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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (32 page)

Alraune dio un salto y por un momento la sangre se retiró de su rostro. Pero en seguida volvió a sonreír y dijo, tranquila y burlona:

—Su Alteza envejece y chochea.

Ya no había retirada posible para la princesa. Y rompió, ordinaria, infinitamente desvergonzada, como una celestina borracha. Gritó, aulló, vertiendo sus obscenas palabras como un orinal. Una ramera había sido la madre de Alraune; y de la peor especie, se había vendido por unos marcos. Y su padre, un miserable asesino, Noerrissen de nombre, lo sabía bien. Por dinero había comprado el profesor a la ramera para utilizarla en sus malvados experimentos. Y la fecundó con la simiente del ajusticiado. Ella, ella misma había estado presente cuando salpicaron a la madre con aquella porquería. Y el fruto pestilente era ella: Alraune, hija de un asesino y de una ramera.

Fue su venganza. Salió triunfante con paso ligero, henchida con el orgullo de su triunfo, que le rejuvenecía diez años. Salió dando un portazo.

La amplia biblioteca quedó en silencio.

Alraune quedó sentada en su sillón, silenciosa y un poco pálida. Sus manos jugueteaban con el collar y sus labios tenían un ligero temblor. Por fin se levantó murmurando:

—Tonterías.

Dio unos pasos, meditó y se acercó a su primo.

—¿Es verdad, Frank Braun? —preguntó.

Él vaciló un momento, se levantó luego y dijo:

—Creo que es verdad.

Y acercándose a la mesa tomó el infolio y se lo tendió.

—Lee esto —dijo.

Ella no pronunció palabra y se volvió para salir. —Llévate esto también —le gritó él.

Y le tendió el cubilete y los dados, hechos con el cráneo de su madre y los huesos de su padre.

CAPÍTULO XIV
Que habla de cómo Frank Braun jugaba con fuego y de cómo despertó Alraune

Aquella tarde no bajó Alraune a comer y mandó a Frieda Gontram que le subiera un poco de té y algunos pasteles. Frank Braun aguardó un rato con la esperanza de que quizá bajase más tarde. Entonces fue a la biblioteca y de mala gana puso unas actas encima de la mesa. Pero como no pudo ensimismarse en su lectura, las volvió a cerrar y se resolvió a ir a la ciudad. Antes había extraído del cajón los últimos recuerdos: el pedazo de cuerda, la tarjeta agujereada con la hoja de trébol y, finalmente, la raíz de mandrágora. Lo empaquetó todo, selló el paquete y mandó que se lo subieran a la señorita, sin incluirle ni una letra; ya encontraría todas las aclaraciones en el infolio que llevaba sus iniciales en la portada.

Llamó al chófer y partió para la ciudad. Como ya esperaba, encontró a Manasse en la pequeña bodega de la plaza de la Catedral. Con él estaba Stanislaus Schacht. Se sentó con ellos y conversaron. Braun y el abogado se enzarzaron en la discusión de algunas cuestiones jurídicas, los pros y los contras de este y aquel proceso. Convinieron en abandonar al consejero Gontram algunos casos dudosos para que los condujera a un convenio aceptable; respecto a otros, Manasse creía poder obtener un triunfo decisivo. En cuanto a algunas causas Frank Braun propuso reconocer la razón de la parte contraria, pero Manasse le contradijo.

—No reconocer nunca nada. Aun cuando lo solicitado por el contrario esté tan claro como el sol y sea cien veces más justo.

Manasse, era el más recto y honrado abogado de la Audiencia. Siempre les decía a sus clientes la verdad, cara a cara. En la barra podía callar, pero no mentía nunca. Y, sin embargo, era bastante jurista para animar un odio mortal contra todo reconocimiento de parte.

—Pero así no conseguimos sino aumentar las costas —oponía Frank Braun.

—No importa —gritaba el abogado—. ¿Qué importa esto a nuestro objeto? Y le digo a usted que nunca puede saberse... Siempre quedan posibilidades...

