La Mano Del Caos (13 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Bane explicó todo aquello con los ojos desorbitados y una expresión de asombro y temor.

—¿Haplo? —inquirió Xar con tono incrédulo.

—Puedes preguntar a quien te parezca. Todo el mundo lo vio. —Bane exageraba ligeramente—. Una mujer dijo que Haplo tenía no sé qué enfermedad. Se ofreció a ayudarlo, pero él la apartó de un empujón y se alejó del grupo. Me fijé en su expresión y no era nada agradable.

—La enfermedad del Laberinto —murmuró Xar, y su expresión se relajó—. Nos afecta a todos...

Bane comprendió que había cometido un error al mencionar la enfermedad, pues con ello había proporcionado una salida a su enemigo, y se apresuró a cerrar tal vía de escape.

—Haplo se ha acercado hasta la Última Puerta y eso me da mala espina, abuelo. ¿Por qué razón ha tenido que hacerlo? Tú le ordenaste que me llevara a Ariano y ya debería estar aquí, ayudándote a poner a punto la nave. ¿Tengo razón o no? Xar entrecerró los ojos, pero se encogió de hombros.—Todavía tiene tiempo. La Última Puerta atrae a muchos. Tú no lo entenderías, pequeño...

—¡Estaba a punto de entrar ahí, abuelo! —Insistió Bane—. Estoy seguro de ello. Y eso habría sido desafiarte, ¿verdad? Tú no quieres que Haplo entre ahí, ¿verdad? Lo que quieres es que me lleve a Ariano.

—¿Cómo sabes que iba a entrar, muchacho? —inquirió Xar. Su voz seguía siendo calmada, pero había en ella un tonillo amenazador.

—¡Porque el sartán lo dijo y Haplo no lo negó! —respondió Haplo con aire triunfal.

—¿Qué sartán? ¿Un sartán en el Nexo? —Xar casi soltó una carcajada—. Debes de estar soñando. O lo has inventado. ¿Se trata de eso, Bane? El Señor del Nexo preguntó esto último con voz severa y miró a Bane fijamente.

—Todo lo que te cuento es cierto —le aseguró Bane con aire solemne—. Un sartán apareció de la nada. Era un viejo que vestía ropas grises e iba ataviado con un sombrero viejo de forma extravagante...

—¿Se llamaba Alfred, acaso? —lo interrumpió Xar, ceñudo.

—¡No, no! Yo conozco a Alfred, ¿recuerdas, abuelo? No era él. Haplo lo llamó «Zifnab». Dijo que Haplo entraría en el Laberinto para buscar a Alfred, y Haplo aceptó hacerlo. Al menos, no se negó. Luego, el viejo le dijo a Haplo que entrar allí él solo, por su cuenta y riesgo, sería un error; que no conseguiría llegar hasta Alfred con vida. Y Haplo respondió que era preciso que encontrase vivo al sartán porque se proponía llevarlo a la Cámara de los Condenados de Abarrach y demostrarte que estás equivocado, abuelo.

—Demostrarme que estoy equivocado... —repitió Xar.

—Eso es lo que dijo Haplo. —Bane no tuvo ningún inconveniente en apartarse de la verdad—. Que iba a demostrarte que estás equivocado.

Xar movió lentamente la cabeza en gesto de negativa y apuntó:

—Debes de haberte confundido, muchacho. Si Haplo hubiera descubierto a un sartán en el Nexo, lo habría traído a mi presencia.

—Desde luego, yo sí que te habría traído a ese viejo, abuelo —dijo Bane—. Haplo pudo hacerlo, pero decidió que no. —El chiquillo no hizo ninguna referencia al dragón—. Y alertó al sartán a marcharse enseguida, porque podías presentarte en cualquier momento.

Xar emitió un siseo entre dientes y la mano nudosa que había estado acariciando los rizos de Bane se cerró en un espasmo, dando un involuntario tirón del cabello al chiquillo. Bane aguantó el dolor con una mueca, pero por dentro se complació ante aquella reacción. Se dio cuenta de que Xar experimentaba otro dolor mucho más intenso que el suyo, y de que sería Haplo quien sufriría las consecuencias.

