La mandrágora (31 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Frank Braun se la quedó mirando. Su rostro parecía una máscara de mármol, como un destino grabado en la dura piedra. De pronto una sonrisa animó la fría carátula como un ligero rayo de sol a través de profundas sombras. Sus párpados se abrieron. Sus ojos buscaron por entre la avenida de hayas que conducía a la casa. Y oyó la clara risa de Alraune.

«Extraño es su poder —pensó Braun—. El tío Jakob tiene razón en las meditaciones contenidas en el infolio.»

Él meditó. ¡Oh, sí! Era difícil librarse de ella. Ninguno sabía por qué, pero todos volaban hacia aquella llama devoradora. ¿Él también? ¿Él?

Era cierto. Había algo en todo aquello, que le incitaba. No comprendía exactamente cómo obraba, si sobre su sangre, sobre sus sentidos o sobre su cerebro; pero que obraba, lo sentía muy bien. No era verdad que se había quedado a causa de los asuntos, de todas aquellas causas y procesos. Ahora que la suerte del Banco de Mülheim estaba decidida, podía arreglarlo todo fácilmente con ayuda de los abogados sin necesidad de quedarse.

Y allí estaba todavía, sin embargo. Descubrió que se engañaba a sí mismo; que creaba artificialmente nuevos motivos para aplazar su partida. Y creyó que su prima lo notaba; y hasta que era su tácita influencia la que le hacía obrar así.

«Mañana me marcho a casa» —pensó.

Pero otro pensamiento se apoderaba de él. ¿Por qué? ¿Tenía miedo? ¿Miedo de aquella tierna niña? ¿Se le contagiaban las locuras que su tío había escrito en el infolio?

¿Qué podía pasar? En el peor caso, una pequeña aventura. Seguro que no era la primera, ni probablemente la última. ¿No era él un digno contrincante, quizá superior? ¿No había también cadáveres sobre el camino que había recorrido en la vida? ¿Por qué huir?

Él la había creado. Él: Frank Braun. Suya había sido la idea y la mano de su tío sólo un instrumento. Suyo era aquel ser, mucho más que del profesor.

Era joven entonces, espumeante como el mosto, lleno de extraños sueños y de fantasías que escalaban el cielo. Jugaba a la pelota con las estrellas. Y había cortado un fruto extraño de la selva sombría de lo incognoscible que atajaba su carrera desbocada. Y encontró a un buen jardinero y se lo dio. Y el jardinero hincó la semilla en la tierra, regó el germen, cuidó el tallo y esperó que el arbolito creciera.

Ahora estaba él de vuelta. Y el árbol lucía en flor. Era venenoso, seguramente. Su aliento hería al que reposaba debajo. Muchos murieron por su causa: muchos que caminaban recreándose con su perfume. También el sabio jardinero que lo cultivó.

Pero él no era el jardinero que amaba, sobre todo, su extraño árbol florido; ni tampoco era de aquellos que paseaban por el jardín al azar, sin consciencia. Él fue el que cortó el fruto y dio la semilla. Desde entonces había cabalgado muchos días por las salvajes selvas de lo incognoscible. Había vadeado los pantanos profundos y bochornosos de lo incomprensible. Mucho ardiente veneno había respirado su alma. Mucho hálito pestilente y mucho humo cruel de los incendios del pecado. ¡Ah! Dolía, atormentaba mucho, levantaba ampollas; pero no había conseguido derribarle. Y cabalgó de nuevo, sano, bajo el cielo. Y se sentía seguro, como bajo una azulada coraza de acero.

Seguro. Era inmune.

Le parecía un juego, no una lucha. Pero precisamente por ser un juego, debía irse, ¿verdad?

Si ella era sólo una muñequita, peligrosa para los otros, pero juguete inofensivo entre sus fuertes puños, la aventura tendría muy poco interés. Sólo cuando se tratara de una verdadera lucha con armas iguales, sólo entonces valdría la pena.

