La mandrágora (35 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

Ella se levantó y permaneció un momento aturdida y confusa. Braun hizo correr las fuentes, que la rodearon de una sonora lluvia.

Entonces ella le llamó riendo:

—¡Ven! ¡Ven tú también!

Y se desnudó, tirándole a la cabeza traviesamente sus húmedas ropas.

—¿No has acabado todavía? ¡Date prisa!

Cuando él estuvo junto a ella Alraune notó que Braun sangraba. Gotas de sangre caían de las mejillas, del cuello y de la oreja izquierda.

—¡Te he mordido! —murmuró.

Él hizo un signo de asentimiento. Y entonces rodeó su cuello y bebió con ávidos labios la sangre caliente.

—Ya está bien —dijo.

Y nadaron. Y él fue a la casa y le trajo un abrigo. Y cuando regresaron, cogidos de la mano, bajo las hayas rojas, ella decía:

—¡Muchas gracias, amado!

* * *

Yacían desnudos bajo el rojo Pyrhus. Separaron sus cuerpos que habían estado unidos en las ardientes horas del mediodía.

Ajadas y pisoteadas yacían todas sus ternuras, sus caricias y sus dulces palabras, como las florecillas, como las tiernas hierbas sobre las que se había desencadenado la tempestad de su amor. Apagado estaba el incendio, que se devoraba a sí mismo con ávidos dientes, y sobre las cenizas se levantó un odio cruel, duro como el acero.

Se miraron y supieron que eran mortales enemigos.

Asquerosa y repulsiva le parecía a él ahora la larga línea roja de sus muslos, y la saliva corría por su boca como si sus labios hubieran sorbido un veneno amargo. Y las pequeñas heridas, abiertas por sus uñas, le dolían y le escocían, y se hinchaban.

—Me envenenará —pensaba Braun— como envenenó al doctor Petersen.

Las verdes miradas de ella reían frente a él incitadoras, burlonas, descaradas.

Braun cerró los ojos, se mordió los labios y sus dedos se cerraron convulsivamente. Pero Alraune se levantó, se volvió hacia él y le pisó descuidada y despreciativa.

Entonces se levantó también, se irguió frente a ella y sus miradas se cruzaron. Ni una palabra salió de su boca; pero levantando el brazo, afiló sus labios, le escupió y le dio una bofetada en la cara.

Braun se lanzó hacia ella, sacudiendo su cuerpo, haciéndola girar en torno a sus rizos, y la arrojó al suelo, la pisoteó, la golpeó, la apretó el cuello.

Alraune se defendía bien. Sus uñas desgarraban el rostro de Braun; le mordió repetidamente en los brazos y el pecho. Y entre espumarajos y sangre, sus labios se buscaron y se encontraron, y se poseyeron entre lascivos dolores.

Luego él la levantó y la arrojó a un metro de distancia, haciéndola caer desvanecida sobre la hierba.

Anduvo algunos pasos, tambaleándose, y se dejó caer, con la mirada perdida en el cielo azul, sin deseos, sin voluntad, escuchando el latido de sus sienes.

Hasta que sus párpados se cerraron.

Cuando despertó, ella estaba arrodillada a sus pies, secándole con sus cabellos la sangre de las heridas. Rasgó su camisa y las vendó cuidadosamente.

—¡Vámonos, amado mío —dijo—; está ya anocheciendo!

* * *

Sobre el camino yacían pequeños cascarones azules. Braun rebuscó entre los arbustos y encontró el nido destruido de un picocruzado.

—¡Esas desvergonzadas ardillas! —exclamó—. Hay demasiadas en el parque y nos van a espantar todos los pájaros.

—¿Qué podríamos hacer? —preguntó Alraune.

—Matar unas cuantas.

Ella palmoteo:

—Sí, sí —dijo riendo—. ¡Vamos de caza!

—¿Tienes alguna escopeta? —preguntó Braun.

Ella pensó un momento.