De pronto, Xar agarró conscientemente el pelo del chiquillo, le echó la cabeza hacia atrás y lo obligó a fijar sus azules ojos en los suyos, negros como el azabache. El Señor del Nexo mantuvo al niño prendido de su mirada intimidadora largo rato, buscando, penetrando hasta el fondo del alma de Bane. Para ello, no tuvo que hurgar mucho.

Bane sostuvo su mirada sin un parpadeo, impertérrito entre las ásperasmanos de Xar. Éste conocía a fondo al pequeño, sabía de su habilidad y astucia para las mentiras, y Bane sabía que Xar lo sabía. El chiquillo había dejado flotar suficientes verdades como para ocultar las mentiras bajo su superficie. Y, gracias a aquel profundo conocimiento de la conducta de los adultos que había adquirido en las largas horas de soledad cuando no tenía otra cosa que hacer más que estudiarlos, Bane calculó que Xar se sentiría demasiado dolido por la traición de Haplo como para hurgar más profundo.

—Ya te lo dije, abuelo —dijo pues, de todo corazón—: Haplo no te quiere. El único que te quiere soy yo.

La mano que sujetaba a Bane se quedó sin fuerzas súbitamente. Xar soltó al muchacho y volvió la vista hacia el crepúsculo con el dolor patente en su demacrado rostro, en el gesto hundido de sus hombros, en la flaccidez de la mano.

Bane no esperaba aquello y no le gustó. Envidió a Haplo su capacidad para causar tal dolor.

El amor rompe el corazón.

Pasó sus brazos en torno a las piernas de Xar y se apretó contra ellas.

—¡Lo odio, abuelo! Lo odio por hacerte sentir así. Debería ser castigado, ¿verdad, abuelo? Esa vez que te mentí, me castigaste. Y Haplo ha hecho algo mucho peor. Me contaste que a él también lo castigaste antes de su viaje a Chelestra, que podrías haberlo matado pero no lo hiciste porque querías que aprendiera del castigo. Debes volver a hacerlo, abuelo. Castígalo otra vez.

Molesto, Xar inició un gesto para desasirse del pegajoso abrazo de Bane, pero se detuvo. Con un suspiro, revolvió de nuevo el cabello del muchacho y su mirada se perdió en el cielo a media luz.

—Te conté eso, pequeño, porque quería que entendieras la razón de tu castigo, y del suyo. Yo no inflijo dolor a capricho. Del dolor, se aprende; por eso lo siente nuestro cuerpo. Pero algunos, al parecer, prefieren hacer caso omiso de la lección.

—¿Entonces, vas a castigarlo otra vez? —Bane alzó la mirada. —El tiempo de los castigos ha pasado, muchacho. Aunque Bane llevaba un año esperando escuchar aquellas palabras, no pudo evitar un escalofrío al oír pronunciarlas en aquel tono.

—¿Vas a matarlo? —susurró, sin aliento. —No, hijo —respondió el Señor del Nexo mientras sus dedos jugaban con los rizos dorados—. Lo harás tú. Haplo llegó a la mansión de su señor. Una vez dentro, cruzó un salón en dirección a la biblioteca de Xar.

—Se ha marchado —le anunció Bane, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos. Estaba estudiando runas sartán.

—Se ha marchado... —Haplo se detuvo, miró a Bane, ceñudo, y volvió la cabeza hacia la puerta que conducía a la biblioteca—. ¿Estás seguro? —Compruébalo tú mismo —replicó el chiquillo, encogiéndose de hombros.

Haplo lo hizo. Penetró en la biblioteca, miró a su alrededor y volvió al salón.

—¿Adonde ha ido? ¿Al Laberinto? Bane levantó una mano.

—¡Ven, perro! ¡Aquí, muchacho! El perro se acercó y olisqueó con precaución el libro de runas sartán. —El abuelo se ha marchado a ese mundo..., el que está hecho de fuego. Ése donde están los muertos que caminan. —Bane alzó la cabeza y lo miró con sus grandes y brillantes ojos azules—. ¿Querrás hablarme de ese mundo? El abuelo ha dicho que tal vez...

