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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (17 page)

En este pasaje se encuentra un paréntesis del consejero, que reza: «tiene mucha razón.»

«A pesar de todos los castigos —proseguía la carta —hemos podido comprobar en breve tiempo otros lamentables casos. Clara Maassen, de Düren, una niña de más edad que Alraune, confiada a nuestros cuidados desde hace ya cuatro años y que nunca ha dado el menor motivo de queja, sacó los ojos a un topo pequeño con una aguja puesta al rojo. Ella misma estaba tan horrorizada de su acción que, durante varios días, hasta confesarse, estuvo excitadísima y a cada momento rompía a llorar sin motivo. Sólo después de recibir la absolución logró serenarse. Alraune declaró que los topos se arrastran bajo tierra y que era del todo indiferente que tuvieran ojos o no. Luego encontramos en el jardín cepos para pájaros, hechos con mucho ingenio, y las pequeñas cazadoras, que gracias a Dios nada habían cazado, se resistieron a decir palabra. Sólo bajo la amenaza de los más severos castigos, confesaron que Alraune las había seducido, amenazándoles al mismo tiempo con hacerles algo si la delataban. Por desgracia, el perverso influjo de la niña sobre sus condiscípulas ha aumentado de tal manera, que apenas podemos conseguir de éstas la verdad. Hélène Petiot fue sorprendida por la hermana encargada de la clase, cuando, durante el recreo, enriaba con las tijeras las alas a una mosca, le arrancaba las patitas una por una y la arrojaba a un hormiguero. La muchacha insistió en que aquello era sólo idea suya, asegurando incluso ante el capellán que Alraune nada tenía que ver con aquello. Con la misma testarudez negaba ayer su primita Ninon, que había atado a nuestro viejo gato un cacharro de hojalata a la cola, volviendo medio loco al pobre animal. A pesar de todo, estamos convencidos de que también en este juego ha puesto Alraune las manos.»

La
mère supérieure
escribía, además, que había convocado una conferencia y que se había decidido rogar encarecidamente al consejero sacara cuanto antes a su hija del convento. El profesor contestó que lamentaba hondamente lo ocurrido, pero que tenía que rogar permitieran a la niña seguir en el establecimiento. Cuanto mayores fueran los trabajos, tanto mayor sería luego el éxito. Él no dudaba de que la paciencia y la piedad de las hermanas conseguirían arrancar la cizaña del corazón de su hija.

En el fondo, le interesaba ver si efectivamente la influencia de aquella delicada niña era más fuerte que toda la educación monjil y todos los esfuerzos de las piadosas hermanas. Sabía, además, que el Sacré Coeur de Nancy era un convento barato, al que no acudían las mejores familias y que siempre les vendría muy bien el tener entre sus educandas a la hija de un excelentísimo señor. Y no se equivocaba: la
reverende mère
respondió que, con la ayuda de Dios, se haría un nuevo ensayo, que todas las hermanas se habían declarado dispuestas a incluir todas las tardes en sus oraciones un ruego especial por Alraune. A lo cual contestó el consejero generosamente, enviándoles un billete de 100 marcos para sus pobres.

* * *

Durante aquellas vacaciones el profesor examinó con atención a la muchacha. Sabía que los Gontram, desde los tiempos de sus bisabuelos, mamaban con la leche materna un gran cariño por los animales. Por grande que fuera el influjo de la niña sobre Wölfchen, tantos años mayor que ella, tendría que encontrar en este punto un dique, tendría que ser impotente ante aquel íntimo sentimiento de ilimitada bondad.

Y sin embargo, una tarde sorprendió a Wölfchen Gontram junto al pequeño estanque arrodillado en el suelo; ante él, sobre una piedra, había una hermosa rana. El joven le había metido en el ancho hocico un cigarrillo encendido y la rana fumaba con ansias de muerte. La rana tragaba el humo, llenándose más y más el estómago sin poder devolverlo. Y se hinchaba, se hinchaba. Wölfchen la contemplaba y gruesas lágrimas corrían por sus mejillas; pero cuando el cigarrillo de la rana se terminó, encendió otro y, sacando a la rana de las fauces la colilla anterior, le introdujo la nueva. Y el animalito se hinchó, informe; sus ojos se salían de las órbitas. Era un animal fuerte. Dos cigarrillos y medio resistió antes de reventar. El muchacho lloraba lamentablemente, y su dolor parecía más grande que el del animal que torturaba hasta la muerte. Dio un salto hacia atrás como si quisiera huir y esconderse entre los arbustos, miró a su alrededor, corrió al ver que la rana reventada aún se movía y se aproximó de nuevo, pateándola desesperada y violentamente con los tacones para rematarla y salvarla así de sus dolores.

