La mandrágora (28 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Alrededor, amontonados sobre el suelo, estaban sus cajas y sus baúles —veintidós— que contenían sus nuevos tesoros. Aún no había abierto ninguno. «¿A dónde voy yo con eso?» —decía riendo.

El gran ventanal estaba atravesado horizontalmente por una larga lanza persa en la que se posaba una gran cacatúa blanca como la nieve; un pájaro de Macasar, con una gran cresta roja.

—Buenos días, Peter —saludó Frank Braun.

—Atja, Tuwan —respondió el pájaro y caminó gravemente por la vara, descendió al suelo, valiéndose de una silla, y se acercó a él, con zambos y dignos pasos, acabando por subírsele al hombre. Y tendiendo la altiva cabeza y desplegando las alas como el águila prusiana gritó:

—Atja, Tuwan, Atja, Tuwan.

Frank Braun acarició el cuello que el blanco pájaro le tendía.

—¿Qué tal, Petersen? ¿Te alegras de verme aquí otra vez?

Y bajó un tramo de escalera y salió al porche donde su madre tomaba el té. En el jardín brillaban, como bujías, las flores de los grandes castaños; más allá, en el vasto jardín del convento, las llores blancas se extendían como una llanura nevada. Bajo los árboles caminaban los franciscanos con sus pardos hábitos.

—¡Allí está el padre Barnabas! —exclamó Frank Braun.

Su madre se caló las gafas y miró al jardín.

—No —respondió—, es el padre Cyprian.

Sobre la baranda de hierro del balcón se posaba un loro. Y cuando Frank Braun dejó la cacatúa sobre el barandal, el loro se acercó a ella, en un cómico y cínico movimiento, siempre de lado, como el buhonero de Galitzia, que camina arrastrando sus babuchas.


All right
—gritó—,
all right!
¡Lorito real de España y de Portugal! ¡Anna Mar-i-i-i-i-ia!...

Y tendió el pico hacia la gran cacatúa, que irguió la cabeza y tartamudeó quedamente: «Ka... ka... du.»

—¿Sigues tan desvergonzado, Phylax? —preguntó Frank Braun.

—Cada día más —dijo la madre riendo—. Nada está seguro y parece como si quisiera picotear toda la casa. —Y humedeciendo un terrón de azúcar en el té, se lo tendió al loro con la cucharilla.

—¿Ha aprendido algo Peter?

—Nada absolutamente. No dice más que su adulador «Kakadu» y sus chapurreos malayos.

—Que tú no entiendes, por desgracia.

—No, pero tanto mejor, entiendo a mi verde Phylax, que habla todo el santo día en todas las lenguas del mundo; siempre algo nuevo. Hasta que yo lo encierre un día en el armario para tener media hora de tranquilidad.

Y tomando al loro que se paseaba por la mesa del té picoteando en la manteca, le puso de nuevo sobre la baranda a pesar de sus aleteos.

Un perrillo pardo vino y levantándose sobre las patas traseras le puso la cabeza sobre las rodillas.

—Ya estás aquí —dijo ella—. Y querrás tu té.

Y vertió algo de té y leche sobre el platillo, con un terrón de azúcar y algunas migas de pan.

Frank Braun miraba al vasto jardín.

Dos puercos espines jugaban sobre la yerba alimentando a sus jóvenes retoños. Debían ser viejísimos. Él mismo, con ocasión de una excursión escolar, los había traído del bosque. El macho se llamaba Wotan, la hembra Tobias Meier; quizá fueran los nietos o los bisnietos de aquéllos. Junto al floreciente macizo de magnolias, vio el pequeño montículo bajo el cual había enterrado a su negro perro de aguas; allí crecían dos yucas que en el verano tendrían grandes racimos de flores blancas y temblorosas. Ahora, para la primavera, su madre había hecho plantar allí muchas prímulas multicolores.

