La mandrágora (37 page)

Read La mandrágora Online

Authors: Hanns Heinz Ewers

¡Oh, ahora ardía con un fuego vivo! Aquella llama le redobló las fuerzas y con más ligereza y vigor arrancó a la madera virutas con las que alimentaba constantemente el fuego. El monigote se hacía más pequeño, perdió sus brazos y sus piernas, y seguía sin ceder, resistiéndose, clavándole en los dedos agudas astillas. Pero Braun humedecía la fea cabeza con su sangre, sonriendo rencorosamente, arrancando sin cesar nuevas virutas. La voz de Alraune resonó entonces ronca, casi cascada.

—¿Qué haces? —exclamó.

Braun se levantó, arrojando el último fragmento de raíz en las devoradoras llamas; se volvió, colérico, y sus ojos verdes brillaban en un fulgor de locura.

—¡Le he matado! —gritó.

—A mí —gimió ella—. ¡A mí!

Y se llevó ambas manos al pecho.

—¡Me duele! —murmuró—. ¡Me duele!

Él pasó de largo y se marchó dando un portazo.

Pero una hora más tarde yacía en sus brazos, bebiendo de nuevo sus ponzoñosos besos.

* * *

Era verdad. Él era su maestro. Cogida de su mano, paseaba por el jardín del amor, sumiéndose por los senderos escondidos, lejos de las anchas avenidas trazadas para la multitud. Pero allí donde los senderos se interrumpían bruscamente entre malezas, donde los pies de él retrocedían, seguía ella andando, entre risas, despreocupada, libre de todo miedo, de toda timidez, ligera como en un saltarín paso de danza. Ningún rojo fruto venenoso crecía en el jardín del amor que no hubieran cortado sus dedos, que no hubiesen saboreado sus labios sonrientes.

Pero él sabía qué dulce embriaguez era aquélla, cuando la lengua recogía pequeñas gotas de sangre del cuerpo amado. Su ansia no parecía nunca harta, insaciable era su ardiente sed.

Cansado estaba él de sus besos aquella noche y lentamente se deshizo de sus brazos. Con los ojos cerrados yacía como un muerto, rígido e inmóvil. Pero no dormía. A pesar de todo el cansancio, sus sentidos permanecían claros y despiertos. Y así estuvo tendido muchas horas. La luna llena penetraba por la ventana abierta, hasta caer sobre el blanco lecho; y Braun oyó cómo Alraune se agitaba a su lado, se quejaba débilmente y murmuraba palabras incoherentes como acostumbraba a hacerlo en las noches de luna. Oyó cómo se levantaba y se dirigía cantando hacia la ventana para volver luego con lentitud. Sintió cómo se inclinaba sobre él y le contemplaba con fijeza durante un largo rato. Braun no se movió. Alraune se levantó de nuevo, fue hacia la mesa y volvió. Y sopló, más y más de prisa, sobre el costado izquierdo de Braun; y esperó, escuchando su respiración.

Y luego sintió Braun cómo algo duro y afilado rasgaba su piel y comprendió que era un cuchillo.

—Ahora va a clavármelo —pensaba, sin experimentarlo como algo doloroso, sino dulce y agradable. No se movía y esperaba el agudo tajo que iba a rasgar su corazón.

Alraune cortaba, lenta y suavemente, sin profundizar más que lo necesario para que su sangre brotara ardiente de la herida. Él la oyó respirar precipitada y vio que sus párpados se entreabrían un poco dirigidos hacia arriba. Tenía los labios entreabiertos y la punta de la lengua avanzaba ávidamente entre los brillantes dientes. Sus blancos pechos se movían agitados y un fuego de locura chispeaba en sus inmóviles ojos verdes.

De pronto se arrojó sobre él, puso los labios en la herida abierta y bebió, bebió.

Braun yacía inmóvil, sintiendo cómo su sangre acudía al corazón, y le parecía como si ella la sorbiera toda sin querer dejarle una sola gota. Ella bebía, bebía..., bebía eternamente.