El profesor le cogió de una oreja, buscando primero en sus bolsillos, en los que había algunos cigarros que el joven confesó haber tomado del escritorio de la biblioteca. No se le pudo hacer responder quién le había instigado a hacer fumar a la rana para que se hinchara hasta reventar. No sirvieron las consideraciones, ni los golpes que el jardinero le propinó por orden del profesor. También Alraune lo negó tozudamente, aunque una criada declaró haber visto a la niña tomar los cigarrillos. Ambos persistieron en lo dicho: el chico, en que había robado los cigarrillos, y la niña en que nada había hecho. Todavía permaneció Alraune un año más en el convento, y luego, a mitad de curso, fue enviada a su casa. Y esta vez sin razón. Sólo las supersticiosas hermanas creían en su culpa; y quizá también un poco el consejero. Pero ningún hombre razonable lo hubiera hecho.

Ya una vez había estallado en el Sacré Coeur una epidemia de sarampión: cincuenta y siete niñas yacían en sus camitas y sólo algunas, entre ellas Alraune, corrían sanas de un lado a otro. Pero ahora fue algo peor: una epidemia de tifus. Murieron ocho niñas y una hermana y estuvieron enfermas casi todas las demás. Pero Alraune ten Brinken nunca estuvo tan sana como entonces. Floreció y corría alegre de cuarto en cuarto: y como por aquellos días nadie se ocupaba de ella, se sentaba en todas las camas y decía a las enfermitas que se iban a morir. «Mañana mismo», aseguraba, y añadía que irían al infierno. En cambio ella, Alraune, viviría e iría después al cielo. Y repartía por todas partes estampitas de santos y decía a las enfermitas que debían rezar a la Virgen y al Corazón de Jesús, aunque de nada les iba a servir. De todos modos arderían hasta quedar bien tostaditas. ¡Oh, era sorprendente con qué colorido sabía pintar todo esto! A veces, cuando estaba de buen humor, era más suave y prometía sólo cien mil años de Purgatorio. Pero también esto era bastante fuerte para los sentidos enfermos de las piadosas niñas. El médico mismo expulsó a Alraune del dormitorio, y las hermanas, firmemente convencidas de que ella sola había traído al convento la epidemia, la enviaron a su casa.

El profesor reía encantado de aquel informe. Y tampoco dejó de divertirse cuando, poco después de la llegada de la niña, dos de sus criadas contrajeron el tifus y murieron poco después en el hospital. Pero a la priora del convento de Nancy le escribió una carta indignada protestando de que se le hubiera enviado la niña a casa en tales circunstancias. Se negó a pagar los recibos del último semestre del colegio y reclamó con energía la devolución del dinero que la enfermedad de las criadas le había costado. Y es cierto que, desde un punto de vista sanitario, las hermanas del Sagrado Corazón no debieron haber procedido de aquella manera.

* * *

Por lo demás, Su Excelencia ten Brinken no procedió de muy distinto modo. No es que tuviera miedo al contagio; pero, como a todos los médicos, las enfermedades le eran más simpáticas en otras personas que en su propio cuerpo. Tuvo a Alraune en Lendenich hasta que en la ciudad se informó de un buen pensionado. Y cuatro días después la enviaba a Spa, al célebre Instituto de mademoiselle Vynteelen. El taciturno Aloys debía acompañarla. El viaje se hizo sin incidentes para la niña, mientras que al criado le ocurrieron dos peripecias. Durante el viaje de ida encontró un portamonedas con algunas piezas de plata y a la vuelta se aplastó un dedo al cerrar la portezuela del vagón. El consejero asintió complacido cuando el criado le refirió los sucesos. De aquellos años que Alraune pasó en Spa, le contó muchas cosas al consejero la señorita Becker, la institutriz alemana, que procedía de la Ciudad Universitaria, junto al Rin, y pasaba en ella sus vacaciones. Ya en los primeros días comenzó Alraune a ejercer su influjo en la vieja casa de la Avenue del Marteau, y aquel dominio no se había limitado a las profesoras, especialmente a la miss, que a las pocas semanas era juguete sin voluntad de los absurdos caprichos de la niña. Así, por ejemplo, Alraune había declarado durante el desayuno que no le gustaba la miel ni la mermelada, que quería manteca. La señorita de Vynteelen, naturalmente, no se la dio. A los pocos días, algunas otras pensionistas pidieron también manteca, y, finalmente, por todo el Instituto corrió un clamoroso deseo de manteca. Pero miss Patterson, que nunca había tomado con el desayuno otra cosa que
toast
con
jam,
experimentó súbitamente un insaciable anhelo de manteca, de modo que la directora tuvo que ceder y autorizar un pedido considerable. Desde aquel día Alraune prefirió decididamente la mermelada de naranja. A una pregunta concreta del profesor declaró la señorita Becker que por aquellos años no se había dado en el pensionado entero caso alguno de martirizar animales. En cambio, Alraune había atormentado cruelmente a las otras niñas y a los profesores y profesoras, especialmente al pobre maestro de música. En su tabaquera, que siempre dejaba en el corredor; en el bolsillo del gabán, para evitar la tentación de tomar un polvo durante la clase, se encontraron, desde el ingreso de Alraune, las cosas más extrañas, como gruesas arañas y ciempiés. Luego pólvora, pimienta, polvos de salvadera. Algunas veces se sorprendió a alguna educando, que fue por ello castigada. Pero nunca a Alraune. Sin embargo, ésta había mostrado siempre una tenaz resistencia pasiva contra el viejo músico. Nunca había hecho los ejercicios y durante la clase se sentaba con las manos en el regazo, sin levantarse para tocar. Cuando el profesor, desesperado, se quejó una vez a la directora, Alraune declaró tranquilamente que el viejo mentía. La señorita de Vynteelen asistió personalmente a la clase siguiente; y, caso sorprendente, la niña se supo la lección de maravilla y tocó mejor que las otras, mostrando una extraordinaria ejecución. La directora hizo violentos reproches al profesor de música, que se había quedado de una pieza sin poder decir otra cosa que:
«Mais c’est incroyable, c'est vraiment incroyable».

