Sang-Drax lo agarró por el pelo, tiró de su cabeza hacia arriba y lo obligó a mirar a la serpiente humano, que se transformó en un ser espantoso. La criatura se agrandó y su cuerpo se hinchó y se expandió. Y, luego, el cuerpo empezó a desmembrarse. Brazos, piernas, manos y pies se separaron del torso y se alejaron flotando mientras la cabeza se encogía de tamaño hasta que Haplo sólo distinguió de ella dos ojos como rendijas llameantes.
Ahora dormirás
, dijo una voz en la mente del patryn.
Y cuando despiertes, te habrás recuperado por completo. Y recordarás todo lo sucedido. Recordarás claramente todo lo que he dicho y todo lo que ahora voy a añadir. Aquí, en Ariano, corremos cierto peligro. En este mundo existe una tendencia hacia la paz que no nos conviene en absoluto. El imperio de Tribus, débil y corrompido, mantiene una guerra en dos frentes que, según nuestras consideraciones, no podrá ganar. Si Tribus es vencido, los elfos y sus aliados humanos negociarán un tratado con los enanos. No podemos permitir que tal cosa suceda
.
A tu señor tampoco le agradaría que se alcanzara ese pacto, Haplo
. En los ojos de la serpiente humana brilló una llamarada burlona.
Ése será tu dilema. Un dilema torturador. Si ayudas a esos mensch, irás contra los deseos de tu señor. Si ayudas a éste, nos estarás ayudando a nosotras. Ayúdanos a nosotras y terminarás destruyendo a tu señor. Y, acabando con él, destruirás a todo tu pueblo
.
La oscuridad, reconfortante y tranquilizadora, borró la visión de los ojos rojos. Sin embargo, siguió escuchando la voz zahiriente:
Piensa en ello, patryn. Mientras tanto, nosotras nos cebaremos en tu miedo.
Limbeck distinguió claramente a Haplo, a quien habían dejado caer al suelo cerca de la puerta. Vio que el patryn echaba una mirada a su alrededor, al parecer tan asombrado como él mismo ante la visión de aquella concurrencia insólita.
Sin embargo, la expresión de Haplo no parecía de complacencia, precisamente. De hecho, a juzgar por todos los indicios, el patryn parecía tan aterrorizado como se sentía el propio enano.
Un humano, vestido con las ropas de un trabajador normal, avanzó hasta Haplo y los dos empezaron a conversar en una lengua que Limbeck no entendía, pero que sonaba áspera e irritada y que le produjo un escalofrío cargado de sensaciones sombrías y atemorizadoras. No obstante, en cierto momento del diálogo, todos los presentes en la sala soltaron una carcajada e hicieron comentarios de aprobación y se mostraron sumamente contentos, asintiendo a algo de lo que se había dicho.
En aquel punto, Limbeck pudo hacerse cierta idea del tema de la conversación, pues los enanos hablaban en enano, los elfos lo hacían en elfo y los humanos —presumiblemente, ya que Limbeck no conocía una sola palabra en su idioma— hablaban en humano. Pero nada de cuanto escuchaba alegró el ánimo de Haplo; si acaso, el patryn parecía aún más tenso y desesperado que antes. Limbeck aprecio en él el aspecto de un hombre que se disponía a afrontar un final terrible.
Un elfo agarró por el cabello a Haplo y tiró de él, obligándolo a levantar la cabeza para mirar al humano. Limbeck, con ojos desorbitados, contempló la escena sin tener la menor idea de lo que sucedía, pero completamente seguro —de algún modo— de que Haplo iba a morir.
El patryn pestañeó y cerró los ojos. La cabeza le cayó a un costado y su cuerpo quedó exánime en brazos del elfo. El corazón de Limbeck, que había ascendido trabajosamente desde sus pies hasta su pecho, se le alojó ahora firmemente en la garganta. El enano tuvo la certeza de haber visto morir a Haplo.
El elfo tendió al patryn en el suelo. El humano lo contempló, movió la cabeza y soltó una carcajada. Haplo volvió la cabeza y emitió un suspiro. Sólo estaba dormido, advirtió Limbeck con alivio.
El enano se sintió tan aliviado que se le empañaron las gafas. Se las quitó y procedió a limpiarlas con manos temblorosas.
—Que varios elfos me ayuden a transportarlo —ordenó el elfo que había conducido a Haplo a aquel lugar. De nuevo, empleaba la lengua de los elfos y no aquel extraño idioma incomprensible para Limbeck—. Tengo que llevarlo de vuelta a la Factría antes de que los demás recelen.
Un grupo de elfos —al menos, Limbeck supuso que lo eran; resultaba difícil estar seguro, pues llevaban una indumentaria que los hacía semejar más a las paredes de los túneles que a verdaderos elfos— se congregó en torno al durmiente Haplo. Varios de ellos asieron al patryn por piernas y hombros, lo levantaron del suelo con facilidad, como si no pesara más que un niño, y se encaminaron hacia la puerta.
