—¿Costaría mucho eliminar a la madre? —Sería fácil hacerlo, mi señor. Xar pasó sus nudosos dedos por las hojas del diario, pero ya no prestaba atención al documento. Ni siquiera lo miraba.
—«Un niño los conducirá.» Es un viejo dicho humano, Haplo. Has actuado con tino, hijo mío. Incluso diría que tu elección ha sido inspirada. Los mismos mensch que se sentirían amenazados si llegara un adulto para encabezarlos, se sentirán completamente desarmados por este chiquillo de aspecto inocente. El muchacho tiene los típicos defectos humanos, por supuesto: es atolondrado y le falta paciencia y disciplina. Pero, con la debida tutela, creo que puede ser moldeado hasta convertirlo en un ser extraordinario, para tratarse de un mensch. Ya empiezo a ver los trazos maestros de mi plan.
—Me alegra haberte complacido, mi señor —murmuró Haplo.
—Sí —respondió en el mismo tono el Señor del Nexo—. «Un niño los conducirá...»
La tormenta amainó. Haplo aprovechó la calma relativa para sobrevolar la isla de Drevlin en busca de un lugar donde posar la nave. Había llegado a conocer muy bien aquella zona, en la que había pasado un tiempo considerable durante su anterior visita, preparando la nave elfa para el regreso a través de la Puerta de la Muerte.
El continente de Drevlin era llano y sin hitos destacables, una simple masa de lo que los mensch denominaban «coralita» flotando en el Torbellino. Con todo, se podían apreciar rasgos identificativos en su superficie gracias a la Tumpa-chumpa, la máquina gigantesca cuyas ruedas, motores, engranajes, brazos, poleas y tenazas se extendían por Drevlin y penetraban profundamente en el interior de la isla.
Haplo buscaba los Levarriba, nueve brazos mecánicos inmensos hechos de acero y oro que se alzaban hasta las nubes de la vertiginosa tormenta. Estos Levarriba eran la parte más importante de la Tumpa-chumpa, al menos por lo que hacía a los mensch de Ariano, pues estas conducciones aprovisionaban de agua a los reinos áridos situados más arriba. Los Levarriba estaban situados en la ciudad de Wombe, y era allí donde Haplo esperaba encontrar a Limbeck.
Haplo no tenía idea de cómo había podido variar la situación política durante su ausencia, pero, cuando había abandonado Ariano, Limbeck tenía instalada su base de operaciones en Wombe. Era preciso que encontrara al líder de los enanos, y el patryn se dijo que Wombe era un sitio tan bueno como cualquier otro para iniciar la búsqueda.
Los nueve brazos, cada uno con su correspondiente mano dorada extendida, eran fáciles de distinguir desde el aire. La tormenta había quedado atrás, aunque nuevas nubes empezaban a acumularse en el horizonte. Los relámpagos se reflejaban en el metal, y la silueta de las manos heladas se recortaba contra las nubes. Haplo se posó en un terreno vacío dejando la nave a la sombra de una parte de la máquina aparentemente abandonada. Al menos, eso fue lo que pensó al observarla, pues no surgía de ella ninguna luz, ni se movía ningún engranaje, ni giraba ninguna rueda, ni había «letricidad», como la denominaban los gegs, que emulara a los relámpagos con su voltaje azulamarillento.
Una vez a salvo en el suelo, Haplo advirtió que no había luces por ninguna parte. Desconcertado, escrutó el exterior por la claraboya, de cuyo cristal ya se había secado la lluvia. Según recordaba, la Tumpa-chumpa convertía la oscuridad tormentosa de Drevlin en un día artificial perpetuo. Numerosas lámparas brillaban por doquier y varios «lectrozumbadores» enviaban rayos chispeantes hacia el aire.
Ahora, en cambio, la ciudad y sus alrededores sólo estaban bañados por la luz del sol, la cual, después de filtrarse a través de las nubes del Torbellino, resultaba plomiza y apagada y más deprimente que la oscuridad.
Haplo se quedó plantado ante el mirador, recordando su última visita y tratando de evocar si había habido luces en aquella parte de la Tumpa-chumpa o si, en realidad, la estaba confundiendo con otra sección de la enorme máquina.
—Tal vez eso era en Het... —murmuró para sí. Pero enseguida movió la cabeza—. No, no; era aquí, definitivamente. Recuerdo...
Un golpe sordo y un ladrido de advertencia lo sacaron de sus reflexiones.
Regresó a la popa. Bane estaba junto a la escotilla, sosteniendo una salchicha justo fuera del alcance del perro.
—Te la daré —le prometía al perro—, pero sólo si dejas de ladrar. Deja que abra esto, ¿de acuerdo? Buen chico.
Bane guardó la salchicha en el bolsillo, volvió a la escotilla y empezó a manosear el cerrojo que, normalmente, debería haberse abierto sin esfuerzo.
