Authors: Hanns Heinz Ewers
Frank tomó el papel y lo leyó en alta voz.
—¿No se dice ahí nada del príncipe? —preguntó ella.
—Claro que no. Ni una palabra. Eso debe quedar en secreto.
Ella lo comprendió; pero todavía le inquietaba una cosa:
—¿Por qué me tomáis precisamente a mí? Todas las mujeres de seguro harían cuanto pudieran por el desgraciado príncipe.
Él vaciló. No esperaba tal pregunta. Pero pronto halló la respuesta:
—¿Sabes?... Es que el amor de juventud del príncipe fue una condesa hermosísima, a la que él amó con todo el fuego de que es capaz un príncipe legítimo. Y ella amaba otro tanto al noble y hermoso joven. Pero la condesa murió.
—¿De qué? —preguntó Alma.
—Murió de sarampión. Y la hermosa amada del príncipe tenía precisamente tus rizos rojos. En general se parecía a ti. Y el último deseo del príncipe es que la madre de su hijo se asemeje a la amada de su juventud. Nos dio su retrato y nos la describió detalladamente. Nosotros hemos andado por toda Europa sin encontrar nada hasta esta noche que te hemos visto.
Ella sonrió halagada.
—¿Tanto me parezco a la hermosa condesa?
—Os parecéis como dos estrellas gemelas. Hubierais podido ser hermanas. Tenemos que hacerte retratar. ¡Cómo se alegrará el príncipe al ver tu retrato! ¡Bueno, hija mía! Ahora firma —dijo, tendiéndole la pluma.
Ella cogió el papel y comenzó a escribir:
«Al...»; y se interrumpió:
—Hay un pelo en la pluma —dijo limpiándola con la servilleta.
—¡Maldita sea! —murmuró Frank Braun—. Ahora se me ocurre que no eres mayor de edad. En realidad deberíamos conseguir también la firma de su padre. Bueno, para el contrato basta con esto. ¡Escribe! —dijo en voz alta—. ¿Cómo es el apellido de tu padre?
—Mi padre es el panadero Raune de Halberstadt.
Y escribió con picudos y torpes rasgos el apellido de su padre.
Frank Braun le quitó el pliego de la mano, lo leyó, apartó de él la vista y volvió a contemplarlo.
—¡Por todos los santos! —exclamó—. Esto..., esto es...
—¿Qué pasa, doctor? —preguntó el ayudante.
El joven le alargó el contrato.
—Ahí. Vea usted la firma.
El doctor Petersen miró el pliego:
—¿Y bien? —preguntó admirado—. No encuentro nada de particular.
—No, no. Naturalmente. Usted no —dijo Frank Braun—. Déjele usted el contrato a mi tío. Lee, tío Jakob.
El profesor miró la firma. Había olvidado la muchacha terminar de escribir su nombre de pila y en la hoja se leía «Al Raune»
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.
—Cierto que es una curiosa casualidad —dijo el profesor.
Dobló el pliego con cuidado y se lo metió en el bolsillo del pecho. Pero su sobrino gritó:
—¿Una casualidad? ¡Bueno! ¡De acuerdo! Todo lo inaudito y misterioso es casualidad para vosotros.
Y llamó al camarero:
—Vino. Vino. Dadme de beber. ¡Alma Raune: Al Raune! ¡A tu salud!
Se sentó sobre la mesa inclinándose hacia su tío.
