La mandrágora (23 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Algunas veces el mismo consejero había instado a que se le instruyera sumario; y las denuncias, realmente exageradas, estallaron como pompas de jabón. Así nutrió el escepticismo de los Tribunales contra los denunciantes, hasta el punto que, una vez que un joven asesor, en un asunto tan claro como la luz del día, quiso proceder contra Su Excelencia, el primer fiscal, sin echar siquiera una ojeada sobre las actas, exclamó: «¡Tonterías de litigantes! Ya conocemos esto, y no nos vamos a poner en ridículo.»

El querellante era el director provisional del Museo de Wiesbaden, que había comprado al consejero todo cuanto le había presentado de sus excavaciones, y ahora, sintiéndose engañado, le acusaba públicamente de falsificador. El Tribunal no aceptó la querella, pero se la comunicó al consejero, que se defendió bien, publicando en su órgano, el suplemento dominical de la
Gaceta de Colonia,
un hermoso artículo titulado «Higiene de los museos», y, sin rebatir ninguno de los cargos que se le habían hecho, atacaba con tanta saña al director, le destruía de tal modo, presentándole, como ignorante y cretino, que el pobre director quedó por los suelos. Y todavía apretó más la llave, puso sus engranajes en movimiento, y a las pocas semanas era otra persona la que dirigía el Museo. El primer fiscal asintió complacido al leer la noticia en los periódicos, que tendió el asesor, diciéndole:

—Lea usted, colega. Dé usted gracias a Dios, por haberme preguntado a tiempo, librándose de hacer una tontería suicida.

El asesor dio las gracias, pero no quedó satisfecho.

* * *

Trineos y automóviles corrían hacia la «Lese», donde se celebraba el gran baile de carnaval de la buena sociedad el día de la Candelaria. Sus Altezas estaban allí y, en torno a ellas, todo lo que en la ciudad tenía uniforme, o bandas, o gorros multicolores, más los señores de la Universidad, de los Tribunales, del Gobierno y del Ayuntamiento, y, por último, la gente rica, los consejeros de comercio y los grandes industriales. Todos iban disfrazados. Sólo a las madrinas de baile se les permitía
la falsa española.
Incluso los señores ancianos tuvieron que dejarse el frac en casa y aparecieron de dominó negro.

El consejero Gontram presidía la gran mesa de Su Excelencia; él conocía la vieja bodega y sabía procurarse las mejores marcas. Allí estaba la princesa Wolkonski con su hija Olga, condesa de Figueira y Abrantes, y con Frieda Gontram, que había venido aquel invierno de visita; y además, el abogado Manasse, unos cuantos profesores y alumnos privados de la Universidad, otros tantos oficiales, y el consejero mismo, que por primera vez llevaba a su hija a un baile.

Alraune vino vestida de señorita de Maupin, con el traje de muchacho del cuadro de Beardsley. Había abierto los armarios de la casa de ten Brinken, revuelto viejas cajas y baúles, hasta encontrar un montón de hermosos encajes de Mecheln, que habían sido de la bisabuela. Seguro que en todos estos magníficos vestidos de encaje así como en los de las hermosas damas había lágrimas vertidas por las pobres costureras en sus húmedas buhardillas. El descocado traje de Alraune estaba húmedo aún por las recientes lágrimas de la reprendida modista, que no acababa de hacerse cargo de sus caprichos; de la peinadora, a quien había pegado por no saber peinarle y colocarle como era debido los chi-chis, y de la pequeña doncella, que al vestirla la había pinchado sin querer con un largo alfiler. ¡Oh, era un tormento, aquella muchacha de Gautier, en la extraña interpretación del artista inglés! Pero cuando estuvo lista, cuando el caprichoso joven con sus altas botas y su linda espada cruzó el salón, no había ojos que no le siguieran ávidamente: los de los jóvenes, los de los viejos, los de los caballeros y los de las damas.