Por fin levantó la cabeza. Él la sintió arder, vio cómo sus mejillas lucían rojas en el claro de luna, cómo pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. Con halagadores dedos acarició aquella fuente, exhausta de su rojo licor. E imprimió encima un par de rápidos besos.

Luego se volvió contemplando la luna con inmóviles ojos.

Algo la atraía. Se levantó, dirigiéndose con pesados pasos hacia la ventana. Subió a una silla, puso un pie en el alféizar...

La luz de plata la envolvía.

Luego con decisión rápida volvió a bajar, sin mirar a los lados; anduvo en línea recta por el cuarto, murmurando: «¡Ya voy! ¡Ya voy!» Y abrió la puerta y salió.

Un momento permaneció él todavía inmóvil, escuchando los pasos de la sonámbula que se perdían en los vastos aposentos. Se levantó, se puso los calcetines y los zapatos y tomó su bata, contento de que se hubiera ido. Ahora podría dormir un rato antes de que regresara.

Atravesaba el zaguán para ir a su cuarto, cuando oyó pasos y se escondió en el hueco de una puerta. Y vio venir una figura negra: Frieda Gontram en sus vestidos de luto. Como siempre, durante sus paseos nocturnos, llevaba una bujía en la mano, que brillaba a pesar de la luna llena. Braun vio los pálidos y contraídos rasgos de Frieda, las hondas arrugas de su frente, la boca apretada y sumida, sus ojos tímidos que parecían mirar hacia adentro.

—Está como poseída —pensaba Braun—. Poseída como yo.

Pensó hablarle de ello un momento, convenir con Frieda si quizá...

Pero sacudió la cabeza. No, no. De nada serviría.

Frieda le cerraba el camino hacia su cuarto y entonces resolvió pasar a la biblioteca y tenderse allí en un diván. Bajó la escalera, descorrió el cerrojo de la puerta y soltó la cadena. Y con quedos pasos atravesó el patio. La cancela exterior estaba de par en par, como el día, cosa que le admiró. Salió por ella y miró la calle. El nicho del santo yacía en profunda sombra y la blanca imagen de piedra lucía con más claridad que de ordinario. A sus pies había tendidas muchas flores; y cuatro o cinco lamparillas ardían entre ellas. A Braun le pareció como si aquellas luminarias que los hombres llamaban eternas quisieran competir con la luz de la luna.

—Pobres lamparillas —murmuró, aun cuando se le antojaron como un socorro, como una protección contra las fuerzas incomprensibles de la cruel Naturaleza. Allí, en la sombra, junto al santo, al que no llegaba la luz de la luna, que encendía para él mismo una luz, se sentía Braun seguro. Levantó los ojos para contemplar los duros rasgos de la imagen, que le parecieron animarse a la vacilante luz de las lámparas; le pareció que el santo se erguía y miraba orgullosamente al sitio donde se alzaba la luna. Y entonces, susurrando, como hace muchos años, empezó a cantar cálida y hasta fervorosamente:

¡Juan Nepomuceno!

¡Santo valedor

contra los naufragios,

líbrame del amor!

Priva de tu amparo al lascivo,

déjame a mí en tierra, tranquilo,

¡Juan Nepomuceno,

líbrame del amor!

Y Braun atravesó la puerta y pasó el patio. En el banco de piedra, junto a las cuadras, estaba el viejo cochero. Braun le vio levantar el brazo y hacerle señas y se acercó rápidamente hacia él.

—¿Qué hay, viejo? —murmuró.

Froitsheim no respondía. Se limitó a levantar la mano e indicar con su corta pipa hacia arriba.

—¿Qué? —preguntó Braun—. ¿Dónde?

Entonces vio bien de qué se trataba. Un cuerpo esbelto y desnudo, como el de un efebo, caminaba sobre el agudo tejado de la casa seguro y tranquilo: era Alraune.

Tenía los ojos muy abiertos y miraba hacia arriba, muy arriba, hacia la luna llena.

Él vio cómo sus labios se movían y cómo tendía sus brazos hacia la noche estrellada: era como una necesidad, como un anheloso deseo.