—¿Te acuerdas, tío Jakob, del viejo Brunner, el consejero de Comercio de Colonia, y de su hijo a quien llamaba Marco? Los dos estuvimos juntos en la escuela, aunque él era algunos años mayor. Fue un chiste de su padre llamarle Marco, haciéndole andar toda su vida como Marco Brunner. Y ahora viene la casualidad: el viejo consejero es el hombre más sobrio de la tierra, como su mujer, como todos sus hijos. Creo que en su casa del Mercado Nuevo no se tomaba más que agua, leche, té y café. Pero Marco bebía. Ya bebía cuando estaba en la escuela; y muchas veces le llevamos borracho a casa. Le hicieron alférez y teniente, y aquí terminó su carrera. Porque bebía y bebía cada vez más. Hizo locuras y fue expulsado. Tres veces le llevó el viejo a un correccional; y cada vez, a las pocas semanas de salir, era más borracho que antes. Y ahora viene la segunda casualidad: él, Marco Brunner, bebía Marcobrunner
[4]
. Tal era su idea fija. Recorría todas las tabernas de la ciudad buscando su marca; viajó por el Rin bebiéndose cuanto encontraba. Podía permitirse esto por haber heredado la fortuna de su abuela. «¡Hola!» —gritaba en su delirio—. Marco Brunner acabará con el Marcobrunner. ¿Por qué? Porque Marcobrunner ha acabado con Marco Brunner. Y la gente se reía de su chiste. Todo es chiste. Todo es casualidad. De la misma manera que la vida es casualidad y chiste. Pero sé que el viejo consejero hubiera dado una fortuna por no haber tenido aquella concurrencia. Y sé también que nunca se pudo perdonar el haber llamado Marco a su pobre hijo y no Juan o Pedro. A pesar de todo, no es más que una casualidad, una grotesca casualidad, como la de esta firma de la novia del principito.
La muchacha se había levantado ebria, apoyándose en las sillas:
—La novia del príncipe —balbucía—. Traedme al príncipe a la cama.
Tomó la botella de coñac y se llenó la copa.
—¡Quiero al príncipe! ¿No oís? ¡A tu salud, príncipe, rico!
—Por desgracia, no está aquí —dijo el doctor Petersen.
—¿No está ahí? —reía ella—. ¡Ah! ¿No está ahí? Entonces, otro. ¡Que venga otro! Tú, o tú, o si no tú, vejete. Lo mismo me da; cualquier hombre.
—Se abrió la blusa, se quitó la falda, se soltó el corsé y lo arrojó contra el espejo.
—¡Quiero un hombre! ¡Venid los tres! ¡Traed de la calle a quien os parezca!
La camisa se escurrió y ella quedó desnuda, de pie ante el espejo, sosteniéndose los pechos con las manos.
—¿Quién me quiere? Entrada libre. ¡Entrad todos juntos! No cuesta un céntimo; hoy gratis por ser día de fiesta. Para niños y soldados, la mitad.
Abrió las manos abrazando al aire.
—¡Soldados! —gritaba—. ¡Soldados! ¡Quiero un regimiento entero!
—¡Qué vergüenza! ¿Está bien esto en la novia de un príncipe? —decía el doctor Petersen, aunque sus miradas, deseosas, estaban colgadas de los senos de la ramera.
Pero ella reía.
—¡Vamos! ¡Quita! Príncipe o no príncipe, el que me quiera que me tome. Mis hijos serán hijos de puta, y ésos puede hacerlos cualquiera: príncipe o mendigo.
Su cuerpo se irguió. Sus senos se tendieron hacia donde estaban los hombres. Una ardiente lujuria exultaba en su nítida carne. Un lascivo apetito precipitaba su sangre por las venas azules. Y sus miradas, y sus labios trémulos, y sus brazos anhelantes, y sus piernas, y sus caderas, y sus senos, gritaban con ansia salvaje: «¡Concebir! ¡Concebir!»
Ya no parecía una prostituta: era, libre de toda envoltura, de toda traba, el último poderoso prototipo de la hembra: sólo sexo de pies a cabeza.
—¡Oh, ésta es la verdadera! —murmuró Frank Braun—. ¡Madre Tierra! ¡La Madre Tierra!
Un rápido temblor la sobrecogió. Por su piel pasó un escalofrío. Arrastrando difícilmente los pies, se tambaleó hacia el sofá.
—¡No sé qué me pasa! —murmuró—. Todo me da vueltas.
—Es que estás mareada —le dijo el joven—. Toma, bebe y duérmete.
Y le llevó a los labios otra copa llena de coñac.
—Sí. ¡Quisiera dormir! —tartamudeó Alma—. ¿Duermes conmigo chico?