—¿Una posibilidad jurídica? Tal vez... —respondió Frank Braun.

Y calló. Para el abogado no había otra cosa. El Tribunal decidía en derecho, y por consiguiente era derecho lo que él decidía, aun cuando hoy, dijera una cosa y meses después, en suprema instancia, otra distinta. De todos modos, era el Tribunal el que emitía el fallo decisivo y no la parte. Dar la razón al contrario era emitir por sí mismo el fallo, anticiparse al Tribunal. Manasse era abogado, era parcial. Y del mismo modo que deseaba un juez imparcial, era un horror para él verse obligado a fallar en pro o en contra de la parte representada.

Frank Braun sonreía.

—Como usted quiera —dijo.

Y habló con Stanislaus Schacht, que le refirió cosas de su amigo el doctor Mohnen y de todos los que en la ciudad vivían cuando Braun estudiaba allí.

Sí, Joseph Theyssen era hacía tiempo consejero de Gobierno; y Klingelhöffer era profesor en Halle y pronto vendría a ocupar la cátedra de Anatomía de la Universidad.

—Y Fritz Langen, y Bastian, y...

Frank Braun le oía, hojeaba aquel viviente almanaque Gotha de la Universidad que conocía todas las filiaciones.

—¿Sigue usted matriculado? —preguntó.

Stanislaus calló, un poco molesto. Pero el abogado gritó:

—¿Cómo? ¿Pues no sabe usted...? Ya hizo su doctorado hace cinco años.

¡Cinco años! Frank Braun calculó. Debía haber ocurrido después de terminado el 45º, no, el 46º semestre.

—De manera que... por fin —dijo.

Y levantándose, le tendió la mano, que el otro sacudió con fuerza.

—Permítame que le dé la enhorabuena, señor doctor —prosiguió—. Pero permítame también que le pregunte: ¿a qué se dedica usted ahora?

—¡Si él lo supiera!... —exclamó el abogado.

Entonces vino el capellán Schröder y Frank Braun le salió al encuentro para saludarlo.

—¿Otra vez por aquí? —dijo el ensotanado—. Esto hay que celebrarlo.

—Yo convido —declaró Stanislaus Schacht—. Hay que brindar por mi birrete doctoral.

—Y por mi nueva dignidad de vicario —dijo riendo el eclesiástico—. De modo que repartámonos el honor si le parece, doctor Schacht.

Convinieron en ello y el anciano vicario encargó un vino de Scharhofberg, del 93, que la bodega había adquirido por mediación suya.

Probó el vino, sacudió la cabeza complacido y chocó su copa con la de Frank Braun.

—A usted le va bien —dijo—; correteando por mares y tierras, según se lee en los periódicos. Nosotros tenemos que quedarnos en casita y consolarnos con que en el Mosela haya siempre buen vino. Esta marca no la encuentra usted en otra parte.

—La marca, sí —respondió Braun—. Pero no el vino. ¿Y en qué se ocupa Su Ilustrísima?

—¿En qué he de ocuparme? —repuso el eclesiástico—. Siempre fastidiado. Nuestro viejo Rin se hace cada vez más prusiano. Así que escribo por entretenimiento payasadas para Tünnes y los Bestevader, para los Schäl y los Speumanes y los Marizzebill. Ya he saqueado todo Plauto y Terencio para el teatro de marionetas de Peter Millowitsch en Colonia. Ahora estoy con Holberg. Imagínese usted; ese tío —ahora se llama «Señor Director»— me paga hasta honorarios: otra invención prusiana.

—Alégrese usted —carraspeó el abogado.

Y volviéndose a Frank Braun:

—Ha publicado también un trabajo sobre Jamblico, y le digo a usted que es un libro extraordinario.

—No vale la pena —exclamó el viejo vicario—. Sólo es un pequeño ensayo...

