Authors: Hanns Heinz Ewers
Blanche de Banville había vuelto de las vacaciones pasadas en Picardía con sus parientes. Con tal ocasión, aquella ardiente niña de catorce años se había enamorado hasta las orejas de un primo suyo de mucha más edad. Ella le escribía desde Spa. Y él le contestaba:
B. de B. Poste restante
. Luego debió tener cosa mejor que hacer, porque las cartas cesaron. Alraune y la pequeña Louison descubrieron el secreto. Blanche se sentía, naturalmente, muy desgraciada y lloraba toda la noche. Louison se sentaba junto a ella y trataba de consolarla; pero Alraune declaró que no se debía hacer tal cosa. El primo le había sido infiel, le había traicionado y Blanche debía morir de amor. Éste era el único medio de representar al ingrato las consecuencias de su hazaña para que errara toda su vida de un lado a otro como perseguido por las furias. Y presentó una serie de casos en los que así había sucedido. Blanche estaba conforme con lo de morir, pero no lo conseguía. A pesar de su gran dolor, la comida le sabía siempre a gloria. Alraune declaró que Blanche tenía entonces el deber de matarse si no le era posible morir de dolor. Le recomendó un puñal o una pistola, pero desgraciadamente no había a mano ni lo uno ni lo otro. No se la pudo inducir a saltar por una ventana, ni a clavarse una aguja de sombrero en el corazón, ni a ahorcarse. Sólo quería tragarse algo, y nada más. Alraune supo pronto dar consejo. En el botiquín de la señorita de Vynteelen había una botella de lysol que Louison debía robar. No quedaba en ella más que unos residuos, pero Louison le añadiría las cabezas de dos cajas de fósforos. Blanche escribió algunas cartas de despedida, a sus padres, a la directora y al ingrato amado. Se bebió luego el lysol y se tomó los fósforos: ambas cosas le supieron horriblemente. Para mayor seguridad dispuso Alraune que se tragara tres paquetitos de agujas de coser. Alraune no estaba presente en el momento del suicidio: con el pretexto de vigilar había salido al cuarto inmediato después de haberle jurado a Blanche sobre el crucifijo cumplir exactamente todas sus prescripciones. Era por la noche y la pequeña Louison estaba sentada junto al lecho de su amiga y le entregaba, entre lamentables lágrimas, primero el lysol, luego los fósforos y por último las agujas. Cuando aquel triple veneno se apoderó de la pobre Blanche, que se retorcía y gritaba de dolor, Louison le acompañó en sus gritos hasta hacer retemblar la casa. Salió corriendo del cuarto y trajo a la directora y a las maestras, a las que contó que Blanche se moría. Blanche de Banville no murió; un hábil médico le administró en seguida un enérgico vomitivo que la hizo devolver el lysol, el fósforo y los paquetes de agujas. Cierto que media docena de éstas se habían quedado en el estómago, saliendo, en el curso de los años, por todos los sitios posibles, recordando a la pequeña suicida su primer amor, de un modo bastante doloroso.
Blanche guardó cama largo tiempo, con grandes dolores. Parecía estar ya bastante castigada. Todas la compadecían mucho, eran con ella tan cariñosas como podían, y cumplían hasta sus menores deseos. Pero ella no quería sino que no se castigara a las dos amiguitas que le habían ayudado: a Alraune y a la pequeña Louison. Y lo pidió, y lo rogó, y lo suplicó tanto, que la directora tuvo que prometérselo. Por eso Alraune no fue expulsada del pensionado.
Luego le tocó el turno a Hilde Aldekerk, a la que tanto le gustaban los pasteles que vendían en la confitería alemana de la Place Royal. Aseguraba que podía comerse veinte. Pero Alraune afirmó que no podría con treinta. Apostaron; la que perdiera debía pagar los pasteles. Hilde Aldekerk ganó, pero se puso enferma, teniendo que guardar cama quince días. «¡Glotona! —le gritaba Alraune—. ¡Te está bien empleado!» Y en adelante, todas las niñas llamaron a la gordinflona Hilde
glotona.
Ésta lloraba al principio, luego se acostumbró y fue, por fin, una de las más ardientes partidarias de Alraune; lo mismo que Blanche de Banville.
Sólo una vez, según contaba la señorita Becker, había sido Alraune seriamente castigada. Y esta vez, sin razón. Una noche de luna llena, la profesora de francés salió aterrada de su cuarto, gritó hasta despertar a toda la casa y balbuceó que un espectro blanco estaba sentado en su balcón. Nadie se atrevió a entrar. Al final, despertaron al portero, que entró en el cuarto armado de una gruesa cachiporra. Se descubrió que el fantasma era Alraune, que, envuelta en su camisa de dormir, estaba sentada en el balcón, contemplando la luna con los ojos muy abiertos. Cuando la hicieron entrar, no pudieron sacarle una palabra. La directora tomó el caso por una broma pesada. Sólo más tarde se puso en claro que Alraune había obrado bajo el influjo de la luna. En otras ocasiones ya se la había sorprendido en estado de sonambulismo. Sorprendente fue también que Alraune expiara aquel injusto castigo —la copia de largos CAPÍTULOs del «Telémaco», durante las horas de recreo— sin protestar y muy concienzudamente. Contra cualquier castigo justo se hubiera indignado muchísimo.
