La mandrágora (36 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Braun sacudió la cabeza.

—No, tío Jakob —murmuraba—. Esta vez no te he de proporcionar satisfacción alguna. Esta vez no.

Recogió su calzado, sus calcetines; preparó la camisa y el traje que debía vestirse. Su mirada cayó sobre el kimono azul marino que pendía del respaldo de la silla y levantándolo contempló la rasgadura quemada por la bala.

—Debía dejárselo a Alraune como recuerdo.

Detrás de él resonó un profundo suspiro. Se volvió y la vio en medio del cuarto, vestida con un delgado manto de seda, mirándole con los ojos dilatados.

—¿Estás haciendo el equipaje? —murmuró—. ¡Te marchas! ¡Ya me lo imaginaba!

La voz se le anudó en la garganta a Braun; pero, sobreponiéndose:

—Sí, Alraune; me marcho —dijo.

Alraune se arrojó en una silla sin responder y le contempló en silencio. Braun fue al lavabo y recogió diversos objetos, peines, cepillos, jabones y esponjas. Por fin estuvo listo y cerró la tapa del cofre.

—Bueno —dijo con dureza—. Ya estoy listo —y se acercó a Alraune tendiéndole la mano.

Ella no se movió y sus pálidos labios permanecieron mudos.

Sólo sus ojos hablaron. «¡No te vayas! —rogaba—, ¡no me abandones! ¡Quédate!»

—¡Alraune! —murmuró él, y su voz resonó como un reproche y al mismo tiempo como una súplica de que le dejara marchar.

Pero ella no le soltaba. Su mirada seguía sujetándole: «¡No me abandones!»

Braun sentía cómo su voluntad se iba derritiendo y casi con violencia apartó sus ojos de los de ella. Pero en aquel momento se abrieron sus labios:

—¡No te marches! —exigió Alraune—. Quédate conmigo.

—No —gritó él—. No quiero. Serás mi ruina, como has sido la de los otros.

Y volviéndole la espalda fue hacia la mesa, y tomando dos copos de algodón de los que había usado para el vendaje, los humedeció en aceite y se taponó con ellos los oídos.

—Ahora habla si es que tienes que decir algo. No te oigo, no te veo. Tengo que irme; ya lo sabes. Déjame marchar.

Y ella, quedamente:

—Entonces has de tocarme.

Y acercándose hacia él le puso la mano sobre el brazo, y el temblor de sus dedos decía: «¡Quédate! ¡No me abandones!»

¡Aquel contacto de su mano era tan dulce, tan dulce!...

«Ahora voy a soltarme —pensaba Braun—. Ahora mismo. Sólo un segundo.»

Y cerrando los ojos saboreaba la halagadora presión de los dedos de Alraune. Pero las manos de ella subieron y las mejillas de él temblaron al suave contacto. Lentamente rodearon su cuello aquellos brazos y ella atrajo hacia sí su cabeza, se irguió y le imprimió en la boca sus labios.

«¡Qué extraño es todo esto! —pensaba Braun—. Sus nervios hablan y los míos entienden ese lenguaje.»

Ella le llevó hacia un lado, le echó sobre la cama, se sentó sobre sus rodillas cubriéndole de ternezas y zalamerías. Sus puntiagudos dedos sacaron el algodón con que él había taponado sus oídos, murmurándole ardientes y acariciadoras palabras.

Él no las entendía: tan queda era la voz que las pronunciaba. Pero comprendía su sentido, que no era ya «¡quédate!», sino «¡cómo me alegra que te quedes!»

Todavía seguía Braun con los ojos cerrados, y seguía oyendo el desordenado murmurar de aquellos labios, y sentía las puntas de sus dedos que le acariciaban el pecho y el rostro. Sin presiones, sin instancias, sentía él que la corriente nerviosa de Alraune le derribaba sobre el lecho y se dejó caer lenta, lentamente...

De pronto Alraune se levantó de un salto. Braun abrió los ojos y vio cómo ella se apresuraba hacia la puerta, la cerraba, y corría luego las espesas colgaduras de las ventanas. Una luz mate crepuscular se adueñó de la estancia.

