Authors: Hanns Heinz Ewers
El doctor Petersen le miró todavía un poco vacilante.
—Está muy bien, Excelencia, pero... no cantará allí. Sería muy desagradable que...
El profesor sonreía.
—¿Cómo? Déjele usted cantar cuanto quiera...
Hysteria mendax...,
ya sabe usted, es una histérica; y una histérica siempre tiene derecho a mentir. Nadie la creerá. Pasará simplemente por una embarazada histérica. ¿Y qué va a contar ella? ¿La historia del príncipe que el bueno de mi sobrino le colocó? ¿Cree usted que el juez, el fiscal, el director de la cárcel o cualquiera otra persona razonable prestará oído a semejante galimatías en boca de una prostituta? Aparte de que yo mismo hablaré con el médico de la cárcel. ¿Quién es ahora el médico de la cárcel?
—El colega doctor Perscheidt.
—¡Ah!, ¿su amigo de usted, el pequeño Perscheidt? Yo también le conozco y le rogaré que vigile a nuestra paciente de un modo especial. Le diré que me fue enviada a la Clínica por un conocido que tuvo relaciones con ella, y que este señor está dispuesto a atender en toda forma al niño. Llamaré la atención del médico sobre la extraordinaria y enfermiza mendacidad de la paciente y le referiré desde luego lo que verosímilmente haya ella de referir. Además, confiaremos la defensa al consejero Gontram, explicándole el caso de manera que no dé crédito ni un segundo a las palabras de la muchacha. ¿Teme usted algo todavía, Petersen?
El ayudante contempló a su jefe lleno de admiración.
—No, Excelencia —dijo—. Vuestra Excelencia ya piensa en todo. Lo que esté en mi mano lo ofrezco, desde luego, si puede serle útil.
El consejero dio un profundo suspiro y le tendió la mano:
—¡Gracias, querido Petersen! No sabe usted el daño que me hacen estas mentirillas. ¿Pero qué remedio? La ciencia exige a veces estos sacrificios. Nuestros valientes predecesores, los médicos medievales, se veían obligados a robar los cadáveres de los cementerios, si querían aprender anatomía; tenían que desafiar el peligro de verse tenazmente perseguidos por profanación de cadáveres y otras majaderías. En este aspecto no podemos quejarnos; y tenemos que aceptar el cuidado de todos estos pequeños embustes en interés de nuestra santa ciencia. Y ahora, vaya usted, Petersen, y telefonee.
Y el ayudante fue, con el corazón lleno de la más grande y sincera estima por su jefe.
* * *
Alma Raune fue condenada por el delito de hurto. Sus tenaces negativas y el hecho de haber sufrido ya otra condena análoga, empeoraron su caso; sin embargo, se le concedieron circunstancias atenuantes, verosímilmente porque en realidad era muy bonita, quizá también porque el consejero Gontram la defendía. Se le impuso sólo un año y seis meses de cárcel, descontándosele el tiempo pasado en prisión preventiva.
Pero Su Excelencia el profesor ten Brinken consiguió que se la pusiera en libertad mucho antes de cumplir, aunque su conducta en la cárcel distó mucho de ser ejemplar. Se tuvo, sin embargo, en cuenta que, como el profesor subrayaba en su petición de indulto, esta conducta podía atribuirse al estado histérico de la muchacha; también se tuvo en cuenta que pronto iba a ser madre.
Cuando se hicieron notar los síntomas de un próximo alumbramiento, fue licenciada, transportándosela, temprano en la mañana, a la clínica ten Brinken; y así volvió a su cuarto blanco, el número 17, al final del corredor. Ya durante el traslado comenzaron los dolores. El doctor Petersen la tranquilizó diciéndole que pasarían pronto.
Pero se equivocaba. Los dolores continuaron todo el día, la noche y el día siguiente; cedían un momento para recrudecerse luego con mayor violencia. Y la muchacha gritaba y gemía, retorciéndose en tormentos atroces.