La señorita Becker dijo al consejero: «Temo que Vuestra Excelencia no obtendrá grandes satisfacciones de su hija.» Pero el profesor respondió: «Creo que sí. Por ahora estoy muy contento.»
En los dos últimos años no dejó venir a Alraune a casa durante las vacaciones. La permitió viajar con sus amigas del pensionado: una vez a Escocia, con Maud Macpherson; luego a París, con Blanche, y a la región de Münster, con las dos Rodenberg. No tuvo ninguna noticia concreta de esos episodios de la vida de Alraune; sólo pudo imaginarse lo que en aquellas vacaciones habría hecho. Para él era una satisfacción el pensar que el ser que creara podía trazar tan lejos el círculo de su influencia. Leyó en el periódico que, durante el verano que Alraune pasó en Boltenhagen, la divisa verde y blanca del viejo conde Rodenberg se había distinguido extraordinariamente en las carreras, y que su cuadra había obtenido altos premios; además, supo que Mlle. de Vynteelen había recibido una inesperada herencia, que la puso en condiciones de cerrar su instituto, de modo que ya no admitió a ninguna nueva pensionista y sólo continuó con las antiguas hasta el final de sus estudios. Ambas cosas las atribuyó el consejero al influjo de Alraune, y estaba casi convencido de que a las otras casas donde había habitado, al convento de Nancy, a los hogares del Reverendo Macpherson, y al de los Banville, en el bulevar Haussmann, también había llevado dinero; así había hecho buenas sus picardías por triplicado. Pensaba que todas aquellas personas deberían estar muy agradecidas a su hija; tenía el sentimiento de haber traído al mundo una «doncella peregrina», que a todas partes llevaba sus dones y esparcía rosas en el camino de todos los que tenían la dicha de encontrarla. Se rió al pensar que aquellas rosas tenían agudas espinas y que podrían abrir algunas lindas llagas.
Y preguntó a la señorita Becker:
—Dígame usted... ¿Cómo le va a su buena mamá?
—Gracias, Excelencia. Mi madre no puede quejarse. Su negocio ha mejorado considerablemente en los últimos años.
Y el consejero dijo:
—¡Vea usted!...
Y dio orden de que se comprara siempre el queso en la tienda de la señora Becker, en la Münsterstrasse: emmenthal, roquefort, chester y holandés añejo.
Cuando Alraune volvió a la casa del Rin consagrada a San Juan Nepomuceno, el consejero ten Brinken tenía setenta y seis años. Pero ésta edad sólo podía determinarse con ayuda del calendario; ya que ninguna flaqueza, ni achaque alguno la hacían sospechar. Se sentía como soleado en su vieja aldea, que las garras de la ciudad, cada vez más cercanas, iban a asir; se afianzaba como una araña a aquel nido de su poder, tendiendo luego sus redes en todas direcciones. Y sintió como una comezón de impaciencia al acercarse la venida de Alraune: la esperaba como un juguete de sus caprichos, que le serviría como cebo para atraer a sus redes a muchas necias moscas y polillas.
Alraune vino y al viejo le pareció la misma de los días de la infancia. La estudiaba largo tiempo cuando ella se sentaba ante él en la biblioteca, sin encontrar nada que le recordara al padre o a la madre. La joven era pequeña y delicada, delgada, estrecha de pecho y poco desarrollada aún. Su figura entera era la de un niño; sus movimientos, rápidos y algo torpes. Se hubiese podido pensar en una muñequita; sólo que la cabeza nada tenía de muñeca. Los pómulos eran algo salientes, y los labios, pálidos y delgados, se distendían sobre los dientes. Su cabellera flotaba, abundante, espesa: no era roja, como la de su madre, sino castaña. «Como la de la señora Josefa Gontram», pensó el consejero, y le satisfizo la ocurrencia de que ello fuera un recuerdo de la casa en que se concibió la idea de Alraune. Cuando, tranquila y silenciosa, la niña se sentaba frente a él, el profesor la observaba, con su mirada oblicua, críticamente, como si fuera un cuadro, acechando en busca de otras reminiscencias.
Sí. ¡Sus ojos! Se abrían muy por debajo de las delgadas y picarescas rayitas de las cejas, que levantaban la frente estrecha y tersa. Unas veces miraban fría y burlonamente, otras con blandura y ensoñación. Eran de un verde primavera, de una dureza de acero..., como los de su sobrino Frank Braun.
El profesor sacó su ancho belfo; aquel descubrimiento no le resultaba simpático. Pero pronto se encogió de hombros. ¿Por qué el que la imaginó no había de tener su parte en ella? Parte bastante pequeña y comprada muy cara: por todos los millones que la silenciosa niña le había quitado.
—Tienes los ojos brillantes —dijo.
Ella asintió nada más, y él prosiguió:
—Y tus cabellos son hermosos. La madre de Wölfchen tenía los cabellos así.
Y Alraune dijo:
—Me los cortaré.