Stanislaus Schacht le interrumpió:

—¡Vamos! ¡Quite usted! Su trabajo es fundamental para el estudio de toda la esencia de la escuela alejandrina. Su hipótesis sobre la doctrina de la emanación en los neoplatónicos...

Y comenzó a disertar, como un obispo discutidor en un concilio, exponiendo de paso algunas dudas acá y allá; dijo que no era exacto que el autor se basara absolutamente en los tres principios cósmicos, aun cuando era verdad que quizá había podido conseguir así comprender el espíritu de Porfirio y de sus discípulos.

Manasse intervino y, por último, también el vicario. Y discutiendo como si nada hubiera en el mundo tan importante como aquel extraño monismo de los alejandrinos, que en el fondo no era otra cosa que la destrucción mística del yo por medio del éxtasis, el ascetismo y la teurgia.

Frank Braun escuchaba en silencio.

—Ésta es Alemania —pensaba—. Éste es mi país.

Y recordó que hacía un año había estado en un bar en Melbourne o en Sidney con tres personas: un juez, un obispo y un célebre médico; y que los tres habían disputado con no menos calor. Sólo que entonces se trataba de quién era el mejor boxeador: Jimmy Walsh, de Tasmania, o el esbelto Fred Costa, el campeón de Nueva Gales del Sur. Aquí, en cambio, se reunían un pequeño abogado que nunca acababa de ser nombrado consejero, un eclesiástico que escribía farsas absurdas para el guiñol y nunca conseguía una parroquia y el eterno estudiante Stanislaus Schacht, que a los cuarenta años había terminado felizmente su doctorado y no sabía ahora a qué dedicarse. Y esos tres pobres diablos hablaban de los temas más sabios, más extraños a su profesión, más inactuales, con la misma ligereza, con la misma precisión con que los señores de Melbourne hablaban del boxeo. ¡Oh, se podría cribar toda América, toda Australia y nueve décimas partes de Europa sin encontrar tal cantidad de ciencia!

—Y, sin embargo, está muerta —suspiró Braun—. Muerta hace mucho tiempo y huele a putrefacción. Sólo que estos señores no lo notan.

Y preguntó al vicario qué tal le iba a su ahijado, el joven Gontram.

El abogado se interrumpió en el acto:

—Sí, cuente usted, padre. Precisamente para eso he venido.

El vicario se desabotonó la sotana, sacó su cartera y de ella una carta.

—Léala usted mismo —dijo—. Muy consoladora no es.

Frank Braun lanzó una rápida mirada al sello.

—¿De Davos? —preguntó—. Ésa es la herencia de su madre.

—Por desgracia —suspiró el anciano eclesiástico—. Joseph era un muchacho tan fresco y tan bueno. La verdad es que no había nacido para clérigo. Aunque yo mismo visto sotana, le hubiera hecho estudiar para otra cosa, si no le hubiera prometido a su madre en el lecho de muerte lo que prometí. Por otra parte, él hubiese seguido su propio camino, como yo... Hizo su doctorado con gran brillantez y yo recibí todas las dispensaciones del arzobispo, que le quiere mucho. Me ha ayudado muy bien en mi trabajo sobre Jamblico y hubiera podido llegar a ser algo. Sólo que, por desgracia...

Se detuvo y apuró su copa lentamente.

—¿Sobrevino tan de pronto, padre?... —preguntó Frank Braun.

—Así puede decirse —respondió el clérigo—. La primera causa fue sin duda la impresión de la muerte de su hermano Wolf. Tenía que haber visto usted a Josef en el cementerio. No se apartó un momento de mi lado mientras pronunciaba mi breve discurso, estaba con la vista fija en una gran corona de rosas rojas puestas sobre el féretro. Se mantuvo firme mientras duró la ceremonia, pero luego se sintió tan débil que Schacht y yo tuvimos que llevarlo literalmente en brazos. Ya en el coche se sintió mejor, pero al llegar a casa volvió otra vez a sentirse apático y lo único que pude sacarle en toda la noche fue que él era el último de los hijos de Gontram y que ahora le tocaba la vez. Ya no salió de su apatía, convencido de que sus días estaban contados, aun cuando los profesores que lo reconocieron al principio me dieron muy buenas esperanzas. Luego la enfermedad se aceleró y de día en día se apreciaba su avance. Le mandamos a Davos, pero parece que el fin no está lejos.