—No. Creo que no hay ninguna por ahí. Por lo menos ninguna utilizable. Podríamos comprarla.

Y se interrumpió:

—Pero aguarda. El cochero tiene una. Algunas veces tira a los gatos que se nos meten por aquí.

Braun fue al establo.

—¡Hola, Froitsheim! —gritó—. ¿Tienes una escopeta?

—Sí —repuso el viejo—. ¿Voy a cogerla?

Y Braun asintió. Luego dijo:

—Dime, viejo. Tú querías pasear a tus bisnietos en la Bianca. Pero el último domingo estuvieron aquí y no vi que los montaras en la borrica.

El viejo murmuró algo, fue a su cuarto y descolgó de la pared su escopeta. Volvió donde estaba Braun, se sentó y comenzó a limpiarla.

—¿Y bien? —preguntó éste—. ¿No quieres contestarme?

Froitsheim movía los labios resecos:

—No quiero —gruñó.

Frank Braun le puso la mano en el hombro:

—Sé razonable, viejo, y dime lo que tengas que decir. Creo que conmigo puedes hablar libremente.

Entonces dijo el cochero:

—Yo no quiero aceptar nada de nuestra señorita. No quiero ningún regalo suyo. Yo recibo mi pan y mi salario por mi trabajo. No quiero nada más.

Frank sintió que con aquel testarudo no valían insinuaciones. Así que dio un rodeo y buscó algún cebo que el otro pudiera morder.

—Si la señorita te pidiera un servicio extraordinario, ¿lo harías?

—No —dijo el testarudo viejo—. Nada más que mi obligación.

—Y si te pagara por ese servicio extraordinario, ¿lo harías?

El cochero seguía defendiéndose.

—Eso, según —masculló.

—No seas testarudo, Froitsheim —dijo Frank, riendo—. Es la señorita y no yo quien te pide prestada la escopeta para tirar a las ardillas del parque. Y eso no tiene nada que ver con tu obligación. Y a cambio, ¿entiendes?, a cambio te permite que montes a los niños en la borrica. Es un contrato. ¿Estás conforme?

—Bueno —dijo el viejo con una mueca—. Si es así, sí.

Y le tendió la escopeta, sacando un paquete de cartuchos:

—Y pongo esto además. Así queda pagada y nada le debo. ¿Saldrá usted esta tarde a caballo, señorito? —prosiguió—. Bueno; a las cinco estarán listos los caballos.

Y llamó al mozo, encargándole que fuera a casa de la mujer del zapatero, nieta suya, para que por la tarde le enviara a los chicos.

Por la mañana temprano estaba Frank Braun bajo las acacias que rozaban la ventana de Alraune, y la llamó con un breve silbido.

Ella abrió, anunciándole que bajaría en seguida.

El ruido de sus pasos resonó en las losas, y de un salto descendió los peldaños de la terraza del jardín y se encontró ante él.

—¿Cómo vienes así? —preguntó—. ¿En kimono? ¿Se va así de caza?

Y él, riendo:

—Para cazar ardillas, basta. Pero ¿cómo vienes así tú?

Ella venía vestida como un cazador de Wallenstein.

—Regimiento Holk —gritó—. ¿Te gusto?

Traía altas botas de montar amarillas, un jubón verde y un enorme sombrero verdoso, sobre el que se columpiaban las plumas; en la faja, una vieja pistola y un largo sable que le golpeaba las piernas.

—Déjalo ahí —dijo Braun—. La caza tendrá un miedo horrible cuando te vea venir así.

Ella hizo un mohín con los labios:

—¿No estoy bonita? —preguntó.

Braun la tomó en los brazos y la besó rápidamente en la boca.

—¡Monigote presumido! ¡Estás encantadora! —dijo riendo—. Y a las ardillas tanto les dará tu uniforme de cazador como mi kimono.

Y le desciñó el sable y le quitó las largas espuelas y la pistola; y, tomando la escopeta del cochero —dijo.

—¡Vamos, camarada!