El cerrojo, sin embargo, se resistió a sus intentos. Bane lo miró con irritación y descargó su pequeño puño sobre él. El perro mantuvo la vista fija en la salchicha, muy atento a ella.
—¿Ibas a alguna parte, Alteza? —inquirió Haplo, apoyado en uno de los mamparos con aire relajado. El patryn había decidido emplear el tratamiento debido a un príncipe humano, con el fin de destacar la figura de Bane como legítimo heredero del trono de las Volkaran, y se había dicho que era mejor empezar a acostumbrarse enseguida, antes de aparecer en público. Naturalmente, tendría que reprimir el tonillo irónico que se le había escapado en esta ocasión.
Bane dirigió una mirada de reproche al perro, hizo un último y vano intento de forzar el cerrojo recalcitrante y, por fin, se volvió hacia Haplo con una mirada gélida.
—Quiero salir fuera. Aquí dentro hace calor y me sofoco. Y huele a perro — añadió despectivamente.
El animal escuchó su nombre y, creyendo que se referían a él con algún comentario amistoso —tal vez en relación con la salchicha—, meneó el rabo y se relamió por anticipado.
—Has usado la magia para cerrar eso, ¿verdad? —continuó Bane en tono acusador, al tiempo que daba otro empujón a la escotilla.
—La misma que para el resto de la nave, Alteza. Tuve que hacerlo. De nada serviría dejar una sola parte de ella sin proteger, igual que sería absurdo lanzarse a la batalla con un agujero en mitad de la armadura. Además, no creo que quieras salir ahí fuera ahora mismo. Se avecina otra tormenta, y recuerdas cómo eran las tormentas de Drevlin, ¿verdad?
—Lo recuerdo. Soy tan capaz como tú de ver aproximarse una tormenta. Y no habría estado demasiado rato fuera. No pensaba ir muy lejos.
—¿Adonde ibas, pues, Alteza? —A ninguna parte. A estirar un poco las piernas, simplemente.
—¿No pensarías entrar en contacto con los enanos por tu cuenta y riesgo?, ¿verdad? —Claro que no, Haplo —respondió Bane con los ojos como platos—. El abuelo dijo que me quedara a tu lado. Y yo siempre obedezco al
abuelo
. Haplo apreció el énfasis en esta última palabra y, con una sonrisa torva, murmuró:
—Bien. Recuerda que estoy aquí para protegerte, ante todo. En este mundo no estás muy seguro. Ni siquiera siendo un príncipe. Hay quien querría matarte sólo por eso.
—Ya lo sé —dijo Bane con aire sumiso y algo contrito—. La última vez que estuve aquí, casi perdí la vida a manos de los elfos. Creo que no había pensado en ello. Lo lamento, Haplo. —Sus claros ojos azules se alzaron hacia el patryn—. El abuelo ha acertado de lleno al elegirte como mi protector. Tú también obedeces siempre a Xar, ¿verdad, Haplo?
La pregunta pilló por sorpresa al patryn, que dirigió una rápida mirada a Bane mientras se preguntaba qué pretendía insinuar el chiquillo con sus palabras. Nada, tal vez, pero... Por un instante, Haplo creyó distinguir un destello de astucia, socarrón y malévolo, en aquellos grandes ojos azules. Pero no; Bane lo miraba con candidez y no vio en él más que a un niño que hacía una pregunta infantil. Dio media vuelta y anunció:
—Vuelvo a la sala de gobierno para seguir la vigilancia.
El perro soltó un gañido y dirigió una mirada patética a la salchicha, aún guardada en el bolsillo de Bane.
—No me has preguntado si he visto alguna grieta en el casco —le recordó el pequeño.
—¿Y bien? ¿Has visto alguna? —No. Has obrado la magia bastante bien. No tanto como el abuelo, pero bastante bien.
—Gracias, Alteza —dijo Haplo y, con una reverencia, se alejó.
Bane extrajo la salchicha y dio con ella un golpecito juguetón en el hocico al animal.
—Esto, por delatarme —dijo con un leve tono de reproche.
El perro clavó la mirada en la salchicha, hambriento y babeante.
—De todos modos, supongo que ha sido mejor así —continuó Bane, con gesto enfurruñado—. Haplo tiene razón. Me había olvidado de esos malditos elfos. Me gustaría encontrar al que me arrojó de la nave en esa ocasión. Le diría a Haplo que lo arrojara al Torbellino. Y me quedaría mirando mientras cae hasta el mismo fondo. Seguro que oiría sus gritos mucho, muchísimo rato. Sí, el abuelo tenía razón, ahora lo comprendo. Haplo me resultará útil hasta que encuentre a otro. Aquí tienes. —Bane bajó la salchicha. El perro la cogió con avidez y la engulló de un bocado. El muchacho le acarició el sedoso pelaje de la cabeza con afecto—. Entonces serás mío. Y tú, yo y el abuelo viviremos juntos y no dejaremos que nadie le haga daño nunca más. ¿Verdad, muchacho?