—¿A Abarrach? —Inquirió Haplo con incredulidad—. ¿Se ha marchado ya? ¿Sin...? —El patryn abandonó el salón a toda prisa—. Perro, quédate —ordenó al animal, que ya se disponía a seguirlo.

Bane oyó al patryn dando portazos en la parte de atrás de la mansión. Haplo se dirigía en busca de la nave de Xar. Bane sonrió y se estremeció de placer; luego, se serenó rápidamente y siguió fingiendo que estudiaba las runas. Con sus largas pestañas entornadas, dirigió una mirada a hurtadillas al perro, que se había echado sobre la panza y lo observaba con amistoso interés.

—Te gustaría ser mi perro, ¿verdad? —Preguntó Bane en un murmullo—. Nos pasaríamos el día jugando y te pondría un nombre...

Haplo regresó con pasos lentos.

—No puedo creer que se haya marchado. Sin decirme..., sin decirme nada.

Bane fijó la vista en las runas y recordó las palabras de Xar: «Está claro que Haplo me ha traicionado. Está aliado con mis enemigos. Será mejor, me parece, que no vuelva a verlo cara a cara. No estoy seguro de poder controlar mi cólera». —El abuelo ha tenido que irse precipitadamente —dijo al patryn—. Sucedió algo. Alguna noticia inesperada.

—¿Qué noticia es ésa? ¿Eran imaginaciones de Bane, o Haplo parecía inquieto y compungido? El chiquillo hundió de nuevo el mentón entre las manos para disimular una sonrisa. —No sé —murmuró, encogiéndose de hombros—. Cosas de adultos. No presté atención.

«Debo dejar vivir a Haplo un poco más. Una desafortunada necesidad pero ahora no puedo prescindir de él y tú, tampoco. No discutas mis decisiones. Haplo es el único entre nuestro pueblo que ha estado en Ariano. Limbeck, ese geg que se ocupa del control de la gran máquina, conoce a Haplo y confía en él. Necesitarás ganarte la confianza de los enanos, Bane, si quieres llegar a dominarlos, a dominar la Tumpa-chumpa y, finalmente, el mundo.

—El abuelo ha dicho que ya te había dado sus órdenes. Tienes que conducirme a Ariano...

—Ya lo sé —lo interrumpió Haplo, impaciente—. Ya lo sé.

Bane se arriesgó a echar un vistazo. El patryn no estaba pendiente de él; no le prestaba la menor atención. Haplo, sombrío y pensativo, tenía la mirada fija en el vacío.

El chiquillo tuvo un brusco sobresalto. ¿Y si Haplo se negaba a ir? ¿Y si decidía entrar en el Laberinto y emprender la búsqueda de Alfred? Xar había dicho que no lo haría, que obedecería sus órdenes. Pero el propio Xar lo había tachado de traidor.

Bane no quería perderlo: Haplo era suyo. El chiquillo decidió ponerse en acción por su cuenta. Se incorporó de un salto, excitado e impaciente, y se plantó ante el patryn.

—Estoy preparado para la marcha cuando tú digas. Va a ser divertido, ¿verdad? Ver otra vez a Limbeck, y la Tumpa-chumpa. Ahora sé hacerla funcionar. He estudiado las runas sartán, ¿sabes? ¡Será glorioso! —Bane agitó los brazos con medido abandono infantil—. El abuelo Xar dice que los efectos de la máquina se sentirán en todos los mundos, ahora que la Puerta de la Muerte está abierta. Dice que todas las construcciones edificadas por los sartán cobrarán vida y asegura que él notará esos efectos, incluso en un lugar tan remoto como Abarrach.

Bane estudió con detenimiento a Haplo, tratando de adivinar sus pensamientos. Era difícil, prácticamente imposible. El patryn permanecía impasible, inexpresivo, casi como si no lo hubiera oído. Pero no era así: había estado muy atento. Bane lo sabía.