El caballero de Maupin compartía con Rosalinde su éxito. Rosalinde —la de la última escena— era Wolf Gontram, y nunca había visto la escena otra tan hermosa, ni en el tiempo de Shakespeare, cuando gallardos mancebos hacían los papeles de mujer, ni más tarde, cuando Margaret Hews, la amante del príncipe Rupert, encarnó por primera vez la bella figura de «
Como
gustéis».
Alraune había vestido al joven. Con infinito trabajo le había enseñado cómo debía andar y bailar, mover el abanico y sonreír. Y así como ella parecía un efebo y una doncella, en la vestidura de Beardsley, cuya frente hubieran besado al mismo tiempo Hermes y Afrodita, Wolf Gontram no encarnaba peor la figura de su gran compatriota, el que escribió los sonetos. Y en su vestido de cola, de brocado rojo tornasolado de oro, parecía una hermosa doncella, al mismo tiempo que un efebo.

Quizá lo entendiera así el viejo consejero. Quizá, el pequeño Manasse; quizá también, un poco, Frieda Gontram, cuyas rápidas miradas revoloteaban de uno a otro; pero nadie más en aquella inmensa sala de la «Lese», de cuyo techo colgaban pesadas guirnaldas de rosas rojas, entendió nada.

Pero todos notaron que era algo extraordinario, de un valor particular.

Su Alteza Real hizo llamarlos por su ayudante, y bailó con ellos el primer vals, primero como caballero, con Rosalinde, y luego como dama, con el caballero de Maupin. Y batió palmas cuando, en el minueto, aquella creación de Thèophile Gautier se inclinó coquetamente ante el lindo sueño de Shakespeare. Su Alteza Real misma era una sobresaliente bailarina, la primera en los campos de tenis y la mejor patinadora de la ciudad. Por su gusto, en toda la noche no hubiera hecho otra cosa que bailar con ambos. Pero la multitud reclamaba también sus derechos, y la señorita de Maupin y Rosalinde cambiaron frecuentemente de pareja, siendo tan pronto estrechados por los musculosos brazos de los jóvenes, como oprimidos contra el ardiente seno de las bellas mujeres.

El consejero Gontram miraba indiferente. El bol de ponche de Trier, que estaba preparando, tenía visiblemente más interés para él que los éxitos de su hijo. Intentó contarle a la princesa Wolkonski la larga historia de un monedero falso; pero Su Alteza no le prestaba atención. Compartía el regocijo y el satisfecho orgullo de Su Excelencia, y se tenía por partícipe en la obra de haber traído al mundo aquel ser: su ahijada Alraune. Sólo el pequeño Manasse estaba contrariado, maldiciendo y refunfuñando para sí.

—No debías bailar tanto, muchacho —le dijo a Wolf con un bufido—. Debías preocuparte más de tus pulmones.

Pero el joven Gontram no le hacía caso.

La condesa Olga se levantó de un salto y corrió hacia Alraune:

—¡Mi lindo caballero! —murmuró.

Y el efebo de los encajes:

—¡Ven, ven, pequeña Tosca!

Y la hizo girar vertiginosamente por la sala, sin dejarla apenas tomar aliento; volvió a llevarla a la mesa y la besó en la boca.

Frieda Gontram bailaba con su hermano y le contemplaba con sus inteligentes ojos grises.

—¡Lástima que seas mi hermano!

Él no la comprendía:

—¿Por qué? —preguntó.

Y ella, riéndose:

—¡Oh, qué tonto! Por otra parte, en el fondo, tienes razón con tu pregunta, porque realmente eso no es impedimento ninguno: ¿no es verdad? Sucede que los harapos morales de nuestra necia educación cuelgan todavía como balas de plomo de nuestros faldones, para mantenerlos bien tirantes, como es debido. No es nada más que esto, mi lindo hermanito.

Pero Wolf Gontram no comprendió ni una sola sílaba; y ella le dejó riendo y tomó el brazo de la señorita ten Brinken.