El consejero le ordenó:
—¡No lo harás! ¿Lo oyes?
Pero cuando bajó a cenar se había cortado ya los cabellos. Parecía un paje, con sus melenas encuadrando su rostro de muchacho.
—¿Que has hecho de tu pelo? —le gritó él.
Y ella, tranquilamente:
—Aquí está.
Y mostró una gran caja de cartón en la que guardaba la lustrosa y larga melena.
Él comenzó a decir:
—¿Por qué te los has cortado? ¿Porque te lo prohibí? ¿Por testarudez?
Alraune sonreía.
—No. Lo hubiera hecho de todas maneras.
—Pero ¿por qué?
Entonces tomó ella la caja y sacó de ella siete largas trenzas. Cada una tenía un lazo dorado y cada una llevaba una tarjetita con un nombre: Emma, Marguérite, Louison, Evelyn, Anna, Maud y Andrea.
—¿Son tus compañeras de colegio? —preguntó el consejero—. ¿Y tú eres tan tonta que te cortas el pelo para mandarles un recuerdo?
Se irritó. Aquel inesperado sentimentalismo de besugo no le agradaba nada. La había imaginado más madura y más áspera.
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—No —dijo—; me son completamente indiferentes. Sólo...
Se detuvo.
—¿Sólo que? —instó el profesor.
—Es que..., es que ellas también tienen que cortarse los cabellos.
—¿Cómo?
Y Alraune, echándose a reír:
—Cortarse los cabellos. Pero del todo; mucho más que yo. Al rape. Les escribo diciéndoles que yo lo he hecho así y ellas lo harán también.
—No serán tan necias —objetó él.
—¡Oh, sí! —insistía Alraune—. Lo harán. Les dije que debíamos cortarnos el pelo todas, y lo prometieron, siempre que yo lo hiciera la primera. Pero lo olvidé y no pensé más en ello hasta que tú has hablado hoy de mis cabellos.
El consejero se burlaba de ella.
—¡Te lo prometieron!... ¡Se prometen tantas cosas!... Pero no lo harán, y tú quedarás como la más tonta.
La joven se levantó de la silla y se acercó al consejero.
—¡Te digo que sí! —murmuró con ardor—. Lo harán, seguro. Saben muy bien que yo les arrancaría el pelo si no lo hicieran. Y me tienen miedo aunque no esté con ellas.
Estaba de pie junto a él, excitada, algo temblorosa.
—¿Estás tan segura de que lo harán?
Ella dijo con firmeza:
—Completamente segura.
Entonces nació en él la misma seguridad. El caso ya no le maravillaba.
—Pero ¿cómo se te ha ocurrido eso?
En el momento pareció transformarse. Todo lo que en ella había de extraño desapareció y volvió a ser la niña caprichosa. Y con una risa breve, mientras sus manos acariciaban las espesas trenzas, dijo:
—Pues mira. Fue así. A mí me dolían estos cabellos tan pesados. Muchas veces me daban dolor de cabeza; y, además, sé que el pelo corto me sienta bien. En cambio, a ellas les está muy mal. La clase primera de la señorita Vynteelen va a parecer una jaula de monos. Y las muy tontas llorarán. Y
mademoiselle
las reñirá, y la nueva
miss
y la
fräulein
las reñirán y llorarán también.
Y batió las manos con una clara risa de alegría.
—¿Quieres ayudarme? ¿Cómo mando esto?
—En paquetes separados. Como muestras sin valor. Certifícalos.
Ella asintió:
—¡Sí, sí! Eso es.
Y durante la comida describió exactamente el aspecto que tendrían sus compañeras. La espigada Evelyn Clifford, que tenía delgados y lisos cabellos de un rubio claro; la sanguínea y morena Louison, que había llevado hasta ahora un peinado en turbante; y las dos condesitas Rodenberg, Anna y Andrea, cuyos largos rizos anillados adornaban sus huesudos cráneos de westfalianas.
—¡Todo fuera! —decía riéndose—. Van a parecer macacos. Y todos se reirán cuando las vean.
Volvieron a la biblioteca, y el consejero la ayudó, le dio cajitas de cartón, hilo, lacre y sellos. Mientras mordía su cigarro, observaba a la niña escribiendo sus cartas.
Siete cartas para las siete niñas de Spa. Las viejas armas de los Brinken brillaban sobre el papel: arriba, Juan Nepomuceno, el patrón de las inundaciones; abajo, una garza luchando con una serpiente: la garza era el animal simbólico de los Brinken.
La miraba, y una ligera comezón se extendió por su vieja piel. Despertaron antiguos recuerdos, concupiscentes pensamientos en niñas y niños casi impúberes... Alraune era, al mismo tiempo, doncella y efebo.
Su viscosa saliva, derramándose entre sus labios carnosos, humedeció el negro habano. La miraba de reojo, lleno de deseo, temblando la lujuria, y comprendió en aquel momento qué era lo que atraía a los hombres hacia aquella pequeña criatura. Eran como pececillos que nadan hacia el cebo sin ver el anzuelo. Pero él lo veía bien y pensó que sabría evitarlo, apoderándose, sin embargo, del dulce bocado.