«Haplo lo escucha todo y habla poco. Eso es lo que lo hace útil. Y lo que lo hace peligroso.»

Y Bane había advertido una ligera, una levísima vibración en sus párpados al mencionar el mundo de Abarrach. ¿Qué era lo que había despertado el interés del patryn: la idea de que la Tumpa-chumpa tuviera algún efecto sobre Abarrach o más bien el recordatorio de que, incluso en Abarrach, Xar conocería qué estaba haciendo, o dejando de hacer, su siervo? Xar sabría cuándo cobraba vida la Tumpa-chumpa. Y, si no notaba nada, empezaría a preguntarse qué había salido mal.

Bane rodeó la cintura de Haplo con sus brazos.

—El abuelo me dijo que te diera este abrazo. Me insistió en que te dijera que confiaba en ti, que ponía toda su fe en ti. Está seguro de que no le fallarás. Ni a mí.

Haplo asió por los brazos a Bane y lo apartó de sí como si se quitara de encima una sanguijuela.

—¡Ay! ¡Me haces daño! —gimió el chiquillo.

—Escúchame bien, muchacho —dijo Haplo con voz torva, sin aflojar la presión—. Dejemos en claro una cosa: te conozco bien, ¿recuerdas? Sé perfectamente que eres un pequeño monstruo intrigante, artero y manipulador. Obedeceré la orden de mi amo y te llevaré a Ariano. Me ocuparé de que tengas ocasión de hacer lo que tengas que hacer con esa condenada máquina. Pero no creas que vas a deslumbrarme con la luz de tu aureola, muchacho, porque ya he visto antes esa aureola, y muy de cerca.

—No te caigo bien —dijo Bane con aire lloroso—. No le caigo bien a nadie, salvo al abuelo. No le he caído nunca bien a nadie.

Haplo se enderezó con un gruñido.

—Por eso nos entendemos. Y otra cosa más: yo llevo el mando. Y tú haces lo que te diga. ¿Entendido?

—Tú me caes bien, Haplo —respondió Bane con otro gimoteo.

El perro, enternecido, se acercó al pequeño y le lamió el rostro. Bane rodeó el cuello del animal con su brazo. «Yo te cuidaré —prometió en silencio al can—. Cuando Haplo haya muerto, serás mi perro. Resultará divertido.» —Por lo menos, a él le gusto —añadió en voz alta, enfurruñado—. ¿Verdad que sí, muchacho?

El perro meneó el rabo.

—A este condenado animal le cae bien todo el mundo —murmuró Haplo—. Incluso los sartán. Y ahora, ve a tu cuarto y recoge tus cosas. Esperaré aquí a que estés preparado.

—¿Puede venir conmigo el perro? —Si quiere... Vamos, date prisa. Cuanto antes lleguemos, antes podré volver. Bane dejó el salón en una muestra de callada obediencia. Le divertía hacer la comedia ante Haplo, burlarse de él. Le divertía fingir obediencia a un hombre cuya vida tenía entre sus manitas. El chiquillo evocó una conversación, casi la última, que había tenido con Xar.

«—Cuando hayas completado tu tarea, Bane, cuando la Tumpa-chumpa esté en funcionamiento y te hayas adueñado de Ariano, Haplo dejará de ser imprescindible. Tú te ocuparás de que sea eliminado. Creo que conocías a un asesino en Ariano...»

«—Hugo
la Mano
, abuelo. Pero ya no vive. Mi padre lo mató.»

«—Habrá otros asesinos a sueldo. Pero hay algo muy importante que debes prometerme. Tienes que conservar el cadáver de Haplo en buen estado hasta mi llegada.»

«—¿Vas a resucitar a Haplo, abuelo? ¿Piensas hacerlo tu servidor después de muerto, como hacen con los difuntos en Abarrach?» «—Sí, hijo. Sólo entonces podré confiar en él otra vez...» El amor rompe el corazón.

—¡Vamos, muchacho! —exclamó Bane de improviso—. ¡Date prisa!

Acompañado del perro, el chiquillo echó a correr alocadamente hacia sus aposentos.

CAPÍTULO 8

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