La mandrágora (15 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Parece que en los primeros años de su vida la muchacha, a quien el profesor, por un capricho explicable, dio el nombre de Alraune, nada particular ocurrió; por lo menos, ningún dato interesante se encuentra en el infolio. Se dice allí que el profesor persistió en su anterior resolución de adoptarla, declarándola única heredera, con expresa exclusión de todos los parientes, en un testamento legalizado. Se dice, además, que la princesa envió a su ahijada, como regalo de bautismo, un collar tan valioso como de mal gusto, consistente en cuatro cadenas de oro con diamantes y dos lazos de grandes y hermosas perlas; en el medio, guarnecido igualmente de perlas, había un lazo de cabellos rojos que la princesa había mandado hacer de un rizo cortado a la madre anestesiada en el momento de la fecundación.

Cuatro años permaneció la niña en la Clínica, hasta el momento en que el profesor la cedió con los laboratorios adjuntos, que había descuidado cada vez más. Entonces se la llevó a su posesión de Lendenich.

Allí tuvo la niña un compañero de juegos, unos cuatro años mayor: Wölfchen Gontram, el hijo menor del consejero. Poco es lo que el profesor ten Brinken refiere de la ruina de la casa de Gontram. Menciona brevemente que la Muerte se cansó por fin de jugar con la casa blanca junto al Rin y que en un año se llevó a la madre y a tres de sus hijos. Su Reverencia el capellán Schröder se encargó del cuarto de los varones, mientras que la hija, Frieda, marchó a Roma con su amiga Olga Wolkonski, que había casado con un conde español algo dudoso, y tenía allí su casa. Al mismo tiempo que estos sucesos había llegado la ruina económica del consejero, que no pudo ser contenida a pesar de la brillante minuta que la princesa había pagado al ganar, por fin, su pleito. El profesor presenta el hecho de haber acogido al hijo menor como una especie de acción filantrópica, aunque sin olvidarse de añadir que precisamente Wölfchen había heredado algunos viñedos y pequeños edificios de una tía materna, de manera que tenía completamente asegurado el porvenir. Anota también que se había hecho ceder por el padre la administración de esta fortuna, y hasta añade que él... por delicadeza, para que el muchacho nunca tuviera el sentimiento de haber sido criado por caridad en un hogar extraño, descontaba de las rentas los gastos de manutención de su pupilo. Es de suponer que el señor profesor no se quedaba corto en las cuentas.

Por las anotaciones que en esos años hizo el consejero ten Brinken en su infolio, se deduce que Wölfchen Gontram se ganaba bien el pan que comía en Lendenich. Para la niña era un buen compañero de juegos; aún más, era su único juguete y al mismo tiempo su
niñera.
Acostumbrado a loquear con sus traviesos hermanos, su amor se volcó sobre la pequeña y delicada criatura que corría sola por aquel vasto jardín, por los establos, invernaderos y dependencias. La mortandad de su casa paterna, la súbita ruina de todo lo que para él fuera el mundo, le hizo una impresión profunda... a pesar de la indolencia de todo Gontram. El lindo niño, que tenía los grandes y negros ojos soñadores de su madre, se volvió silencioso, quieto y reconcentrado. Y su interés por mil pensamientos infantiles, ahogado de pronto, envolvió a la pequeña Alraune como en linos zarcillos, nutriéndose de ella como a través de delgadas raíces. Lo que en su infantil pecho había. Wölfchen lo dio a su nueva hermanita; lo dio con la grande e ilimitada bondad que era la luminosa herencia de sus padres.

Cuando al mediodía volvía de la ciudad, del Instituto, donde siempre ocupaba los últimos bancos, pasaba ante la cocina sin entrar, por hambre que tuviera, y recorría el jardín hasta encontrar a Alraune. A veces tenían los criados que sacarlo de allí a la fuerza para darle de comer. Nadie se ocupaba debidamente de los dos niños; pero mientras que todos mostraban una extraña desconfianza ante la pequeña, gustaban en cambio de Wölfchen. Y a él pasó ese zafio amor de la servidumbre que antes, y por tantos años había sido para Frank Braun, cuando de niño pasaba allí sus vacaciones. Como antaño a aquél, Froitsheim, el viejo cochero, permitía a Wölfchen andar entre los caballos y lo montaba en ellos y le dejaba cabalgar por el jardín. El jardinero le daba los mejores frutos y le cortaba las ramas más delgadas; y las sirvientas le calentaban la comida cuidando de que nada le faltara. Se debía esto a que el muchacho sabía conducirse entre ellos, mientras que la niña, pequeña como era, tenía ya un modo peculiar de abrir un abismo entre ella y los criados. Nunca charlaba con ellos, y cuando les dirigía la palabra, era para expresar cualquier deseo que sonaba como un mandato. Precisamente lo que las gentes del Rin no pueden tolerar ni de su señor, ni menos de aquel extraño ser.