El tercer CAPÍTULO del libro A. T. B. trata de ese alumbramiento, escrito también de mano del médico ayudante. Él asistió a la parturienta, acompañado del médico de la cárcel, parto laboriosísimo que sólo terminó al tercer día, con la muerte de la madre. El profesor no estuvo presente.
En su informe, el doctor Petersen ponderaba la fuerte naturaleza y excelente constitución de aquélla, que parecían condicionar un fácil alumbramiento. Sólo la extrañísima situación transversal del feto motivó las complicaciones surgidas, que hicieron por último imposible salvar juntamente al niño y a la madre. Más adelante se decía que el recién nacido, una niña, dio, casi en el vientre de la madre todavía, un grito extraordinario, tan violento y tan agudo, que ni los médicos, ni la partera que asistía, recordaban haber oído nunca nada semejante en un recién nacido. Aquel grito tenía algo de consciente, como si la niña hubiera sufrido dolores atroces al ser arrancada violentamente del seno materno; había sido tan agudo y espantoso el grito, que todos experimentaron un sentimiento de horror; el colega doctor Perscheidt tuvo que sentarse, mientras un copioso sudor frío le brotaba de las sienes.
La niña, que era muy delicada y menuda, se tranquilizó pronto y ni siquiera lloró más. La comadrona comprobó en seguida, al bañarla, una atresia vaginal muy desarrollada, de manera que la piel de los muslos, casi hasta la rodilla, había crecido adherida. Tan notable fenómeno resultó ser, después de un más detenido examen, una superficial adherencia de la epidermis, remediable con una sencilla operación.
Por lo que hace a la madre, era seguro que había tenido que soportar atroces dolores. No había que pensar en cloroformizarla o en la anestesia lumbar y menos aún en una inyección de scopolamin-morfina, pues, la hemorragia, imposible de contener, había originado una gran debilidad cardíaca. Constantemente había estado gritando del modo más horrible, con gritos que en el momento del parto fueron dominados por aquel espantoso del niño. Más tarde sus quejidos se debilitaron y, al cabo de dos horas y media, falleció sin volver a recobrar el conocimiento. Como causa directa de la muerte podía señalarse el desgarramiento de la matriz y la hemorragia resultante.
* * *
El cadáver de la prostituta Alma Raune fue entregado a la sala de disección, pues, las personas de su familia, a las que se dio parte, no lo reclamaron y dijeron no estar dispuestas a sufragar los gastos del entierro. Así, sirvió a los fines docentes del profesor de Anatomía Holzberger y fomentó, seguramente, los estudios de sus oyentes con todos sus miembros, si se exceptúa la cabeza, que el estudiante Fassmann, candidato a la Licenciatura, debía preparar. La olvidó durante las vacaciones y, como luego ya no se prestaba para una limpia preparación, y él poseía ya cráneos suficientes, se mandó hacer con la bóveda craneana un lindo cubilete para dados. Ya poseía cinco dados hechos con los nudillos del asesino ejecutado Noerrissen, y necesitaba un cubilete apropiado. El estudiante Fassmann no era supersticioso; pero afirmaba que este cubilete prestaba extraordinarios servicios.
Él cantó sus alabanzas con tan altos tonos, que cubilete y dados alcanzaron una cierta celebridad en el transcurso de varios semestres: primero, en la peña que los señores de su corporación escolar formaban en la cervecería; luego, en la de los Mayores, y por último, entre todos los estudiantes. Fassmann amaba su cubilete y consideró casi como una extorsión que el profesor ten Brinken, con ocasión de su visita al examen, se lo pidiera. No se lo hubiera dado, de seguro, de no haberse sentido tan flojo en Ginecología y de no tener precisamente el profesor tanta fama de exigente en los exámenes. Lo cierto es que el estudiante pasó el examen con brillantez y que su cubilete le dio buena suerte durante todo el tiempo que fue su poseedor.