Por lo que las pequeñas pensionistas le llamaron en adelante
Monsieur Incroyable,
gritándoselo en cuanto se dejaba ver y pronunciando las palabras como si no tuvieran dientes en la boca.

Por lo que a la miss se refiere, apenas tenía día tranquilo. Le habían jugado una mala pasada detrás de otra. Le habían echado polvos de picapica en la cama; y una vez, después de una excursión campestre, metieron en ella media docena de pulgas. Tan pronto desaparecían las llaves de un armario o de su cuarto, como encontraba arrancados todos los corchetes del traje que iba a vestirse en aquel momento. Una vez, al querer meterse en la cama, la aterraron, hasta ponerla a morir, los efectos de un polvo efervescente depositado en su
vase de nuit.
Y otra vez entraron por su ventana cohetes ardiendo, que la hicieron pedir socorro. Tan pronto encontraba untada de goma o de color la silla en que iba a sentarse, como hallaba en sus bolsillos un ratón muerto o una cabeza de gallina. Y así siguió la cosa sin que la pobre miss pudiera gozar de una hora tranquila. Pesquisa tras pesquisa, siempre se daba con algunas culpables, entre las que nunca se encontraba Alraune; aunque todos estaban convencidos de que ella era la verdadera autora de las bromas. La única que rechazó con indignación esta sospecha fue la inglesa misma, que juraba por la inocencia de la niña hasta el día en que volvió las espaldas al Instituto Vynteelen, a aquel infierno, como decía ella, que sólo cobijaba a un dulce angelito.

Y el profesor sonreía al escribir en el infolio: «Ese dulce angelito es Alraune».

Por lo que se refiere a ella misma —siguió contando la señorita Becker al profesor—, siempre había evitado todo contacto con la extraña niña, lo que le fue tanto más fácil cuanto que ella sólo tenía que ocuparse de las alumnas inglesas y francesas, y de Alraune sólo en las horas de gimnasia y de trabajos manuales. De lo último la libró inmediatamente al notar que Alraune no mostraba interés alguno por ellos, sino al contrario: una directa animadversión; y en los ejercicios de gimnasia, en los que la niña se distinguía, hizo siempre como que no se fijaba en sus caprichos. Sólo había tenido un encuentro con ella, poco después de su ingreso, y tenía que confesar que en aquella ocasión se llevó la peor parte. Durante el recreo había oído casualmente cómo Alraune contaba a sus condiscípulas su estancia en el convento; lo hacía con tanto descaro y cinismo, que ella se creyó en el deber de intervenir. De una parte había referido lo magnífico de aquella vida, de otra un verdadero folletín con toda clase de horrores realizados por las piadosas monjas. Como la institutriz misma se había educado en el convento del Sagrado Corazón de Nancy y sabía muy bien que todo se desarrollaba en él del modo más llano y sencillo y que aquellas monjas eran las criaturas más inofensivas del mundo, llamó a Alraune reprochándole sus mentiras y exigiéndole que dijera a sus compañeras que no había referido la verdad. Y como la muchacha se resistiera tenazmente, se declaró dispuesta a hacerlo ella misma. A lo cual Alraune, empinándose sobre las puntas de los pies y mirándola frente a frente, había contestado: «Si hace usted eso, señorita, contaré que su madre es una pobre vendedora de queso.»

La señorita Becker tenía que confesar que había sido bastante débil para ceder a un falso sentimiento de vergüenza y había dejado a la niña hacer su voluntad. Resonaba en su voz tal superioridad que en aquel momento casi se asustó. Dejó a Alraune y se retiró a su cuarto contenta de no haber tenido con ella ninguna disputa. Por lo demás, pagó su culpa de haber negado a su buena madre, porque al otro día Alraune contó a todas sus condiscípulas lo de la tienda de quesos y a la institutriz le costó mucho trabajo reconquistar el prestigio perdido en el Instituto.

Pero de mucho peor manera que con sus superiores jugaba Alraune con las otras niñas. No había una en todo el pensionado a la que no hubiera hecho sufrir. Y parecía extraño que la niña se hiciera querer más a cada nueva hazaña. La educando que había elegido como víctima podía protestar; pero luego no se apartaba de Alraune; era más popular que todas las otras muchachas. La señorita Becker contó al consejero una porción de detalles, de los cuales los más característicos están consignados en el infolio.

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