Braun quería incorporarse, levantarse. Pero antes de que se moviera ya estaba ella de vuelta. Y arrojando la negra capa, se acercó hacia él.

Con suaves dedos volvió a cerrarle los ojos apretando sus labios contra los de él. En su mano sentía Braun la presión del seno de Alraune, y cómo los dedos de sus pies gozaban jugueteando con sus piernas; y los rizos que caían sobre sus mejillas.

Y no se defendía, entregándose al capricho de ella.

—¿Te quedas? —preguntó Alraune.

Pero Braun sintió que no era ya una pregunta: que ella sólo quería oírlo de sus labios.

—Sí —dijo en voz baja.

Sus besos cayeron sobre él como una lluvia de mayo, sus caricias se derramaban espesas como las flores del almendro que arranca el viento vespertino.

Y sus zalameras palabras saltaban como las irisadas perlas de la cascada del estanque.

—¡Tú me lo enseñaste! —susurraba ella—. Tú me enseñaste lo que era el amor, y ahora te quedarás por ese mismo amor que tú has creado.

Y le pasó suavemente la mano por la herida, y la besó. Luego levantando la cabeza, le miró con ojos extraviados.

—Te hice daño —murmuraba—; te herí..., junto al corazón... ¿Quieres golpearme? ¿Te traigo la fusta? Haz lo que quieras... Hazme heridas con tus dientes..., o coge un cuchillo... Bebe mi sangre..., haz lo que quieras... Soy tu esclava..., tu esclava.

Braun volvió a cerrar los ojos y suspiró profundamente.

Y pensó: «Tú eres la dueña, la vencedora.»

* * *

Muchas veces, cuando entraba en la biblioteca le parecía oír resonar una carcajada en algún rincón. La primera vez que la oyó supuso que era Alraune la que reía, aunque aquel sonido no era el de su voz; miró a todas partes y no encontró nada.

La segunda vez se asustó: «Es la voz ronca del tío Jakob —pensaba—, que se burla de mí.» Pero se dominó, murmurando:

—Es un engaño de los sentidos; no es extraño, mis nervios están sobreexcitados.

Andaba por allí como ebrio, deslizándose, tambaleándose, cuando estaba solo, con desgarbados movimientos y fijas miradas; cuando estaba junto a ella se sentía bajo la tensión de todos sus nervios, y su sangre, que otras veces circulaba débilmente, corría entonces precipitada.

Braun le servía de maestro; era verdad que le abría los ojos y le enseñaba todos los secretos de aquellos países del Oriente para los cuales el amor es un arte. Pero era como si no le mostrara nada extraño, sino que evocara en ella recuerdos de algo anteriormente sabido. Muchas veces, antes de que él hablara, llameaban en ella rápidas concupiscencias, como el incendio de un bosque en el estío.

Y él arrojaba la antorcha y, sin embargo, se asustaba de aquella combustibilidad que le abrasaba la sangre, le arrojaba entre las brasas de la fiebre, que le resecaba y coagulaba su sangre en las venas.

Una vez al pasar por el patio se encontró con Froitsheim.

—Ya no sale usted a caballo, señorito —dijo el viejo cochero.

Y él, quedamente:

—No. Ya no.

Y su mirada cayó sobre los ojos del anciano, y vio como sus labios se entreabrían.

—¡No hables, viejo! —dijo rápidamente—. ¡Sé lo que me quieres decir! Pero no puedo. ¡No puedo!

El cochero se le quedó mirando largo tiempo después que se hubo marchado hacia el jardín. Escupió y sacudió pensativamente la cabeza, santiguándose.

* * *

Una tarde Frieda Gontram estaba sentada en el banco de piedra bajo las hayas rojas. Braun corrió hacia ella y le tendió la mano.

—¿Ya de vuelta, Frieda?

—Los dos meses han pasado ya.

Él se llevó la mano a la frente:

—¿Pasado? —murmuraba—. A mí me parecía que hacía apenas una semana. ¿Cómo está su hermano? —siguió diciendo.