¡Mentira!, volvía a pensar. ¿A quién le iba él ahora con todas aquellas cualidades heroicas? ¿No había saboreado él también victorias harto conocidas de antemano? ¿Episodios?... No era de otra manera de como había sido siempre. ¿Podían conocerse nunca las fuerzas del contrario? ¿No era la picadura de la avispa venenosa de mucho más peligro que las fauces del caimán, abiertas frente a su carabina bien empuñada?

Y no encontraba salida. Y giraba siempre, volviendo al mismo punto: ¡Quédate!

—Buenos días, primo —saludó, riendo, Alraune ten Brinken.

Venía con Frieda Gontram.

—Buenos días —respondió él con brevedad—. Lee esas cartas. No estaría mal que pensaras un poco en todo lo que has hecho. Sería tiempo de que te dejaras de locuras y que pensaras en hacer algo razonable que valiera le pena.

Ella le miró retadora.

—¿Sí? ¿Y qué piensas tú que valdría la pena? —dijo alargando cada palabra.

Él no respondió, pues en aquel momento no hallaba respuesta. Se levantó, se encogió de hombros y salió al jardín. A sus espaldas sonó una carcajada.

—¿De mal humor, señor tutor?

* * *

Por la tarde estaba él sentado en la biblioteca y ante él se abrían algunas de las actas que el abogado Manasse le había enviado el día anterior. Pero no las leía. Y con la mirada fija al frente, fumaba con apresuramiento un cigarrillo tras otro.

Abrió luego el cajón de la mesa y extrajo de él el infolio del consejero, en el que leyó despacio y con atención, meditando sobre cada pequeña peripecia. Llamaron y el
chauffeur
se precipitó dentro.

—¡Señor doctor! —dijo—. Ahí está la princesa Wolkonski. Está muy excitada; desde el coche daba ya gritos llamando a la señorita. Pero pensamos que sería mejor que usted la recibiera primero y por eso la trae Aloys aquí.

—Está bien —dijo él.

Y levantándose, salió a recibir a la princesa, que se arrastró fatigosamente a través de la estrecha puerta, en la penumbra de la sala, cuyas verdes persianas apenas dejaban entrar el sol.

—¿Dónde está? —jadeaba—. ¿Dónde está?

Él le tendió la mano y la llevó al diván.

La princesa le reconoció; le llamó por su nombre, pero sin dejarse extraviar en una conversación.

—Busco a la señorita Alraune —gritaba—. Mándela usted llamar.

Y no se calmó hasta que llamó al criado y le dio orden de anunciar a la señorita la llegada de la princesa. Sólo entonces le prestó atención.

Él le preguntó por el estado de su hija, y ella, en un formidable torrente de palabras, le refirió cómo la había encontrado. Ni siquiera había reconocido a su madre. Se había quedado junto a la ventana, tranquila y apática, mirando al jardín. Estaba en la antigua clínica del consejero —¡aquel estafador!—, que el profesor Dalberg había transformado en clínica de enfermedades nerviosas; la misma casa en que esa...

Él la interrumpió, cortando aquella catarata de palabras. Tomó rápidamente su mano, se inclinó sobre ella y miró con fingido interés sus sortijas.

—Perdone Vuestra Alteza —dijo—. ¿De dónde procede esta maravillosa esmeralda? Es una verdadera pieza de gabinete.

—Es un botón de la gorra de magnate de mi primer marido —respondió ella—. Una alhaja de familia.

Y se dispuso a seguir hablando. Pero él se interpuso:

—Es una piedra de una limpieza extraordinaria —aseveró—. Y de raro tamaño. Una semejante sólo la he visto en el establo del Maharacha de Rolinkore; se la había hecho poner a su caballo favorito como ojo derecho. Como ojo izquierdo llevaba un rubí birmano que no era más pequeño.