Atravesaron el jardín, pisando con cuidado, mirando por entre los arbustos y las copas de los árboles. Braun puso un cartucho en la escopeta y levantó el gatillo.

—¿Has tirado tú alguna vez? —preguntó.

—¡Oh, sí! —asintió ella—. Wölfchen y yo íbamos juntos a la gran kermesse de Pützchen, y nos ejercitábamos en la barraca del tiro al blanco.

—Bueno. Entonces ya sabes cómo debes colocar el cañón para apuntar.

Las ramas, sobre su cabeza, se agitaron.

—¡Tira! —murmuró ella—. ¡Tira! Ahí arriba hay una. Braun levantó la escopeta mirando hacia arriba, pero la bajó de nuevo.

—No. Ésa, no —declaró—. Es un animalito joven, de apenas un año. Le dejaremos vivir.

Llegaron al arroyo, allí donde el bosquecillo de abedules venía a morir en la pradera. Gruesos escarabajos zumbaban al sol, y sobre las margaritas se columpiaban mariposas amarillas. En tomo se oía un murmullo —cantar de grillos, zumbar de abejas—, y a los pies de ambos saltaban cigarrones de todos los tamaños. Las ranas croaban en el agua y una alondra cantaba en los aires. Ellos caminaron sobre la pradera, hacia las hayas rojas. Entonces oyeron junto a ellos un angustioso murmullo y vieron un pardillo pequeño que huía por entre los arbustos. Frank Braun aguzó la vista y se adelantó de puntillas.

—Ahí está el ladrón —murmuró.

—¿Dónde? —preguntó ella—. ¿Dónde?

Pero ya había disparado Braun, y una fuerte ardilla cayó desde la rama de un haya. Braun la levantó de la cola y le mostró a Alraune el tiro.

—Ésta ya no saquea ningún nido más.

Y siguieron ojeando por el vasto parque. Braun mató una segunda ardilla entre las hojas de una madreselva y una tercera, gris oscura, en la copa de un peral.

—¡Tú tiras siempre! —exclamó Alraune—. ¡Déjame una vez la escopeta!

Él se la dio, enseñándole cómo debía montarla y haciéndole disparar varias veces contra un tronco.

—Vamos —dijo—. Muestra ahora tu habilidad.

Y empujando el cañón de la escopeta hacia abajo, la instruyó:

—Así. El cañón siempre hacia abajo y no en el aire.

Cerca del estanque vio a una ardilla joven que jugaba en el sendero. Alraune quiso tirar en seguida, pero él le mandó aproximarse unos pasos.

—Ya estás bastante cerca. Tira ahora.

Alraune disparó. La ardilla miró a su alrededor con asombro, dio un rápido salto hacia una rama y desapareció entre el espeso follaje.

La segunda vez no fue mejor. Alraune tiró a demasiada distancia. Cuando trataba de aproximarse, la caza huía antes de que ella tuviera tiempo de disparar.

—¡Qué bichos tan tontos! —protestaba—. ¿Por qué se quedan quietos cuando tú les tiras?

Aquella infantil irritación le pareció a él encantadora.

—Seguramente porque quieren depararme un placer especial —decía él riendo—. La verdad es que tú haces demasiado ruido con tus botas de montar; pero espera, que ya nos acercaremos.

Cerca de la casa, donde los avellanos se estrechaban en torno a las acacias, vio otra ardilla.

—Quédate aquí —murmuró... Yo te la levantaré. Mira hacia el matorral aquel, y cuando la veas venir, silba para que yo lo sepa. Cuando oiga el silbido, se volverá la ardilla, y entonces tiras.

Braun se alejó, describiendo un amplio arco, a registrar los matorrales. Por fin, descubrió al animal sobre una acacia baja, le obligó a descender, le persiguió por entre los matorrales. Vio que iba en dirección a Alraune y se quedó un poco atrás esperando su silbido. Pero como no lo oyera, retrocedió por el mismo camino hasta volver al sendero donde estaba ella con la escopeta en la mano, la vista fija en los matorrales de enfrente. Un poco a su izquierda, apenas a tres metros de ella, jugaba alegremente la ardilla entre las matas.