La hiedra y la viña silvestre trepaban por el muro hasta el tejado y en ellas piaban los gorriones.

—Ahí tiene su nido el tordo. ¿Lo ves? —preguntó la madre. Y señaló el portón de madera que conducía del patio al jardín; medio oculto en la espesura de la hiedra estaba el nido.

Tuvo que buscar un rato hasta descubrirlo.

—Ya tiene tres huevecillos —dijo.

—No, son cuatro —corrigió la madre—. Esta mañana ha puesto el cuarto.

—Sí, cuatro —asintió él—. Ahora puedo verlos todos. ¡Qué bien se está contigo, madre!

Ella suspiró y puso su rugosa mano entre las de él.

—Sí, hijo mío; muy bien. ¡Pero yo estoy siempre tan sola!...

—¿Sola? ¿No recibes ya tantas visitas como antes?

—Sí; todos los días vienen muchos jóvenes a ver a la viejecita, a tomar el té, a cenar; todos saben que me gusta que se ocupen un poco de mí. Pero ya ves, hijo mío: son extraños. No eres tú.

—Pues ya estoy aquí —dijo él. Y cambió la conversación, hablándole de los curiosos chismes que había traído, preguntándole si quería ver cómo desempaquetaba.

La criada vino y trajo el correo que acababa de llegar. Frank Braun abrió las cartas lanzando sobre ellas una rápida ojeada.

De pronto se detuvo y contempló con atención un pliego. Era una carta del consejero Gontram que le comunicaba brevemente lo ocurrido en casa de su tío, le incluía una copia del testamento y le expresaba el deseo de que viniera pronto a poner en orden los asuntos. El mismo consejero había sido encargado provisionalmente de ellos por el Tribunal; pero ahora que había oído que Frank Braun estaba de vuelta en Europa, le rogaba que le liberara de aquella obligación.

La madre observaba a su hijo. Conocía sus menores gestos, los menores rasgos de su terso y curtido rostro; y en el ligero temblor de sus labios leyó que algo importante ocurría.

—¿Qué es? —preguntó. Y su voz temblaba.

—Nada malo —respondió él ligeramente—. Ya sabes cómo murió el tío Jakob.

—Sí, lo sé. Una historia bastante triste.

—Bueno. Pues el consejero Gontram me envía el testamento, del que resulta que soy albacea de la muchacha y que tengo que irme a Lendenich.

—¿Cuándo quieres partir? —preguntó ella rápidamente.

—Pues... creo que... esta tarde.

—No te vayas. No te vayas. Estás tres días conmigo y ya quieres marcharte.

—Pero madre —opuso él—. Es sólo un par de días. Sólo para arreglar un poco aquello.

—Eso dices siempre. Un par de días sólo y luego estás fuera años enteros.

—Pero tienes que comprenderlo, querida mamá —insistió él—. Aquí está el testamento. El tío te lega una decente cantidad, y a mí también, cosa que yo no hubiera esperado, y que nos viene muy bien.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Qué importa el dinero si no estás conmigo?

Él se levantó y le besó sus grises cabellos.

—Querida madre. A finales de esta semana estaré otra vez contigo. Apenas son dos horas de ferrocarril.

Y ella, con un profundo suspiro, acarició las manos de su hijo.

—Dos horas o doscientas horas, ¿cuál es la diferencia? Estarás lejos de mí de todos modos.

—Adiós, mamá —dijo él.

Bajó, preparó una pequeña maleta y volvió al porche.

—Ya lo ves. Apenas estaré dos días. Hasta la vista.

—Hasta la vista, hijo mío —dijo ella quedamente. Y oyó cómo saltaba escaleras abajo y cómo se cerraba la puerta. Puso la mano sobre la inteligente cabeza de su perrito, que la miraba con leales y consoladores ojos:

—Ya estamos otra vez solos tú y yo. Sólo viene para marcharse. ¿Cuándo volveremos a verlo?