—Mi hermano —le dijo— es una muchacha más bonita que tú; pero tú eres un chico más dulce.

—Y a ti, rubia abadesa —rio Alraune—, te gustan los chicos más guapos.

Ella contestó:

—¿Qué puede pedir Eloísa? Ya sabes lo mal que le fue a mi pobre Abelardo, que era esbelto y delicado como tú. Así aprende una a conformarse. Pero a ti, que pareces un extraño sacerdote de una nueva doctrina, nadie te hará mal.

—Mis encajes son antiguos y venerables —contestó el caballero de Maupin.

—Y así cubren mejor el dulce pecado —dijo riendo la rubia abadesa.

Y tomando un vaso:

—¡Bebe, dulce joven!

La condesa vino ardorosa y con los ojos implorantes:

—¡Déjamelo —instaba a su amiga—, déjamelo!

Pero Frieda Gontram sacudió la cabeza:

—No —dijo duramente—, a éste no. Nos lo disputaremos, si quieres.

—Me ha besado —quiso hacer valer Tosca.

Y Eloísa, burlona:

—¿Crees que a ti sola, en toda la noche?

Y volviéndose a Alraune:

—¡Decide, París mío! ¿A quién quieres tú, a la dama del mundo o a la del claustro?

—¿Hoy? —preguntó la señorita de Maupin.

—Hoy, y tanto tiempo como tú quieras —exclamó la condesa Olga.

El doncel de los encajes se echó a reír.

—Yo quiero a la abadesa y también a la Tosca —y corrió hacia el rubio teutón que se pavoneaba en su rojo traje de verdugo, con una enorme hacha de cartón al hombro.

—¡Cuñado! —le dijo—. Tengo dos mamás. ¿Quieres degollarlas a las dos?

El estudiante se irguió remangándose las mangas.

—¿Dónde están? —rugía.

Pero Alraune no tuvo tiempo de contestar. El coronel del 28º regimiento la sacó a bailar el
two-step.

El caballero de Maupin se acercó a la mesa de los profesores.

—¿Dónde están tu Albert y tu Isabella? —preguntó el profesor de literatura.

—Mi Albert, señor examinador, anda por la sala en dos docenas de ejemplares. Y a Isabella —y giró los ojos en torno—..., a Isabella os la voy a mostrar en seguida.

Y se acercó a la hijita del profesor, una chiquilla tímida de quince años que la miraba admirativamente con sus grandes ojos azules.

—¿Quieres ser mi paje, jardinerita? —preguntó.

—Con mucho gusto, si tú quieres.

—Serás un paje cuando yo sea una dama —la instruyó el caballero de Maupin—. Y cuando vaya de hombre, serás mi doncella.

Y la pequeña asintió.

—¿Aprobada, señor profesor? —dijo Alraune riéndose.


Summa cum laude
—confirmó el profesor—. Pero prefiero que me dejes en paz a mi pequeña Trude.

—Y ahora pregunto yo —exclamó la señorita ten Brinken, dirigiéndose al pequeño y gordinflón botánico—. ¿Qué flores florecen en mi jardín, señor profesor?

Y éste, que conocía bien la flora de Ceilán, respondió:

—Rojos hibiscos, lotos dorados, y blancos y brillantes chalimagos.

—¡Falso! —exclamó Alraune—. Completamente falso. ¿Lo sabes tú, tirador de Haarlem? ¿Qué flores crecen en mi jardín?

El profesor de Historia del Arte la miró fijamente, mientras en sus labios temblaba una ligera sonrisa.


Les fleurs du mal
—dijo—. ¿Acierto?

—¡Sí! —exclamó la señorita de Maupin—. Pero no florecen para vosotros, sabios míos: tendréis que aguardar un rato hasta que yazgan disecadas en los libros o debajo del barniz de un cuadro.