—Ha muerto. Hace ya tiempo. Le enterramos allá en Davos. El vicario Schröder y yo.

—¿Muerto?

Y luego, como si quisiera apartar de sí aquellos pensamientos:

—¿Y qué hay de nuevo por ahí? Nosotros vivimos como ermitaños sin salir apenas del jardín.

Y Frieda comenzó:

—La princesa murió de una apoplejía. La condesa Olga...

Pero, sin dejarla acabar:

—No, no —gritó Braun—. No diga usted nada más; no quiero oír nada. ¡Muerte! ¡Muerte y muerte! ¡Calle usted, Frieda, calle usted!

Se alegraba de que estuviera otra vez allí. Hablaban poco, pero en silencio permanecían largo tiempo juntos, a escondidas cuando Alraune estaba en casa. Ésta refunfuñaba por la vuelta de Frieda.

—¿Por qué ha vuelto? No quiero tenerla aquí. No quiero vivir con nadie sino contigo.

—Déjala. Para nada nos estorba y siempre que puede se esconde.

Alraune dijo:

—Está contigo cuando yo no estoy aquí. Lo sé; pero que tenga cuidado.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.

—¿Hacer? Nada. ¿Te has olvidado de que yo no necesito hacer nada? Todo viene por sí mismo.

En Braun renació un momento la resistencia:

—Eres peligrosa —dijo— como un fruto venenoso.

Ella irguió la cabeza:

—¿Por qué anda siempre tras la golosina? ¿No le mandé que se fuera para siempre? Pero tú propusiste dos meses. Es culpa tuya.

—No. No es verdad. Aquella vez se hubiera tirado al agua.

—Mejor —dijo riendo Alraune.

Braun la interrumpió diciendo rápidamente:

—La princesa ha muerto. Una apoplejía...

—¡Gracias a Dios! —rio Alraune.

Braun apretó los dientes y la cogió de los brazos, zarandeándola:

—¡Eres una bruja! ¡Te debían matar!

Ella no se defendió, aun cuando los dedos de Braun se crispaban en su carne.

—¿Quién? —decía—. ¿Quién? —y seguía riendo—. ¿Quién? ¿Tú?

—Sí. Yo. Yo. Yo planté la semilla del árbol venenoso y encontraré también el hacha para derribarlo, para librar al mundo de ti.

—Hazlo —decía Alraune melosamente—. ¡Hazlo, Frank Braun!

Su burla caía como el aceite sobre el fuego que le quemaba. Una humareda roja y ardiente se entretejió ante su vista, penetrando asfixiante en su boca. Su rostro se descompuso, y precipitándose sobre Alraune levantó en alto el puño cerrado.

—¡Pega! —gritaba ella—. ¡Pega! ¡Oh, así me gustas tanto!...

Y el brazo de Braun cayó inerte y su pobre voluntad se ahogó en el torrente de las caricias de Alraune.

* * *

Aquella noche se despertó. La claridad vacilante de las bujías del gran candelabro de plata sobre la chimenea cayó sobre Braun, que yacía en el enorme lecho de su bisabuela; la acartonada mandrágora pendía sobre él «¡Si caes, vas a descalabrarme! —pensaba medio dormido—; tengo que quitarla de ahí.»

Su mirada se posó en el suelo. Allí, a los pies de la cama, se acurrucaba Alraune. De su boca salían palabras dichas en voz baja y entre sus manos tableteaba ligeramente algo. Braun volvió la cabeza acechándola.

Alraune sostenía el cubilete, el cráneo de su madre, y arrojaba los dados, las falanges de su padre.

—¡Nueve! —murmuraba—. ¡Y siete, dieciséis!

Y de nuevo arrojó los dados de hueso en el cubilete, sacudiéndoles ligeramente:

—¡Once! —exclamó.

—¿Qué haces ahí? —la interrumpió Braun.

—Estaba jugando. No podía dormir bien y me puse a jugar.

—¿Y a qué jugabas?

Alraune se arrastró hacia él rápidamente, como una serpiente.

—He jugado para adivinar lo que ocurrirá con vosotros, con Frieda Gontram y contigo.