Bane acercó la mejilla a la testuz del animal y abrazó su peludo cuerpo.
—¿Verdad, muchacho?
WOMBE
REINO INFERIOR, ARIANO
La gran Tumpa-chumpa se había detenido.
Y, en Drevlin, nadie sabía qué hacer. Nunca, en toda la historia de los gegs, había sucedido nada parecido.
La fabulosa máquina venía funcionando desde que los gegs alcanzaban a recordar (y, tratándose de enanos, eso significaba realmente mucho tiempo). Funcionaba y funcionaba; febril, serena, frenética y torpemente, no había dejado de funcionar jamás. Incluso cuando se descomponía alguna parte, la máquina seguía funcionando; otras partes se ponían en acción para reparar las estropeadas. Nadie estaba completamente seguro de qué hacía la Tumpa-chumpa, pero todos sabían que funcionaba bien, o al menos lo daban por sentado.
Pero, ahora, se había detenido.
Los lectrozumbadores ya no zumbaban, sino que emitían un leve murmullo (de mal agüero, según algunos). Las girarruedas ya no giraban ni impulsaban engranajes, sino que permanecían absolutamente inmóviles, salvo un ligero temblor. Las centellas rodantes también se habían detenido, interrumpiendo el transporte a través del Reino Inferior. Las mordazas metálicas de los vehículos, que se cerraban en torno al cable del cual iban suspendidos éstos y —con la ayuda de los lectrozumbadores— tiraban de ellos, estaban quietas. Como manos metálicas con las palmas abiertas, las mordazas se alzaban en un vano intento de tocar el cielo.
Los silbatos estaban callados, salvo algún suspiro que escapaba de ellos de vez en cuando. Las flechas negras del interior de las cajitas acristaladas —unas flechas que no debía permitirse que alcanzaran el tramo rojo— habían apuntado a la mitad inferior de las cajas, primero, y ahora ya no apuntaban a nada.
Tan pronto como la Tumpa-chumpa se detuvo, se extendió una inmediata consternación general. Todos los gegs —hombres, mujeres y niños; incluso los que no estaban de servicio, incluso los militantes en las guerrillas contra los welfos— habían dejado sus puestos y habían corrido a contemplar a la gran máquina, ahora inactiva. Algunos habían pensado que volvería a funcionar. Los gegs congregados habían aguardado con esperanza... pero la espera se había hecho interminable. La hora del cambio de turno había quedado atrás y la máquina maravillosa había seguido sin hacer nada.
Y aún estaba así.
Lo cual significaba que los gegs tampoco hacían nada. Peor aún, parecía que iban a verse obligados a permanecer inactivos, sin calor y sin luz. Debido a las constantes y feroces tormentas del Torbellino que barrían continuamente las islas, los gegs vivían bajo tierra. La Tumpa-chumpa había proporcionado siempre el calor para los calderos de burbujas y para las linternas parpadeantes. Los calderos habían dejado de burbujear casi al instante; las linternas habían continuado ardiendo algún tiempo después del parón de la máquina, pero sus llamas ya empezaban a apagarse. A lo largo y ancho de Drevlin, las luces vacilaban, perdían fuerza e iban consumiéndose.
Y, por todas partes, se extendía un silencio terrible.
Los gegs vivían en un mundo de ruido. Lo primero que oía un niño al nacer era el reconfortante estruendo de la Tumpa-chumpa en acción. Ahora, había dejado de funcionar y había enmudecido. Y los gegs estaban aterrorizados ante aquel silencio.
—¡Ha muerto! —fue el lamento que se alzó simultáneamente de mil gargantas gegs, de un extremo a otro de la isla de Drevlin.
—No, no ha muerto —replicó Limbeck Aprietatuercas, estudiando una porción de la Tumpa-chumpa con expresión grave a través de sus gafas nuevas—. Ha sido asesinada.
—¿Asesinada? —repitió Jarre en un susurro asombrado—. ¿Quién haría algo así?
Pero sabía la respuesta antes de formular la pregunta.
Limbeck Aprietatuercas se quitó las gafas, las limpió minuciosamente con un pañuelo limpio de tela blanca, una costumbre que había adquirido hacía poco. Después, se puso de nuevo las gafas, contempló la máquina a la luz de una antorcha hecha con un rollo de pergamino que contenía uno de sus discursos, y que había encendido acercando el extremo a las llamas vacilantes de una linterna a punto de extinguirse.
—Los elfos.
—¡Oh, Limbeck, no! —exclamó Jarre—. No puede ser. Fíjate, si la Tumpa-chumpa deja de funcionar, se interrumpe la producción de agua y los welfos..., los elfos necesitan el agua para sus pueblos. Sin ella, morirían. Necesitan la máquina tanto como nosotros. ¿Por qué iban a paralizarla?