Así, lo que restaba de aquellos dos seres que, sin haberse visto nunca, fueron padre y madre de Alraune ten Brinken, entró después de la muerte en una cierta relación. El bedel de la disección, Knoblauch, arrojó, como de costumbre, huesos y piltrafas de carne en un fosa abierta a toda prisa en el jardín: allí, junto al muro, donde las blancas rosas trepadoras crecían tan lozanas...
El ardiente viento del sur, querida amiga, trajo todos los pecados del desierto. Allí donde el Sol arde a través de milenios innumerables, flota sobre la arena dormida una sutil madeja blanca. Y la niebla se redondea en blandas nubes que el torbellino dispersa alrededor, formando como extraños huevos redondos que contienen todo el ardor del Sol.
En la noche sombría merodea el basilisco. Aquel que la Luna, la eterna infecunda, engendró de extraño modo en la arena igualmente estéril. Éste es el secreto de los desiertos.
Muchos dicen que el basilisco es una bestia. Pero no es verdad. Es un pensamiento que creció allí, donde no había suelo ni semillas, surgido de la eterna esterilidad, y que adoptó formas abigarradas, que la vida desconoce. Por eso, nadie puede describir ese ser, porque es indescriptible, como la nada misma.
Pero es cierto, como la gente dice, que es muy venenoso; se come los huevos de fuego del Sol que el torbellino arrastra por las arenas del desierto. Por eso, sus ojos despiden llamas purpúreas y su aliento ardiente exhala grises vapores.
Pero el basilisco, el hijo de la Luna pálida, no devora todos los huevos de la Niebla. Cuando está harto, lleno de ardientes venenos, escupe su saliva verde sobre los que aún yacen en las arenas; rasga con aguda garra la blanda envoltura, para que la asquerosa baba los penetre. Y cuando en la mañana se levanta la brisa, ve entre las delgadas cáscaras un bullir y crecer como de velos violeta o de un verde húmedo.
Y cuando en los países del mediodía revientan los huevos empollados por el Sol, los de los cocodrilos, los de los sapos, los de las serpientes, los de todos los feos saurios y salamandras, entonces, con un ligero chasquido, saltan también los huevos venenosos del desierto. En ellos no hay núcleo, no surge de ellos ninguna serpiente ni ningún saurio; sólo una aérea y extraña forma multicolor, como los velos de la danzarina en la danza de la Llama; multiaromática, como las pálidas flores de Lahore; polifónica, como el sonoro corazón del ángel Israfel. Pero también multiponzoñosa, como el horrible cuerpo del basilisco.
Entonces corre el viento del mediodía, que se arrastra desde los pantanos del tórrido país de las selvas y danza sobre los arenosos desiertos. Él levanta los ardientes velos de los huevos solares, los lleva más allá del mar azul, los arrastra consigo como ligeras nubes, como sueltas túnicas de nocturnas sacerdotisas. Así vuela hacia el rubio norte la peste ponzoñosa de todas las voluptuosidades.
Fríos como tu norte, hermanita, son nuestros quietos días. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben de voluptuosidades ardientes. Las horas de tus días son como los pesados racimos de las glaucas glicinas que gotean sus flores hasta formar una muelle alfombra por la que se desliza, bajo las frondas soleadas, mi pie ligero.
Pero cuando las sombras caen, rubia hermanita, un ardor se desliza sobre tu piel fresca; madejas de niebla vuelan desde el desierto, madejas de niebla que aspira tu alma deseosa. Y tus labios ofrecen en besos sangrientos la ponzoña abrasadora de todos los desiertos.