—¿Y qué ocurrirá? —volvió a preguntar Braun.

Ella le tamborileaba con los dedos en el pecho:

—Frieda morirá. Frieda Gontram morirá.

—¿Cuándo? —instó él.

—¡No sé! Pronto. Muy pronto.

Los dedos de Braun se crisparon:

—¿Y bien? ¿Qué será de mí?

Y ella dijo:

—No sé. Me has interrumpido. ¿Quieres que siga jugando?

—No —gritó él—. No. No quiero saberlo.

Y calló, sumiéndose en profundas cavilaciones.

De pronto se incorporó asustado y se sentó, contemplando fijamente la puerta. Alguien se deslizaba ante ella con tácitos pasos y Braun oyó claramente cómo crujía una tabla del suelo.

Saltó de la cama, dio unos pasos hacia la puerta y escuchó con gran atención. El desconocido subía las escaleras.

Y tras sí oyó resonar una risa clara.

—Déjala. ¿Qué quieres tú de ella?

—¿A quién tengo que dejar? ¿Quién es?

Alraune seguía riendo:

—¿Quién? Frieda Gontram. Tu miedo es prematuro; todavía vive.

Él volvió a sentarse al borde de la cama.

—Tráeme vino —gritó—. Quiero beber.

De un salto se puso Alraune en la habitación inmediata, trayendo una garrafa de cristal, y escanció en los tallados vasos la sangre del borgoña.

—Frieda da siempre vueltas por la casa, de día y de noche. Dice que no puede dormir y que por eso lo hace.

Braun no oía lo que Alraune hablaba. Apuraba la copa, que volvía a tender de nuevo.

—¡Más! ¡Dame más!

—No. Así no. Tiéndete. Yo te daré de beber cuando estés sediento.

Y le oprimió la cabeza contra la almohada y se arrodilló en el suelo junto a él. Y tomando un trago de vino y se lo dio en un beso, y Braun se puso ebrio de vino y más aún de los labios que se lo ofrecían.

* * *

Ardía el sol al mediodía. Ambos estaban sentados en la balaustrada de mármol del estanque, chapoteando con los pies en el agua.

—Ve a mi cuarto. En mi tocador hay un anzuelo, a la izquierda. Tráemelo.

—No —repuso él—. No debes pescar. ¿Qué te han hecho los pececitos de oro?

—Tráemelo.

Y Braun se levantó dirigiéndose a la casa señorial.

Cuando llegó al cuarto tomó el anzuelo, contemplándolo con una mirada crítica; y sonriendo complacido:

«Con esto no va a pescar mucho» —pensaba.

Pero se interrumpió, y profundas arrugas surcaron su frente.

«¿Que no pescaría mucho? Pescaría aun cuando les arrojara a los peces un anzuelo de carne.»

Su mirada cayó sobre el lecho y subió hacia donde estaba el monigote de raíces. Con rápida decisión arrojó el anzuelo, tomó una silla y arrimándola a la cama se subió a ella y arrancó la mandrágora de un tirón. Reunió unos papeles en la chimenea, les prendió fuego y colocó sobre ellos la raíz.

Y sentándose en el suelo contempló las llamas, que sólo devoraban el papel, sin encender la mandrágora, que apenas se ennegreció un poco. A Braun le parecía verla reír, que su feo rostro se contraía en una mueca. ¡Oh, la mueca del tío Jakob! ¡Y otra vez, otra vez resonaba aquella risa pegajosa en todos los rincones! Braun dio un salto, tomó de la mesa una navaja y abrió la afilada hoja. Con ella sacó la mandrágora del fuego.

La raíz era dura e infinitamente correosa; y sólo pudo arrancarle pequeñas astillas, pero no cedió y siguió cortando, cortando, un pedacito después de otro. El sudor perlaba su frente y aquel trabajo inacostumbrado le producía dolor en los dedos. Hizo una pausa, reunió otra vez papeles, montones de periódicos viejos nunca leídos y arrojó sobre ellos las astillas, rociándolas con aceite de rosas y agua de Colonia.

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