Y seguía andando. Y descendió por la canal y recorrió luego la cornisa, paso a paso.

Y podía caerse. Podía precipitarse abajo.

Una súbita angustia se apoderó de Braun y sus labios se abrieron para prevenirla, para llamarla.

—¡Air...!

Pero el grito se ahogó en su garganta.

Prevenirla, gritar su nombre era justamente matarla. Ella dormía y, mientras durmiera, estaba segura. Pero si él la llamaba, si la hacía despertar, entonces caería fatalmente. Algo en su interior le decía: «¡Llámala, llámala y estás salvado! Sólo una palabra, su nombre, Alraune. Su vida pende de tu boca; su vida y la tuya: grita, grita!»

Braun apretó los dientes, sus ojos se cerraron y se crisparon sus puños. No había retirada. Él sentía que ahora, que ahora tenía que suceder. Tenía que hacerlo. Todos sus pensamientos se fundieron, y forjaron como un largo y agudo puñal la palabra
Alraune.

Entonces, a lo lejos, en la noche, resonó un grito salvaje y desesperado: «¡Alraune, Alraune!»

Braun abrió los ojos y miró hacia arriba. Vio cómo dejaba caer los brazos y cómo un súbito temblor sacudía sus miembros; cómo se volvía aterrada a mirar la gran figura negra que salía por la lucerna del tejado; vio cómo Frieda Gontram abría los brazos, se precipitaba hacia fuera, y oyó otra vez su grito de angustia: «¡Alraune!»

Y ya no vio más. Una niebla confusa cubrió sus ojos. Sólo oyó el ruido sordo de algo que había caído y luego otro y un ligero grito, sólo uno.

El viejo cochero le tomó del brazo y le empujó hacia adelante. Braun se tambaleaba, estuvo a punto de caer. Luego dio un salto y atravesó corriendo el patio hacia la casa.

Y se arrodilló junto a ella. Y recogió en los brazos su dulce cuerpo. Sangre, mucha sangre teñía los cortos rizos de Alraune. Puso el oído junto al corazón de ella y oyó un ligero latido.

—¡Oh, vive todavía! ¡Vive todavía! —murmuró, besándola en la pálida frente.

Vio cómo a su lado el viejo cochero se ocupaba de Frieda Gontram, le vio sacudir la cabeza y levantarse pesadamente.

—Se ha roto la nuca —le oyó decir.

¿Qué le importaba eso? ¡Alraune vivía! ¡Ella vivía!

—Ven, viejo —gritó—. Vamos a subirla arriba.

La levantó por los hombros. Entonces abrió ella los ojos, pero no le reconoció y seguía murmurando: «¡Ya voy! ¡Ya voy!»

Su cabeza cayó hacia atrás. Braun se levantó de un salto. Su grito salvaje se levantó en la noche, rompiéndose en las casas inmediatas, derramándose los ecos por los jardines.

—¡Alraune! ¡Alraune! ¡Yo fui... yo!

El viejo cochero le puso la callosa mano sobre el hombro, sacudiendo la cabeza.

—No, señorito —dijo—. Fue la señorita Gontram quien la llamó.

Y Braun, con una risa estridente:

—¿No fue mi deseo?

El semblante del viejo se ensombreció. Su voz sonó ronca:

—Ha sido mi deseo.

* * *

Los criados salieron de las casas y vinieron con luces llenando con sus voces y su ruido el amplio patio. Vacilando como un ebrio, se tambaleó Braun hacia la casa, apoyándose en el hombro del viejo cochero.

—Debo irme a mi casa —murmuraba—. Mi madre me aguarda.

FINAL

El verano declina y los altos rosales levantan junto al enrejado sus capullos. Las malvas derraman sus débiles tonos entre colores suaves: amarillo pálido, lila y rosa pálido.

Cuando tú llamaste, querida amiga, gritó la Primavera joven. Cuando tú pasaste por la angosta puerta del jardín de mis sueños, los narcisos y los amarillos chalimagos dieron la bienvenida a las golondrinas. Tus ojos fueron azules y buenos, y tu días como los opulentos racimos de las glicinas azules que gotearon sus florecillas hasta formar una muelle alfombra por la que discurrió mi pie ligero bajo las bóvedas de follajes relucientes de sol.