Se arrojó en el sofá, levantó las piernas por el aire, prorrumpió en una clara risotada y luego sollozó. Por último lloró en silencio, se echó de lado y cerró los ojos.
Frank Braun puso a la durmiente un almohadón bajo la cabeza y la tapó. Pidió café y abrió la ventana de par en par. Pero la volvió a cerrar al irrumpir en el cuarto la claridad de la mañana. Entonces se volvió:
—¿Y bien, señores? ¿Están ustedes contentos de ese conejillo?
El doctor Petersen contemplaba admirado a la prostituta.
—Creo que se prestará muy bien —opinó—. ¿Quiere Su Excelencia examinar las caderas? Parece predestinada para un parto intachable.
El camarero entró con el café. Y Frank Braun ordenó:
—Telefonee usted a la Casa de Socorro más próxima. Que traigan una camilla. La señora se ha puesto muy mala.
El profesor le miró con asombro.
—¿Qué significa eso?
—Significa —dijo el sobrino echándose a reír— que yo hago clavos con cabeza. Significa que pienso por ti, y, al parecer, con más habilidad que tú. ¿Te figuras que cuando esa muchacha se espabile va a dar un paso más contigo? Mientras yo la emborrache, de palabras y vino, una y otra vez, el asunto irá bien. Pero a vosotros dos se os escapará en la primera esquina de la calle, a pesar de todo el dinero y de todos los príncipes del mundo. Y por eso hay que agarrarla bien. En cuanto venga la camilla, usted, doctor Petersen, llevará a la muchacha a la estación. Si no me equivoco, el primer tren sale a las seis. Debe usted tomarlo. Reserve usted un departamento entero y acueste usted en él a la paciente. No creo que se despierte; pero si lo hace, le da usted un poco de coñac, en el que bien puede usted echar un par de gotas de morfina. De esta manera, por la tarde estará usted cómodamente en Bonn con su botín. Telegrafíe usted que le espere en la estación el coche del profesor. Mete usted en él a la muchacha y la lleva a la clínica. Una vez allí ya no es fácil que se escape. Ya tienen ustedes medios de evitarlo.
—Pero perdone usted, doctor —objetó el ayudante—. Todo eso parece un secuestro.
—Y lo es —confirmó el joven—. Por otra parte, la conciencia burguesa está salvada. Ustedes tienen el contrato. Y ni una palabra más sobre esto. Haga usted lo que le digo.
El doctor Petersen se volvió a su jefe, que estaba de pie en medio del cuarto, en silencio y meditación. ¿Debía tomar billete de primera clase? ¿Qué habitación debía darse a la muchacha? ¿No sería conveniente tomar un enfermero especial? ¿No sería...?
Entretanto, Frank Braun se acercó a la durmiente.
—¡Hermosa muchacha! —murmuró—. Tus rizos se deslizan como llameantes serpientes de oro.
Y quitándose del dedo un estrecho cintillo de oro con una perla, tomó su mano y se lo puso.
—Toma: Emmy Steenhop me dio esta sortija cuando me envenenó con su floral encanto. Era bella y fuerte y, como tú, una ramera extraña. Duerme, niña, y sueña con el príncipe y con tu hijo-príncipe.
E inclinándose, puso un suave beso sobre su frente.
Llegaron los camilleros con la camilla, en la que acostaron a la durmiente, poniéndole antes las ropas más precisas. La taparon con una manta de lana y se la llevaron.
—¡Como un cadáver! —pensó Frank Braun.
Y despidiéndose, el doctor Petersen salió detrás.
* * *
Entonces quedaron los dos a solas.
Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los dos hablara. Luego el profesor se dirigió hacia su sobrino.
—Muchas gracias —dijo secamente.
—No hay de qué —replicó el sobrino—. Lo he hecho porque me divertía y porque suponía una variación. Si dijera que lo había hecho por ti, mentiría.
El profesor quedó de pie junto a él, haciendo girar sus pulgares.
