La Mano Del Caos (31 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

»Entonces percibí que una de las sombras venía hacia mí. No había nada más visible, ni siquiera un rostro, pero tuve la certeza de que tenía una cerca. Una mano se posó en mi hombro y me sacudió.

»«Tu protegida está muerta, geir», me dijo entonces una voz. «Deprisa, coge su espíritu.»

»La sensación terrible de la resaca se me pasó de golpe. Lancé un grito e, incorporándome en la silla, alargué la mano para sujetar a la horrible criatura, para retenerla hasta que pudiera avisar a los centinelas, pero mis dedos atravesaron la negrura sin encontrar más que aire. Las sombras habían desaparecido. Ya no eran las paredes, sino que volvían a formar parte de la noche. Se habían marchado.

»Corrí junto a mi ovejita pero, efectivamente, estaba muerta. Los latidos de su corazón se habían apagado y la vida escapaba de ella por instantes. Ni siquiera le habían dado ocasión de liberar su propia alma y tuve que cortarla.
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¡Ay, su piel pálida y fina! Tuve que...

La geir rompió en incontenibles sollozos y no vio la expresión del Guardián, las arrugas que se le formaban en la frente, la sombra que le cubría los ojos.

—Debes de haberlo soñado, querida —fue su única respuesta a la mujer.

—No —replicó ella con voz hueca, una vez derramadas las lágrimas—. No fue ningún sueño, aunque eso es lo que quisieron hacerme creer. Y desde entonces he notado su presencia, siguiéndome allí adonde voy. Pero eso no me importa. No tengo ninguna razón para seguir viviendo; lo único que quería era contárselo a alguien. Y esas sombras no podrían matarme antes de que cumpliera mi deber, ¿verdad?

Dirigió una última mirada emocionada y pesarosa a la cajita antes de depositar ésta en la mano del Guardián con suavidad y veneración.

—Sobre todo, porque lo que pretendían esas sombras era ver completada esta ceremonia.

Tras esto, con la cabeza agachada, la geir dio media vuelta y abandonó la catedral por la puerta acristalada, que el Guardián se apresuró a abrir para facilitarle la salida. El kenkari musitó unas palabras de consuelo, pero sonaron vacías de convicción y tanto quien las pronunciaba como quien las escuchaba —si la geir llegaba a oírlas siquiera— lo sabían. Con la cajita de lapislázuli y calcedonia en la mano, el Guardián observó a la mujer mientras ésta descendía los peldaños de cantos dorados y se alejaba por el patio, grande y vacío, que rodeaba la catedral. El sol brillaba con fuerza, y el cuerpo de la geir formaba tras ella una larga sombra.

El Guardián experimentó un escalofrío y continuó mirando atentamente a la mujer hasta que la perdió de vista. La cajita aún estaba caliente del contacto con la mano de la maga. Con un suspiro, el kenkari se volvió y llamó a un pequeño gong de plata situado en un nicho de la pared, junto a la puerta.

Otro kenkari, vestido con las ropas multicolores de mariposa, se acercó por el pasillo silenciosamente, calzado con unas babuchas.

—Relévame en mis obligaciones —le ordenó el Guardián—. Debo llevar esto al Aviario. Llámame si me necesitas.

El kenkari, principal ayudante del Guardián, asintió y ocupó su lugar junto a la puerta, dispuesto para recibir las almas que fueran llevadas hasta allí. Con la cajita entre las manos y el entrecejo fruncido, el Guardián dejó la gran puerta y se encaminó al Aviario.

La Catedral del Albedo es una edificación de planta octogonal. La coralita, dirigida y podada mediante la magia, se eleva del suelo majestuosamente para formar una cúpula altísima, de paredes muy pronunciadas. Unos muros de cristal llenan el espacio entre los pilares y nervaduras de coralita, y sus paneles cristalinos reflejan con un brillo cegador la luz del sol de Ariano, Solarus.

Las superficies acristaladas crean una ilusión óptica por la que a un observador casual (a quienes nunca se permite acercarse demasiado) tiene la impresión de poder ver todo el edificio, de lado a lado, sin obstáculos. En realidad, esos muros de cristal del interior del octógono actúan como espejos y reflejan la cara interna del muro exterior. Así pues, desde fuera no se puede ver el interior, pero desde dentro se observa todo a la perfección. El patio que rodea la catedral es vastísimo y desprovisto de cualquier objeto. Ni siquiera una oruga podría cruzarlo sin ser observada. Así es como los kenkari mantienen preservados sus antiguos misterios.

En el centro del octógono está el Aviario. Formando un círculo en torno a él se encuentran las salas de estudio y de meditación. Debajo de la catedral se hallan los aposentos permanentes de los kenkari y los temporales de sus aprendices, los weesham.

El Guardián dirigió sus pasos hacia el Aviario.