Gruesas lágrimas brotaron de sus bondadosos ojos y corrieron por los surcos de sus mejillas yendo a caer sobre las largas orejas del perrito, que las lamió con su roja lengua.

Luego oyó la campanilla, escuchó voces y pasos escalera arriba, y con un rápido movimiento se secó las lágrimas y se arregló la cofia. De pie, inclinada sobre la baranda hacia el patio, gritó a la cocinera que preparara té para los visitantes.

¡Oh, qué agradable era que vinieran tantos a visitarla, señoras y caballeros, hoy y siempre! Con ellos podía conversar y contar cosas de su hijo.

* * *

El consejero Gontram, a quien Braun había telegrafiado avisándole de su llegada, le esperaba en la estación y le llevó consigo a la terraza del Hotel Kaiser, informándole de todo lo necesario. Le rogó que marchara aquel mismo día a Lendenich para hablar con la señorita y que al día siguiente viniera a su despacho. No podía decir que la señorita le creara dificultades; pero junto a ella experimentaba una extraña y desagradable sensación que le hacía intolerable toda entrevista. Era ridículo; él que había conocido tantos criminales, ladrones, asesinos, homicidas, parricidas, todo cuanto podía imaginarse, encontrándolos gente muy simpática con la que se podía tratar prescindiendo de su profesión!... Pero junto a la señorita, a la que nada podía reprocharse, experimentaba una sensación análoga a la que otros hombres experimentan junto a un presidiario. Debía ser un problema suyo.

Frank Braun le rogó que telefoneara anunciando a Alraune su llegada. Se despidió luego, atravesó tranquilamente los jardines y desembocó en la carretera que conducía a Lendenich. Cruzó la vieja aldea, y al pasar frente a San Juan Nepomuceno, inclinó la cabeza. Habiendo llegado a la cancela, llamó mientras contemplaba el patio. Tres grandes candelabros de gas lucían en el carril donde antes se encendía sólo una sórdida lamparilla. Fue lo único nuevo que observó.

Arriba, desde su ventana, estaba Alraune tratando de reconocer a la inquieta luz del gas los rasgos del forastero. Vio cómo Aloys apresuraba sus pasos y cómo metía la llave en la cerradura con más vivacidad que de ordinario.

—¡Buenas tardes, señor! —gritó el criado.

Y el forastero le tendió la mano, y le llamó por su nombre como si regresara a su casa después de una breve ausencia.

—¿Qué tal, Aloys?

Luego el viejo cochero cojeó sobre el empedrado tan aprisa como le permitieron sus corvas y gotosas piernas.

—¡Señorito! —graznó—. ¡Señorito! ¡Bienvenido a Brinken!

Frank Braun respondió:

—¡Froitsheim! ¿Todavía aquí? ¡Cuánto me alegro de volver a verle!

Vino la cocinera y la gruesa ama de llaves; y con ella Pablo, el ayuda de cámara. El cuarto de los criados se quedó vacío. Dos viejas sirvientas se abrieron paso para tenderle las manos, que previamente se habían secado cuidadosamente en el delantal.

—¡Alabado sea Jesucristo! —saludó el jardinero.

Y el recién venido, riendo:

—¡Por los siglos de los siglos! ¡Amén!

—¡El señorito ha venido! —gritó la canosa cocinera arrebatando la maleta al mozo que le acompañaba.

Todos rodearon a Braun; todos esperaban un saludo, un apretón de manos. Y los jóvenes que no le conocían le contemplaban con ojos muy abiertos y una sonrisa embarazosa.

Un poco aparte, el
chauffeur
fumaba su pipa corta; hasta en sus rasgos indolentes brillaba una amable sonrisa.

La señorita ten Brinken castañeteó los dedos.

—Parece que mi señor tutor es muy popular por aquí —dijo a media voz.

Y luego gritó a la servidumbre:

—Llevad el equipaje del señor a su cuarto. Y tú, Aloys, acompáñalo arriba.