—Ahí está —gritó Braun a media voz—. Ahí arriba, un poco a la izquierda.

Alraune oyó su voz y se volvió rápidamente hacia él, que vio cómo abría los labios para hablar. En seguida oyó un tiro y sintió un ligero dolor en el costado.

Luego oyó su estridente y desesperado grito, y vio cómo ella tiraba la escopeta y se precipitaba sobre él. Le rasgó el kimono y le palpó la herida.

Volviendo la cabeza, la examinó él también. Era una larga y ligera rozadura de la que apenas salía un poco de sangre. Sólo la piel estaba quemada, mostrando una ancha línea negra.

—¡Diablo! —dijo riendo—. Ha pasado bien cerca. Precisamente sobre el corazón.

Ella estaba de pie frente a él, temblando, sin poder sostenerse apenas. Él la sostuvo y la tranquilizó:

—Pero si no es nada, hija. No es nada. La lavaremos un poco, la untaremos con un poco de aceite... Convéncete de que no es nada.

Y, abriendo más el kimono, le mostró el pecho desnudo. Alraune palpó la herida con trémulos dedos.

—¡Junto al corazón! —murmuraba—. ¡Junto al corazón!

De pronto se llevó las manos a la cabeza. Un súbito terror la acometió y contempló a su amigo con espantados ojos. Se soltó de sus brazos y, corriendo hacia la casa, subió la escalinata de un salto.

CAPÍTULO XVI
Que da a conocer el fin que tuvo Alraune

Braun subió lentamente a su cuarto, donde se lavó y vendó la herida, riéndose de las habilidades cinegéticas de su prima.

—Ya aprenderá —pensaba—. Ya haremos ejercicios de tiro al blanco.

Entonces se acordó de la mirada de Alraune en el momento de huir, deshecha en una loca desesperación como si acabara de cometer un crimen. Y no había sido sino una desagradable casualidad que, por otra parte, no había tenido ningún fin desgraciado.

Él se detuvo.

—¿Una casualidad? Sí, pero para Alraune no era casualidad, sino destino.

Y meditó.

Así era. Por eso se había asustado; por eso había huido cuando, al mirarle los ojos, vio en ellos su propia imagen. De eso se había asustado: de la muerte que esparcía sus flores dondequiera que Alraune ponía el pie.

El pequeño abogado se lo había advertido: «Ahora le toca a usted.» ¿No le había dicho Alraune lo mismo cuando le pidió que se marchara? ¿No obraba el viejo encanto sobre él tan bien como sobre los otros? Su tío le había legado papeles sin valor y ahora se extraía oro de aquellas infecundas rocas. Alraune enriquecía y llevaba a la muerte.

Un súbito miedo le acometió, por primera vez, en aquel momento. Y se descubrió nuevamente la herida.

¡Oh, sí! Coincidía; precisamente bajo ella latía el corazón; sólo el pequeño movimiento que hizo, el giro del cuerpo al tender el brazo para señalar la ardilla, le había salvado. De otro modo...

Pero no; él no quería morir.

Por su madre, según pensaba. Sí, a causa de ella; pero también aún cuando ella no viviese. También por él mismo. En todos aquellos largos años había aprendido a vivir y ahora dominaba ese gran arte que le proporcionaba más a él sólo que a millares de humanos. Él vivía una vida plena y fuerte. Estaba en la cumbre y gozaba de este mundo y de todas sus maravillas.

«El Destino me ama —pensaba— y me amenaza con el dedo... Su insinuación es más clara que las palabras del abogado. Todavía hay tiempo.»

Sacó de un armario sus maletas, las abrió y comenzó a llenarlas. ¿Con qué palabras terminaba el infolio de su tío Jakob? «Prueba tu fortuna. ¡Lástima que yo no viva cuando te llegue la vez! ¡Me hubiera gustado tanto verlo!...»

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