* * *
No entonces, rubia hermanita, niña dormida de mis días tranquilos de ensueño... Cuando el mistral riza ligeramente las olas azules, cuando las dulces voces de los pájaros resuenan en la copa de mi laurel de rosas, es cuando yo hojeo el pesado infolio del profesor Jakob ten Brinken. Lenta como el mar corre la sangre por mis venas y yo leo, con tus quietos ojos en calma infinita, la Historia de Alraune. La reproduzco como la encontré, simple y sencillamente, como quien está libre de todas las pasiones.
Pero yo bebí la sangre de tu herida que fluía en las noches, y la mezclé con mi sangre; aquella sangre envenenada con la ponzoña pecaminosa de los tórridos yermos. Y cuando se enfebrezca mi cerebro con tus besos, que son dolores, y con tus voluptuosidades que significan tormentos..., entonces es posible que yo me hurte a tus brazos, salvaje hermana mía.
Tal vez estoy sentado, lleno de ensoñaciones, en mi ventana, cara al mar, en la que el siroco arroja sus brasas. Tal vez tomo de nuevo el infolio del consejero y leo en él la Historia de Alraune... con tus ojos de venenoso ardor. El mar grita a las rígidas rocas... como grita mi sangre por mis venas.
Muy de otra manera me imagino ahora lo que leo. Y lo reproduzco tal como lo hallo, salvaje, ardiente, como quien está lleno de todas las pasiones.
En su infolio, que ya no ofrece la clara y distinguida letra del doctor Petersen, sino la firma alargada y casi ilegible escritura del consejero, menciona éste la adquisición del cubilete de dados, pero antes de este pequeño episodio se encuentran en el libro algunas breves anotaciones, de las cuales varias cobran interés en el curso de esta historia.
La primera se refiere a la operación de la atresia vaginal de la niña, causa del prematuro fin del doctor Petersen, que la llevó a cabo. El profesor menciona que, teniendo en cuenta, de una parte, el ahorro que la muerte de Alma le supuso, y, de otra, la eficaz ayuda que su auxiliar le había prestado en aquel caso, le concedió un permiso trimestral para un viaje de veraneo, con el sueldo íntegro; y además le prometió una gratificación de 1.000 marcos. El doctor Petersen se alegró mucho de aquel viaje, el primero de importancia que iba a hacer en su vida, pero insistió en proceder primero a la sencilla operación, aún cuando ésta se hubiera podido aplazar largo tiempo sin peligro alguno. La realizó algunos días antes de su proyectada partida, con éxito completo para la niña. Por desgracia contrajo, al hacerla, una grave infección, tanto más extraña cuanto que el doctor Petersen siempre había mostrado el más meticuloso cuidado, y sucumbió en cuarenta y ocho horas, después de grandes padecimientos. No había podido determinarse la causa directa de aquella infección; la posibilitó una herida en el antebrazo izquierdo, apenas visible a simple vista, que quizá procedía de un ligero arañazo de la pequeña paciente. El profesor hace resaltar que con este motivo, y por segunda vez desde el comienzo del asunto, la muerte del interesado le ahorraba el pago de una suma considerable. Ningún comentario se añade a esta consideración.
Más adelante se da cuenta de que la niña, que primeramente fue instalada en la Clínica bajo la custodia de la enfermera mayor, era extraordinariamente quieta y delicada. Sólo una vez lloró, con ocasión del santo bautismo que el capellán Ignaz Schröder le administró en la catedral. Verdad es que entonces gritó terriblemente, hasta el extremo de que los escasos asistentes al acto: la enfermera que la llevaba, la princesa Wolkonski, que con el consejero Sebastian Gontram fue madrina del bautismo; el sacerdote, el sacristán y el profesor, no pudieron hacerla callar. Comenzó a llorar en el momento de sacarla de casa y no cesó hasta regresar a ella. En la catedral misma, sus gritos habían sido tan intolerables, que Su Reverencia se vio precisado a abreviar la ceremonia en lo posible, para librarse y librar a los presentes de aquel horrible estrépito. Todos respiraron al terminar el acto y ver ya en el coche a la nodriza con la niña.