Éste, la cámara de mayores dimensiones de la catedral, es un lugar hermoso, lleno de árboles y plantas vivos traídos de todo el reino elfo para que crezcan allí. El agua, el preciado líquido elemento que resultaba tan escaso en el resto del mundo, debido a la guerra con los gegs, corría libremente por el Aviario, derrochada para mantener la vida en lo que, irónicamente, era una cámara destinada a los muertos.

En aquel Aviario no volaba ningún pájaro. Las únicas alas que se extendían dentro de sus paredes de cristal eran invisibles y efímeras: las alas de las almas de los elfos regios, capturadas, mantenidas cautivas, obligadas a cantar eternamente su música silenciosa por el bien del imperio.

El Guardián se detuvo a la puerta del Aviario y se asomó al interior. Resultaba verdaderamente bello. Los árboles y las plantas de flores crecían allí como en ningún otro lugar del Reino Medio. Ni siquiera el jardín del emperador estaba tan exuberante, pues el racionamiento de agua había afectado incluso a Su Majestad Imperial.

El agua del Aviario fluía a través de conducciones enterradas a buena profundidad bajo la tierra de cultivo que, según la leyenda, había sido traída desde la isla jardín de Hesthea, en el Reino Superior abandonado hacía ya mucho tiempo.
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Salvo el trabajo de plantarlas, nadie dedicaba más cuidados a los vegetales, a no ser que los muertos se ocuparan de ellos (como el Guardián gustaba de imaginar, en ocasiones). Sólo en rarísimas ocasiones se permitía a los vivos la entrada en el Aviario; tal cosa no había sucedido en toda la larguísima existencia del Guardián, o en la de ningún kenkari del que se guardara recuerdo.

En la cámara sellada no soplaba viento alguno. Ni una corriente de aire, ni una brizna de brisa, podía penetrar en su interior. Y, a pesar de ello, el Guardián vio cómo las hojas de los árboles se agitaban y vibraban, vio cómo los pétalos de las rosas temblaban y cómo los tallos de las flores se doblaban. Las almas de los muertos revoloteaban entre el verdor de la vida vegetal. El Guardián contempló el Aviario unos instantes más, antes de volverle la espalda. Aquel recinto, en otro tiempo lugar de paz, de tranquilidad y de esperanza, había terminado por producirle una siniestra tristeza. Bajó la mirada a la cajita que tenía entre las manos, y las profundas arrugas de su demacrado rostro se hicieron aún más marcadas.

Apretando el paso hasta la capilla anexa al Aviario, pronunció la oración ceremonial y empujó con suavidad la puerta de madera, adornada con un bello trabajo de marquetería. En la pequeña estancia se encontraba la Guardiana del Libro, sentada ante su escritorio y ocupada en anotar unos datos en un volumen grande y grueso, encuadernado en piel. La Guardiana del Libro tenía por deber tomar nota del nombre, linaje y hechos más importantes de la vida de quienes llegaban encerrados en las cajitas.

«El cuerpo al fuego, la vida al libro, el alma al cielo.» Así decía el ritual. Al oír que entraba alguien, la Guardiana del Libro hizo un alto en su escritura y alzó la vista.

—Un alma quiere ser admitida —dijo el Puerta con aplomo.

La Libro (los títulos completos se abreviaban, para mayor fluidez) asintió e hizo sonar un pequeño gong de plata colocado en un extremo del escritorio. Un tercer kenkari, el Guardián del Alma, entró en la capilla por otra puerta. La Libro se puso en pie respetuosamente, y el Puerta hizo una reverencia. Guardián del Alma era el mayor rango que podía alcanzar un kenkari. Quien ostentaba el cargo —necesariamente, un mago de la Séptima Casa— no sólo era el primero en su clan, sino uno de los elfos más poderosos del imperio. En otras épocas, una palabra del Guardián de las Almas había bastado para que los reyes hincaran la rodilla; sin embargo, el Puerta no estaba seguro de que las cosas siguieran igual.

El Alma extendió las manos y aceptó la cajita con respeto. Dando media vuelta, la depositó sobre el altar y se arrodilló para iniciar sus oraciones. El Puerta comunicó el nombre de la difunta y recitó todos los datos que conocía sobre el linaje y la historia de la muchacha a la Libro, quien tomó nota de todo. Cuando tuviera tiempo, registraría los detalles con mas precisión.

—Qué joven —murmuró la Libro con un suspiro—. ¿Cuál ha sido la causa de la muerte?

El Puerta se humedeció los resecos labios.

—Asesinato.

La Libro alzó la vista, lo contempló y se volvió hacia el Alma. Éste hizo un alto en sus plegarias y volvió la cabeza.

—Esta vez pareces seguro.

—Había un testigo. La pócima no le surtió efecto por completo. Al parecer, nuestra weesham tiene paladar para el buen vino —añadió el Puerta con una sonrisa torcida—. Al menos, sabe distinguirlo del malo y no lo apuró.