Fue como si en la primavera de aquella bienvenida cayera algo de escarcha. Todos se quedaron cabizbajos y ya no hablaron más. Sólo Froitsheim le estrechó otra vez la mano y le guió hacia la gran escalera.

—Que bien que haya venido usted, señorito.

Frank Braun fue a su cuarto y se lavó. Luego siguió al criado que le anunció que ya estaba puesta la mesa. Y entró en el comedor.

Por un momento estuvo solo y miró en torno suyo. Allí estaba, como siempre, el enorme repostero, ostentando los pesados platos de oro con las armas de los Brinken, que hoy no estaban colmados de frutas.

—Todavía no es tiempo —murmuró—. O quizá no tiene mi prima interés por los frutos tempranos.

Por la puerta opuesta entró Alraune, con un vestido de seda negra, ricamente cubierto de encajes que dejaban ver los pies. Permaneció un momento en la puerta y luego se acercó saludándole:

—Buenas noches, primo.

—Buenas noches.

Y él te tendió la mano.

Ella sólo le dio las puntas de los dedos y Braun hizo como que no lo notaba. Tomó la mano de ella y se la sacudió con fuerza.

Con un gesto le invitó a tomar asiento y se sentó frente a él.

—Nos hablaremos de tú —comenzó.

—Naturalmente. Ésa ha sido siempre la costumbre de los Brinken.

Y levantando su copa:

—¡A tu salud, primita!

«Primita
—pensaba ella—. Me llama
primita;
me trata como si fuera una muñeca.» Y le respondió:

—¡Salud, primazo!

Y apurando su copa hizo una seña al criado para que la llenara de nuevo. Y cuando volvió a beber:

—¡A tu salud, señor tutor!

Esto le hizo reír.

—¿Tutor? ¿Tutor? ¡Sonaba tan... digno aquello!

—«¿Es verdad que soy ya tan viejo?» —pensaba. Y dijo:

—¡A tu salud, pequeña pupila!

Ella se irritó. ¿Pequeña pupila? ¿Otra vez
pequeña?
¡Oh, ya se vería cuál de los dos era superior al otro!

—¿Cómo le va a tu madre? —preguntó.

—Gracias. Creo que bien. ¿Tú no la conoces? ¡Ya podías haber ido alguna vez a visitarla!

—Tampoco nos ha visitado ella.

Luego, al notar la sonrisa de su primo, añadió:

—La verdad es que nunca pensamos en ello.

—Ya me lo imagino —dijo él secamente.

—Papá apenas me habló de ella y nunca de ti.

Hablaba de prisa, apresurándose.

—La verdad es que me sorprendió que precisamente a ti...

—A mi también —interrumpió él—. Y seguramente no lo ha hecho sin intención.

—¿Intención? ¿Qué intención?

Él se encogió de hombros.

—No lo sé todavía, pero ya se verá.

La conversación no decaía. Era como un juego de pelota. Las breves frases volaban de un lado para otro; y aunque ambos permanecían corteses, amables y atentos, se observaban y estaban en guardia. Nunca se encontraban. Una rígida red se distendía entre ambos.

Después de la comida, Alraune le llevó a la sala de música.

—¿Quieres té?

Pero él pidió whisky con soda.

Se sentaron y siguieron conversando. Luego se levantó y fue hacia el piano.

—¿Quieres que cante algo?

Y ante la cortés afirmación de Braun, levantó la lapa y se sentó.

Se volvió él preguntando:

—¿Qué quieres que cante?

—No tengo ningún deseo particular y no conozco tu repertorio primita.

Alraune apretó ligeramente los labios: «Ya se le quitará esa costumbre» —pensaba.

Y después de preludiar, cantó media estrofa, se interrumpió, cantó otra canción, se interrumpió de nuevo, comenzó unas frases de Offenbach y luego tinas frases de Grieg.

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