Y sacando su linda espadita, saludó, juntando los altos tacones e inclinándose. Estaba bailando unos compases con el barón de Manteuffel, cuando oyó la clara voz de Su Alteza Real y se aproximó rápidamente a su mesa.

—¡Condesa Almaviva! ¿Qué queréis de vuestro fiel querubín?

—Estoy muy descontenta de él —dijo la princesa—. Se ha merecido un par de azotes. ¡Vagar por la sala de un Fígaro a otro!

—¡Sin olvidar las Susanas! —dijo riendo el príncipe consorte.

Alraune ten Brinken hizo un pucherito.

—¿Qué puede hacer un pobre muchacho que nada sabe de la maldad del mundo?

Y riendo arrancó al ayudante, que estaba ante ella, disfrazado de Franz Hals, el laúd. Preludió, apartándose un par de pasos, y comenzó a cantar.

Vosotros, que del corazón sus penas conocéis,

decidme, ¿es esto el Amor? ¿Lo sabéis?

—¿A quién quieres pedir consejo, mi querubín? —preguntó la princesa.

Y Alraune contestó: —¿Es que no lo sabe mi condesa Almaviva? Su Alteza Real, dijo, riéndose entonces:

—Eres muy descarado, paje mío.

—Como cumple a un paje —respondió el querubín.

Y retirando los encajes de la manga de la princesa, le dio un largo beso en la muñeca.

—¿Quieres que te traiga a Rosalinde? —murmuró. Y leyó la respuesta en sus ojos.

Rosalinde pasó junto a ellos bailando. Aquella noche no la dejaban descansar un momento. El caballero de Maupin se la quitó a su pareja y la condujo por la escalinata ante la mesa de Sus Altezas.

—¡Dadle de beber! —exclamó—. Mi amada se desmaya.

Y tomó la copa que la princesa le tendía y la llevó a los rojos labios del joven. Luego, volviéndose al príncipe consorte:

—¿Quieres bailar conmigo, feroz conde del Rin?

El rio ásperamente, mostrándole las formidables botas de montar con sus enormes espuelas:

—¿Crees que se puede bailar con esto?

—Haz la prueba —insistió ella, tomándolo del brazo y arrancándolo de su asiento—. Ya saldrá; pero no me pises ni me estrujes, rudo cazador.

El príncipe lanzó una dubitativa mirada a la delicada muchacha de los encajes perfumados, y calzando rápidamente sus grandes guantes de gamuza, exclamó:

—Probemos entonces, pajecillo.

Alraune le tiró un beso a la princesa y atravesó la sala valsando con el recio príncipe. Las gentes les abrían paso y todo fue bastante bien. Él la levantaba en alto, la sacudía en el aire, hasta hacerla gritar. De pronto las largas espuelas se enredaron y ambos cayeron pesadamente al suelo. Al momento volvió a levantarse ella y le tendió al príncipe la mano.

—¡Arriba, señor conde! —gritó—. Yo no puedo levantarte a tirones.

Él irguió el tronco, pero al querer apoyar el pie derecho, un rápido ¡ay! se escapó de su boca. Apoyándose en su mano izquierda, trató otra vez de incorporarse, pero no pudo. Un violento dolor en el pie se lo impedía.

Grande y fuerte, yacía en medio de la sala sin poder levantarse. Algunos se acercaron intentando sacarle las enormes botas que le cubrían toda la pierna. Pero tan aprisa se había hinchado el pie, que no fue posible, y hubo que rasgar con un cuchillo el recio cuero. El profesor doctor Helban, el ortopédico que le reconoció, pudo diagnosticar una fractura.

—Se acabó el baile por hoy —refunfuñó el príncipe.

Alraune estaba ante el círculo de personas que le rodeaba, el rojo verdugo se colocó a su lado. De pronto se acordó de una cancioncilla que había oído cantar a los estudiantes por las noches.

—Dime —preguntó— ¿cómo es aquella canción de los campos, los bosques y sus fuerzas?

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