Y refirió la manía de los príncipes indios de hacer sacar los ojos a sus caballos predilectos y sustituirlos por ojos de cristal o por grandes
cabochons.

—Parece una crueldad —dijo—; pero yo le aseguro a Su Alteza que el efecto es extraordinario cuando se ve un magnífico animal con inmóviles ojos de alejandrita o de zafiro.

Y habló de piedras preciosas. Recordó de sus tiempos de estudiante que ella entendía algo de piedras preciosas y que en el fondo esto era lo único que le interesaba. Ella le respondía, primero aprisa y entrecortadamente, tranquilizándose luego por momentos. Y se sacó las sortijas y se las fue mostrando una por una, refiriéndole cada vez una pequeña historia. Él asentía, fingiendo estar muy interesado. «Ya puede bajar la prima —pensaba—. Pasó la primera tempestad.»

Pero se equivocaba. Alraune entró abriendo la puerta sin ruido. Anduvo de puntillas sobre la alfombra y vino a sentarse en un sillón junto a ellos.

—Me alegro tanto de ver a Su Alteza —dijo con su tono meloso.

La princesa gritó y tuvo que tomar aliento. Se santiguó una vez y luego otra, a la manera ortodoxa.

—¡Ahí está! —gemía—. ¡Ahí está!

—Sí —dijo Alraune riendo—; real y verdadera.

Y se levantó, tendió la mano a la princesa:

—Lo siento mucho —dijo—. Mi sincero pésame, Alteza.

La princesa no le tomó la mano. Durante un minuto quedó sin habla, jadeó, luchando por recobrarse. Por fin lo consiguió.

—No necesito tu pésame —gritó—. Tengo que hablar contigo.

Y Alraune se sentó e hizo una ligera seña con la mano.

—Hable, Alteza.

Y la princesa comenzó: ¿Sabía Alraune que ella había perdido su fortuna a causa de las manipulaciones de Su Excelencia? ¡Naturalmente que lo sabía! Todos los interesados le habían expuesto detalladamente lo que tenía que hacer. Y ella se había negado a cumplir con su obligación. ¿Sabía Alraune lo que le había pasado a su hija? Contó cómo la había encontrado en la Casa de Salud y cuál era la opinión de los médicos. Cada momento se excitaba más. Su voz se hacía más alta y estridente.

Alraune declaró con tranquilidad que sabía todo exactamente.

La princesa le preguntó qué pensaba hacer. ¿Era su intención seguir las sucias huellas de su padre?

¡Oh! Él había sido un buen granuja. Ni en una novela se encontraba un tipo semejante de canalla redomado. Ya tenía su merecido.

Y se detuvo en la persona de Su Excelencia y dijo a gritos todo cuanto le venía a la lengua. Suponía que el súbito ataque de Olga era debido al fracaso de su misión tanto como a que Alraune le había quitado aquella amiga de tantos años. Y creía que si Alraune quería ayudarla, no sólo se salvaría su fortuna, sino también su hija, al saber la noticia.

—No pido —gritaba—. Exijo. Exijo mi derecho. Tú, mi propia ahijada, y tu padre, habéis obrado mal conmigo. Enmendadlo en cuanto sea posible. Es una vergüenza que tenga yo que decírtelo. Pero tú no lo quieres de otra manera.

—¿Qué tengo yo que salvar? —dijo Alraune en voz baja—. Por lo que sé, el Banco ha quebrado hace ya tres días. Su dinero ha volado, Alteza.

Lo dijo en un tono que se oía como un viento que hiciera volar los billetes de banco en todas direcciones.

—No importa —declaró la princesa—. Gontram me ha dicho que no llegaba a doce millones de dinero mío que tu padre había invertido en ese miserable Banco. Lo que tienes que hacer sencillamente es dármelos de tu dinero. Para ti, eso no es nada; ya lo sé.

—¡Ah! —dijo Alraune—. ¿Ordena alguna otra cosa Su Alteza?