Calló y gruesas lágrimas brillaron en sus ojos.

—La madre era más dura —dijo Manasse—. Durante seis años se estuvo riendo de la muerte.

—Dios conceda a su alma paz eterna —dijo el vicario llenando las copas—. Bebamos en silencio un sorbo a su memoria.

Y levantaron los vasos y los apuraron.

—Pronto se va a quedar el consejero completamente solo —dijo el doctor Schacht—. Sólo su hija Frieda parece completamente sana. El único de sus hijos que le sobrevivirá.

El abogado carraspeó:

—¿Frieda? No. No lo creo.

—¿Por qué no? —murmuró Frank Braun.

—Porque... porque... —comenzó—. ¡Bah! ¿Por qué no decirlo?

Y miró a su interlocutor, incisivo, rabioso, como si fuera a saltarle al cuello.

—¿Quiere usted saber por qué Frieda no llegará a vieja? Porque está completamente en las garras de aquella maldita bruja. Por eso. Ya lo sabe usted.

—¡Bruja! —pensó Frank Braun—. La llama bruja lo mismo que el tío Jakob en su infolio.

—¿Qué quiere usted decir, señor Manasse? —preguntó.

Y Manasse aulló:

—Eso, lo que digo... El que se acerca mucho a la señorita ten Brinken se queda pegado como la mosca en la miel y se ahoga sin que le valga patalear. Tenga usted cuidado, señor doctor... Llamar la atención de alguien es una tarea bastante ingrata... Ya lo hice una vez, sin éxito... Con Wolf Gontram. Ahora le toca a usted... Huya usted mientras tenga tiempo todavía. ¿Qué hace usted aquí? Parece como si estuviera usted ya relamiéndose a la vista de la miel.

Frank Braun rio, pero su risa resultó algo forzada.

—No debe usted inquietarse por mi causa —exclamó, sin conseguir convencer a su interlocutor ni convencerse a sí mismo.

Y siguieron bebiendo. Bebieron por el birrete doctoral de Schacht, por la nueva dignidad del eclesiástico, por la prosperidad del doctor Mohnen, del que nadie había oído palabra desde que abandonó la ciudad. «Ha desaparecido» —dijo Stanislaus Schacht, y se puso sentimental y cantó pasionales canciones.

Frank Braun se despidió. Como antaño, marchó a pie hasta Lendenich, entre los perfumados árboles primaverales.

* * *

Al pasar por el patio vio luz en la biblioteca. Entró. Alraune estaba sentada en el diván.

¿Tú aquí, primita? ¿Tan tarde?

Ella no respondió. Con un gesto le invitó a que tomara asiento. Él lo hizo, frente a ella, y esperó, sin instarla a hablar, aunque seguía silenciosa.

Por fin dijo ella:

—Tengo que hablar contigo.

Él asintió. Alraune callaba de nuevo.

Y Frank Braun comenzó:

—¿Has leído el manuscrito?

—Sí —dijo. Y respirando profundamente se le quedó mirando—. ¿De manera que yo soy... una broma que se te ocurrió una vez a ti?

—¿Una broma? Un pensamiento, si te parece —opuso él.

—Bueno, un pensamiento. Qué importa la palabra? ¿Qué es una broma sino un pensamiento alegre? Y creo que este tuyo fue bastante chistoso —y se echó a reír—. Pero no te esperaba por eso, era otra cosa lo que quería saber. ¿Crees tú...?

—¿Qué es lo que tengo que creer? ¿Que es verdad lo que refiere el manuscrito? Sí, lo creo.

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