No la golpeaban; el consejero lo había prohibido severamente, pero le daban a entender que no se ocupaban de ella y hacían como si no estuviera allí. Corría ella de un lado a otro y ellos la dejaban correr. Cuidaban de su comida, de su camita, de sus vestidos, pero lo hacían del mismo modo que cuando echaban de comer al viejo y mordedor perro de la finca, como cuando barrían su perrera y le soltaban por las noches.

El consejero no se ocupaba en manera alguna de los niños, que quedaban en completa libertad. Desde que poco después de abandonar su clínica había dejado también la cátedra, se ocupaba, además, de toda clase de negocios referentes a solares e hipotecas, y en cultivar su antigua pasión, la Arqueología. Como en todo aquello en que ponía sus manos, la cultivaba cual sagaz comerciante y sabía colocar a altos precios, en todos los museos del mundo, sus colecciones hábilmente reunidas. Aquel suelo que rodeaba la casa solariega de los ten Brinken hasta el Rin y la ciudad por una parte, y de otra hasta las estribaciones del Eifel, estaba lleno de objetos traídos por los romanos y por sus pueblos auxiliares. Siempre habían sido coleccionistas los ten Brinken, y cuando, en diez leguas a la redonda, un campesino tropezaba en algo con su arado, excavaba cuidadosamente y llevaba sus tesoros a Lendenich, al viejo caserón consagrado a San Juan Nepomuceno.

El profesor lo compraba todo: las grandes vasijas llenas de monedas, armas enmohecidas y huesos amarillentos, urnas, fíbulas y lacrimatorios. Pagaba en céntimos; pero los campesinos tenían siempre la seguridad de recibir en la cocina una buena copa de aguardiente, y, muchas veces, la suma necesaria para la siembra. Suma reintegrable, es cierto, con grandes intereses, pero sin la garantía exigida por los Bancos.

Y era indudable que aquel suelo nunca había arrojado tantos objetos como después de venir Alraune a la casa. El profesor reía: «trae dinero». Bien sabía él que todo pasaba de la manera más natural del mundo, que sólo su ocupación más intensa en aquellas cosas lo causaba; pero se divertía en asociar aquellos resultados con la vida de la pequeña criatura: jugueteaba con este pensamiento. Se comprometió en audaces especulaciones, compró grandes terrenos en la continuación de la ancha Villenstrasse, hizo excavar el suelo, se metió en los negocios más arriesgados, saneó el Banco Hipotecario, al que toda persona razonable profetizaba una ruina inminente. Todo cuanto el profesor tocaba seguía por buen camino. Por una casualidad se alumbró una fuente medicinal en uno de sus terrenos de la montaña. El profesor la hizo limpiar y demarcar. De este modo se inició en los negocios de aguas, compró todo lo que había en tierra renana, monopolizando casi la industria; formó un pequeño
trust,
al que imprimió cierto carácter nacional, y declaró que era preciso formar un frente contra el extranjero, contra los ingleses, a los cuales pertenecían el Apollinaris. Los pequeños propietarios se reunieron en torno a aquel jefe, juraban «por S. E.» y le dejaron con gusto hacer cuando, al fundarse la sociedad anónima, se reservó un puñado de participaciones. E hicieron bien, pues el consejero dobló sus intereses y eliminó a los que quisieron adherirse.

Se ocupó en una porción de cosas heterogéneas que no tenían de común sino el referirse todas al suelo. Era una manía suya: una consciente asociación de ideas. Pensaba que la mandrágora sacaba oro de la tierra y él se quedó con lo que a la tierra se refería. Ni un segundo creyó seriamente en ello, pero tuvo siempre la más segura confianza en el éxito al emprender la más arriesgada especulación de aquella clase. Sin examinarlos, rechazaba todos los demás negocios, ventajosas jugadas de Bolsa cuyas probabilidades estaban claras como el sol, que apenas ofrecían el menor riesgo; en cambio compró una porción de acciones mineras extraordinariamente depreciadas (hierro, carbón), y se hizo accionista de una serie de yacimientos desacreditadísimos. Y ganó también. «Lo hace Alraune», decía riendo.

* * *

Llegó el día en que aquel pensamiento fue algo más que una broma.

Wölfchen cavaba en el jardín detrás de los establos, bajo el moral grande. Allí quiso tener Alraune un palacio subterráneo. Día por día excavaba Wölfchen, a veces con la ayuda de uno de los jardineros. La niña, sentada frente a ellos, les miraba hacer quieta, sin hablar ni reír. Y una tarde la pala del chico vibró con un claro sonido. El jardinero le ayudaba. Con las manos sacaron cuidadosamente la tierra oscura de entre las raíces. Y llevaron al profesor un tahalí, una hebilla y un puñado de monedas. El profesor hizo proseguir metódicamente la excavación y halló un pequeño tesoro: monedas galas, bastante raras y preciosas.

El hecho no era, en verdad, extraordinario. Si los campesinos de los contornos encontraban algo aquí o allá, ¿por qué no había de haber algo oculto en aquel mismo jardín? Pero preguntó al niño que por qué había cavado precisamente bajo el moral, y Wölfchen dijo que Alraune lo había querido así: allí y en ninguna otra parte.