—Ciertamente —gritó la princesa—. Le dirás a la señorita Gontram que abandone inmediatamente tu casa. Partirá conmigo inmediatamente a donde está mi hija. Yo me espero de su presencia, y especialmente de la noticia de que la cuestión del dinero está arreglada, un buen efecto sobre la condesa. Quizá una súbita curación. No le haré a la señorita Gontram ningún reproche sobre su ingrata conducta. Y también renuncio a calificar tu proceder. Pero deseo que el asunto se arregle en seguida.

Y calló, para tomar aliento después del esfuerzo que suponía aquel largo discurso. Tomó su pañuelo y se abanicó, enjugando las gruesas gotas de sudor que perlaban su rojo rostro.

Alraune se incorporó un poco e hizo una ligera inclinación.

—Su Alteza es muy bondadosa —dijo melosamente.

Y calló. La princesa esperó un momento. Luego dijo:

—¿Y bien?

—Y bien? —le devolvió Alraune en el mismo tono de voz.

—Espero... —gritó la princesa.

—Yo también —dijo Alraune.

La princesa se agitó en el diván, cuyos viejos muelles se aplastaban bajo su corpulencia. Apretada en su enorme corsé, que imprimía cierta forma a sus masas de carne, era pesada y torpe de movimientos. Su respiración era trabajosa, y pasaba involuntariamente la lengua por sus labios.

—¿Mando que le traigan un vaso de agua, Alteza? —gorjeó Alraune.

Ella hizo como si no lo oyera.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó solemne.

Y Alraune, con una gran sencillez:

—Nada absolutamente.

La vieja princesa se la quedó mirando con sus redondos ojos de vaca como si no entendiera lo que aquella chiquilla decía. Pesadamente se levantó, dio dos pasos y miró en derredor como si buscase algo.

Frank Braun se levantó y tomó una botella de agua de la mesa, escanció un vaso y se lo tendió.

La princesa bebió ávidamente.

Alraune también se había levantado.

—Le ruego que me disculpe. Alteza —dijo—. Saludaré a la señorita Gontram en su nombre.

La princesa se precipitó sobre ella, hirviendo, casi a punto de estallar de cólera.

«Ahora explota» —pensaba Frank Braun.

Pero la princesa no encontró palabras; buscó inútilmente cómo comenzar.

—Dile... —jadeó—. Dile que no se me ponga nunca delante. Es una mujerzuela... no mejor que tú.

Y pateó con sus pesados pasos por la sala, bufando, sudando, sacudiendo en el aire sus gruesos brazos. Su mirada cayó en el cajón abierto y vio aquel collar que una vez regalara a su ahijada. Cadenas de oro con brillantes y lazos de gruesas perlas ciñendo el rojo rizo de la madre. Un rayo de triunfante odio corrió por su rostro congestionado. Rápidamente extrajo del cajón el collar:

—¿Conoces esto? —gritó.

—No —dijo Alraune tranquila—. No lo he visto nunca.

La princesa se acercó a ella.

—De modo que el sinvergüenza del consejero te lo había callado. Una acción típica suya. Es el regalo que te hice cuando te bautizaron, Alraune.

—Gracias —dijo ésta—. Las perlas parecen muy bonitas y las piedras también, si son verdaderas.

—Son verdaderas —gritó la princesa—. Tan verdaderas como los cabellos que yo corté a tu madre.

Y arrojó el collar sobre la falda de Alraune.

Ésta tomó el extraño aderezo y lo examinó sopesándolo.

—¿De mi madre? —dijo con lentitud—. Según parece, mi madre tenía cabellos muy hermosos.

La princesa se le puso delante, en jarras, segura de su causa, como una lavandera.

—Muy hermosos cabellos —decía riendo—. Muy hermosos. Tan hermosos que todos los hombres corrían tras ella; y hasta le pagaban un tálero entero por poder dormir una noche junto a esos hermosos cabellos.

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