y redoblaron sus atenciones con Alraune; el doctor especialmente no dejó de cumplir ninguno de sus deseos. Cuando la oyó hablar de su entusiasmo por un collar de siete hilos de perlas encantadoras que había visto en casa de un joyero de la Schildergasse de Colonia, marchó allá en seguida y lo compró. Y al notar a la señorita embelesada un momento con su regalo, creyó haber encontrado seguramente el camino de su corazón y comenzó a cubrirla de piedras preciosas. Verdad es que para tal fin tuvo que utilizar la caja de la oficina con frecuencia, pero estaba tan seguro de su éxito que lo hizo con el corazón ligero, considerándolo más bien un préstamo casi legítimo que restituiría tan pronto como recibiera los millones de la dote de Alraune. Su Excelencia —bien seguro estaba— no haría sino reírse de aquella picardía.

Y su Excelencia rió, en efecto, pero de muy otra manera de como el buen doctor pensaba. El mismo día en que Alraune recibió el collar de perlas, fue a la ciudad y comprobó el medio del que el doctor se había valido para hacer el regalo. Pero no dijo una palabra.

El conde Geroldingen no podía regalar perlas. No había caja que él pudiera saquear ni joyero que le concediera crédito. Pero dirigía a Alraune sonetos, bastante bonitos en verdad; le pintaba en su traje de hombre y le tocaba al violín, en lugar de Beethoven, que era lo que le gustaba, Offenbach, a quien ella oía con gusto.

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