—¿Lo sabe la Guardia? —La Invisible lo sabe todo —intervino la Libro en voz baja. —La weesham dice que la siguen. Que la han venido siguiendo —informó el Puerta.

—¿Aquí? No habrán entrado en el recinto sagrado, ¿verdad? —inquirió el Alma con fuego en los ojos.

—No. Por el momento, el emperador no se atreve a tanto.

Las palabras «por el momento» flotaron en el aire como un mal presagio.

—Cada día se vuelve más descuidado —dijo el Alma.

—O más atrevido —apuntó el Puerta.

—O más desesperado —tercio la Libro sin alzar la voz.

Los kenkari se miraron. El Alma sacudió la cabeza y pasó la mano, temblorosa, entre sus canosos cabellos.

—Y ahora sabemos la verdad —murmuró.

—Hace tiempo que la conocíamos —replicó el Puerta, pero lo dijo casi en silencio y el Alma no lo oyó.

—El emperador está matando a su propia estirpe para tener sus almas y hacer que lo ayuden en su causa. El hombre libra dos guerras y lucha contra tres enemigos: los rebeldes, los humanos y los gegs del Reino Inferior. El odio y la desconfianza ancestrales mantienen divididos a esos tres grupos, pero ¿y si sucediera algo que los uniese? Eso es lo que teme el emperador y lo que lo impulsa a esa locura.

—Ciertamente, es una locura —asintió el Puerta—. Está diezmando la línea genealógica real, cortándole la cabeza y arrancándole el corazón. ¿A quién está ordenando matar sino a los jóvenes, a los fuertes, a aquellos cuyas almas se agarran con más fuerza a la vida? Con ello espera que esas almas unan sus voces llenas de energía a la palabra sagrada de Krenka-Anris, que proporcionen más poder mágico a nuestros hechiceros, que fortalezcan el brazo y la voluntad de nuestros soldados.

—De todos modos, ¿por quién habla ahora Krenka-Anris? —preguntó el Alma.

El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro permanecieron callados, sin atreverse a responder.

—Preguntémosle —dijo entonces el Guardián del Alma, y se volvió hacia el altar.

El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro se arrodillaron junto a él, uno a la izquierda del Alma, la otra a su derecha. Una hoja de cristal transparente sobre el altar les permitía ver el interior del Aviario. El Guardián del Alma cogió del altar una campanilla de oro y la tañó. La campanilla no tenía badajo y no hacía ningún sonido que pudieran captar los oídos humanos. Sólo los muertos podían escucharlo, o eso creían los kenkari.

—Krenka-Anris, te invocamos —clamó el Guardián de las Almas, alzando los brazos—. Sacerdotisa sagrada, la primera que conoció el prodigio de esta magia, escucha nuestra plegaria y acude para darnos consejo. He aquí nuestra oración:

Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.

Tres hijos bienamados mandaste a la batalla;

en torno a sus cuellos, relicarios y cajitas mágicas

trabajadas con tu propia mano. El dragón

Krishach,
con su aliento de fuego y veneno,

mató a tus tres hijos bienamados.

Sus almas escaparon. Los relicarios se abrieron.

Las tres almas fueron capturadas.

Tres voces silenciosas te llamaron.

Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.

Acudiste al campo de batalla.

Encontraste a tus tres hijos bienamados

y lloraste su pérdida, un día por cada uno.

El dragón
Krishach,
con su aliento de fuego y ponzoña
,

escuchó a la madre doliente

y llegó volando para matarte.

Krenka-Anris,

sacerdotisa sagrada.

Con un grito, llamaste a tus hijos bienamados.

El alma de cada uno de ellos salió del relicario

y fue como una espada reluciente en el vientre del dragón.

Krishach
murió, cayó de los cielos
.

Y los kenkari fueron salvados.

Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.

Bendijiste a tus tres hijos bienamados.

Guardaste sus espíritus contigo, para siempre.

Para siempre, sus espíritus luchan por nosotros, su pueblo.

Tú nos enseñaste el secreto sagrado,

el modo de capturar las almas.

Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada,

danos consejo en este trance,

pues varias vidas han sido arrebatadas

antes de que llegara su hora

para prestar servicio a una ambición ciega.

La magia que nos trajiste, la que un día fue tu bendición,

es ahora un recurso perverso, oscuro e impío.

Dinos qué hacer,

Krenka-Anris,

sacerdotisa sagrada.

Ilumínanos, te suplicamos.

Los tres permanecieron arrodillados ante el altar en profundo silencio, aguardando sus respectivas respuestas. No sonó ninguna voz, no se encendió repentinamente ninguna llamarada en el altar, ni apareció ante ellos ninguna visión trémula e incorpórea, pero cada uno de los tres escuchó la respuesta en su propia alma, igual que cada uno de ellos escuchó el tintineo de la campanilla sin lengua. Después, se incorporaron y se miraron entre ellos con mejillas pálidas y ojos desorbitados de confusión e incredulidad.

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