Y las sombras cayeron y, en las noches, el pecado eterno salió de la mar y vino del sur en el fuego de los vientos del desierto; despidió su hálito pestilente, esparciendo en mis jardines los velos de sus lúbricas bellezas. Entonces despertó tu alma ardiente, hermana bravía, alegre de todas las vergüenzas, embriagada de todos los venenos, y bebió mi sangre lanzando gritos de júbilo y chillando en medio de dolorosos tormentos, de besos de placer.

La dulce maravilla de tus uñas rosadas, que pulió Fanny, tu doncellita, se convirtieron en feroces zarpas; y tus dientecillos, brillantes como lechosos ópalos, en poderosos colmillos; y tus dulces senos de niña, en la opulenta ubre de una ramera. Víboras de fuego silbaron entre tus rizos de oro; y en tus ojos, dulces ojos, como piedras preciosas que rompen la luz, como los lucientes zafiros de mis quietos Budas dorados, brotaron las chispas que funden en su llama las cadenas de todas las locuras. Pero en el estanque de mi alma creció un loto de oro que extendió sus anchas hojas sobre la vasta superficie, cubriendo el horrible vórtice de las profundidades. Y las lágrimas de plata que lloró la nube yacían como grandes perlas sobre las hojas verdes, fulgurando en el mediodía como pulidas piedras lunares. Allí, donde se extendía la nieve de las acacias, vertían los citisos su venenoso amarillo. Entonces encontré, hermanita, la gran belleza del casto pecado, y comprendí las concupiscencias de los santos.

Yo estaba sentado ante el espejo, querida amiga, y bebía en él la opulencia de tus pecados cuando dormías las tardes de verano sobre blancos linos en tu tenue camisa de seda.

Muy otra eras tú, mi rubia amiga, cuando el sol reía entre la magnificencia de mis jardines, linda hermanita de mis tranquilos días de ensoñación. Y muy otra cuando el sol se hundía en el mar y la oscuridad surgía de entre las malezas, bravía, pecadora hermana de mis noches ardientes. Yo miraba al tenue claror del día todos los pecados de la noche en tu belleza desnuda.

En el espejo obtuve ese conocimiento. En el viejo espejo de marco de oro, en el vasto mirador del castillo de San Constanzo, aquel espejo que había visto tantos juegos de amor. En ese espejo leía yo esta verdad cuando apartaba la vista de las hojas del infolio; más dulce que nada es el casto pecado de la Inocencia.

* * *

No negarás, querida amiga, tú no me negarás que hay seres —no animales—, seres extraños que surgen del placer malvado de absurdos pensamientos.

Buena es la ley, buena es toda norma severa, bueno es el Dios que la creó y el hombre que la respeta. Pero es un hijo de Satán aquel que se inmiscuye en las leyes eternas, desencajándolas con mano atrevida de sus férreos quicios.

El Malo le ayuda. El Malo, que es un poderoso señor y bien puede crear, según su propia altiva voluntad, contra la Naturaleza. Su obra podrá levantarse orgullosa y crecer en el cielo, para derrumbarse al final, sepultando en su caída al loco orgulloso que la imaginara.

* * *

Para ti escribí este libro, hermana mía. Viejas y ya olvidadas cicatrices hube de rasgar, mezclando su oscura sangre con la fresca y roja de mis últimos tormentos. Hermosas flores brotan del suelo abonado con sangre. Muy cierto es, hermosa amiga, todo lo que en él te refiero, y, sin embargo, en el espejo bebí la comprensión última de aquellos sucesos, la causa primera de esos viejos recuerdos.

Other books

Cavalier Case by Antonia Fraser
Vanilla Salt by Ada Parellada
Just Friends by Sam Crescent
Big Mango (9786167611037) by Needham, Jake
Silevethiel by Andi O'Connor
Anyone But Me by Nancy E. Krulik
Someone to Trust by Lesa Henderson
Late in the Season by Felice Picano