—Ya me lo suponía. Por lo demás, tengo que comunicarte algo que quizá te interese. Cuando estabas charlando ahí sobre el príncipe, se me ocurrió una idea. Cuando el niño nazca, le adoptaré.
Y mostró una babosa sonrisa.
—Ya ves, querido sobrino, que tu teoría no era tan inexacta. Antes de ser engendrado, el pequeño ser te arrebata una bonita fortuna. Le declararé mi heredero. Te lo digo para prevenirte contra inútiles ilusiones.
Frank Braun sintió el golpe y miró frente a frente a su tío.
—Está bien, tío Jakob —dijo con tranquilidad—. De todos modos, más tarde o más temprano, me hubieras desheredado, ¿verdad?
Pero el consejero ni sostuvo su mirada ni respondió.
—No estaría mal —prosiguió Frank— aprovechar esta hora para ajustar nuestras cuentas. Muchas veces te he molestado y lastimado. Y tú me desheredas. Estamos en paz. Pero reconoce que este pensamiento te lo he inspirado yo. Y el que ahora puedas realizarlo, también me lo debes a mí. Pues sí; debes reconocérmelo. Yo tengo deudas...
El profesor escuchaba; y una momentánea mueca se extendió por su rostro:
—¿Cuánto? —preguntó:
Frank Braun respondió.
—¡Pss! Bastante. Podrán ser unos veinte mil.
Y aguardó. Pero el consejero le dejó aguardar.
—Bueno, ¿qué? —preguntó, al cabo, impaciente.
Y el viejo:
—¿Cómo que
qué
? ¿Has pensado en serio que yo pagaría tus deudas?
Frank Braun le miró de hito en hito y la sangre le golpeó ardiente en las sienes. Pero se dominó.
—Tío —dijo, y su voz temblaba—. No te lo rogaría si no debiera. Algunas de mis deudas son urgentes. Incluso muy urgentes. Hay entre ellas deudas de juego, deudas de honor.
El profesor tuvo una sonrisa agridulce:
—No haber jugado.
—Ya lo sé —contestó su sobrino. Todavía se dominaba poniendo a contribución todos sus nervios—. Cierto que no debí jugar, pero jugué, perdí y ahora tengo que pagar. Otra cosa. Yo no puedo ir más a mi madre con estas cosas. Tú sabes muy bien que ya ha hecho ella por mí más de lo que podía. No hace mucho que puso en orden mis asuntos. Además está enferma. En fin, que no puedo hacerlo y no lo hago.
El profesor tuvo una sonrisa agridulce:
—Lo siento por tu pobre madre, pero eso no me puede obligar a cambiar de propósito.
—¡Tío! —gritó él fuera de sí, ante aquella máscara fría y burlona—. ¡Tío! ¡Mira lo que haces! En la ciudadela debo a los compañeros algunos miles de marcos y tengo que pagarlos a fin de semana. Además tengo una serie lamentable de deudas pequeñas con gentes pequeñas que me han prestado por mi linda cara y a las que no puedo engañar. Para venir hasta aquí, he tenido que pedir prestado al comandante.
—¿También al comandante? —interrumpió el profesor.
—Sí, también. Le he engañado diciéndole que estabas al borde de la muerte y que tenía que asistirte en tu última hora. Por eso me dio los pápiros.
El profesor movió la cabeza.
—¡Caramba! ¿Eso le has contado? Eres un verdadero genio en materia de sablazos y mentiras. Hay que poner fin a eso.
—¡Virgen Santa! —gritó el sobrino—. Sé razonable, tío Jakob. Necesito ese dinero. Si no me ayudas, estoy perdido.
Y el consejero:
—¡Bah! No es tanta la diferencia. De todos modos, perdido estás ya. De ti no saldrá nunca una persona decente.
Frank Braun se agarró la cabeza con las manos.
—¿Y esto me lo dices tú, tío, tú?
—Claro. ¿Por qué has tirado tu dinero? Y siempre de la manera más baja.
Y él entonces arrojó a la cara del viejo:
—Puede ser, pero nunca me he apoderado de dinero de la manera más baja, como tú.