Interrogó también a Alraune, pero Alraune calló.

Y el consejero pensaba: «Es como una varita mágica que siente dónde encierra tesoros el suelo.»

Y reía, siempre se reía.

Muchas veces llevaba consigo a la niña, hacia el Rin, por la Villenstrasse. Paseaba con ella por los solares donde sus gentes excavaban, y cuando atravesaba las praderas le preguntaba con sequedad: «¿Dónde deben hacerlo?», contemplándola con atención, por si su delicado cuerpo mostrara algo que permitiera adivinar... Pero ella callaba y su cuerpecito no decía nada. Luego comprendió mejor; a veces se detenía en cualquier parte diciendo: «Cavad aquí». Lo hacían y nada encontraban. Y ella reía con una risa clara.

El profesor pensaba: «Se ríe de nosotros.» Pero siempre hacía cavar donde ella lo había mandado.

Alguna que otra vez encontraba algo: una tumba romana, una gran urna con monedas de plata primitivas. Y el consejero decía: «Una casualidad.» Pero pensaba: «Quizá sea sólo una casualidad.»

* * *

Una tarde, cuando el consejero salía de la biblioteca, vio a Wölfchen bajo la bomba del agua, medio desnudo, con el tronco estirado hacia adelante. El viejo cochero dejaba caer el frío chorro sobre la cabeza, nuca, espalda y brazos del muchacho, cuya piel relucía roja, cubierta de pequeñas vejigas.

—¿Qué tienes? —preguntó.

El niño callaba, apretando los dientes, aunque sus negros ojos estaban llenos de lágrimas. Pero el cochero dijo:

—Son ortigas. La niña le ha pegado con ortigas. Él se defendía:

—No, no. No me ha pegado. Yo tengo la culpa, me eché sobre ellas.

El consejero le interrogó con trabajo; y sólo con la ayuda del cochero logró sacarle la verdad.

Había ocurrido así: el chico se había desnudado hasta las caderas. Se arrojó sobre las ortigas revolcándose en ellas; pero... a petición de su hermanita. Había notado ésta que al rozar casualmente la yerba la mano del niño se había hinchado; notó cómo se enrojecía y comenzaban a salir ampollas. Entonces le instó a coger las yerbas con la otra mano también y a tenderse sobre ellas con el pecho desnudo.

—¡Tonto! —le respondió el consejero.

E inquirió luego si también Alraune había cogido ortigas.

—Sí —dijo el chiquillo—. Pero a ella no le ha pasado nada.

El profesor recorrió el jardín hasta encontrar a su pupila, que junto al muro grande arrancaba de entre un montón de escombros un gran manojo de ortigas, que llevó luego en sus brazos desnudos a la glorieta de las glicinas, donde la extendió en el suelo formando un verdadero lecho.

—¿Para quién es esto? —preguntó el profesor.

La pequeña le miró y dijo con seriedad:

—Para Wölfchen.

Él le tomó las manos, examinando sus delgados bracitos. En ninguna parte se observaba excoriación alguna.

—Ven conmigo —le dijo.

Y la llevó al invernadero, donde había largas hileras de prímulas japonesas.

—Arranca esas flores —le ordenó.

Y Alraune las arrancó una a una. Tenía que empinarse y en todo momento sus brazos estaban en contacto con las hojas venenosas.

Pero en ningún sitio se mostró hinchazón alguna.

—Está, pues, inmune —murmuró el profesor.

Y en su infolio hizo un estudio sobre la aparición de la urticaria por contacto de la urtica diocia y de la prímula obcónica, analizando que el efecto era puramente químico, que los pequeños pelos del tallo y de las hojas que hieren la piel segregan un ácido que provoca en el sitio herido una intoxicación local. Investigaba cómo y hasta qué punto la inmunidad contra las prímulas y las ortigas, tan rara de encontrar, estaría relacionada con la insensibilidad de las brujas y de los poseídos. Y si no, habría que buscar la causa de ambos fenómenos en una autosugestión de base histérica que podría aclarar aquella inmunidad. Y una vez comenzada la busca de peculiaridades sorprendentes en la muchacha, examinó concienzudamente todas las coincidencias que parecían confirmar su pensamiento. Por eso se encuentra en este lugar la noticia, que por insignificante había olvidado el doctor Petersen en su informe, de que el nacimiento de la niña ocurrió a medianoche.

«Alraune surgió, pues, a la vida como correspondía», añadió el profesor.

* * *

El viejo Brambach había venido de las colinas de la aldea de Filip, distantes cuatro horas. Estaba medio inválido y peregrinaba por las aldeas de la falda de la montaña vendiendo décimos de lotería parroquiales, estampas de santos y rosarios baratos. Cojeando a través del patio mandó decir al consejero que le traía algunos objetos romanos que un campesino había encontrado en su campo. El profesor le mandó decir que esperara, que no tenía tiempo para él; y el viejo Brambach se sentó a esperar en el banco de piedra del patio, fumando su pipa.

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