Limbeck se ocultó rápidamente en el túnel y observó cómo los elfos se llevaban a Haplo en dirección contraria. Lo asaltó la idea de que iba a quedarse de nuevo a solas allí abajo, sin la menor noción de cómo salir. Era preciso que siguiera a aquella comitiva; de lo contrario...
Bueno, quizá podría preguntarle a uno de aquellos enanos. Se volvió para asomarse de nuevo a la sala, y las gafas estuvieron a punto de saltarle de la nariz. Se apresuró a ajustarse las patillas a las orejas y observó atentamente a través de los gruesos cristales, incapaz de creer lo que veía.
La estancia, que momentos antes estaba llena de luces y de risas, de humanos, elfos y enanos, estaba completamente vacía.
Limbeck tomó aire profundamente y lo expulsó en un suspiro tembloroso. La curiosidad se apoderó de él, y ya se disponía a entrar en la estancia para investigar cuando se dio cuenta de que los elfos —su único recurso para encontrar la salida— estaban dejándolo atrás rápidamente. Limbeck movió la cabeza a un lado y otro pensando en las cosas extrañas e inexplicables que acababa de presenciar y, con las patillas meciéndose al ritmo de su trotecillo, avanzó por el pasadizo siguiendo con cautela a los elfos de tan insólita indumentaria.
El espectral fulgor rojizo de sus ojos iluminaba los pasadizos y les permitía ver por dónde avanzaban. Limbeck no alcanzaba a comprender cómo distinguían un túnel de otro, un corredor de entrada de otro de salida. La comitiva avanzaba a paso rápido, sin hacer altos, sin un paso en falso, sin verse obligada una sola vez a retroceder para tomar otra dirección.
—¿Qué planes tienes ahora, Sang-Drax? —preguntó uno—. Un nombre muy ingenioso, si me permites el comentario.
—¿Te gusta? Me pareció el más adecuado —dijo el elfo que había conducido a Haplo allí abajo—. Ahora debo ocuparme de que el chiquillo humano, Bane, y este patryn sean conducidos ante el emperador. El niño tiene en mente un plan que podría fomentar el caos en el reino humano de manera mucho más eficaz que cualquier acción que pudiéramos emprender nosotros. Confío en que correréis la voz entre los círculos más próximos al emperador y le solicitaréis su colaboración.
—El emperador colaborará, si se lo aconseja la Invisible.
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—Me asombra que consiguierais incorporaros tan pronto a una unidad tan preparada y poderosa. Mis felicitaciones.
Uno de los elfos de extrañas ropas se encogió de hombros.
—En realidad, resultó muy sencillo. En todo Ariano no existe otro grupo cuyos métodos y medios coincidan tanto con los nuestros. Con excepción de esa malhadada tendencia a respetar escrupulosamente la ley y el orden elfos y a llevar a cabo sus acciones en nombre de ellos, la Guardia Invisible es perfecta para nosotras.
—Es una lástima que no sea tan fácil penetrar en las filas de los kenkari.
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—Empiezo a pensar que tal cosa será imposible, Sang-Drax. Como le explicaba hace un rato al Regio, antes de tu llegada, los kenkari tienen una naturaleza espiritual y, gracias a ella, son extraordinariamente sensibles a nosotras. De todos modos, hemos llegado a la conclusión de que no representan una amenaza. Todo su interés se concentra en el espíritu de los muertos, cuyo poder mantiene al imperio. Entre los kenkari, el principal objetivo en la vida es el cuidado y la vigilancia de esos espíritus cautivos.
La conversación continuó pero Limbeck, que debía esforzarse para no quedarse atrás y empezaba a fatigarse con aquel ejercicio al que no estaba acostumbrado, no tardó en perder interés por lo que se decía. De todos modos, apenas había entendido nada de lo que hablaban, y lo poco que había captado lo había llenado de perplejidad. ¿Cómo era que aquellos elfos, que momentos antes hacían tan buenas migas con los humanos, hablaban ahora de «fomentar el caos»?
En cualquier caso, pensó el enano deseando poder sentarse a descansar un rato, nada de cuanto hicieran humanos o elfos podía sorprenderlo. Y, en aquel momento, ciertas palabras oídas a medias en la conversación de los elfos hicieron que Limbeck se olvidara de sus pies llagados y de sus tobillos doloridos.
—¿Qué harás con la enana que han capturado tus hombres? —inquiría uno de los elfos.
—¿La han cogido? —Respondió Sang-Drax sin darle importancia—. No me había percatado. —Sí, la capturaron mientras tú te ocupabas del patryn. Ahora la tienen en custodia con el muchacho humano.
¡Jarre! ¡Estaban hablando de Jarre!, comprendió Limbeck.
Sang-Drax permaneció pensativo unos instantes.
—Bueno, supongo que la llevaré conmigo —dijo por último—. Podría resultarnos útil en futuras negociaciones, ¿no te parece? Si esos estúpidos elfos no la matan antes. El odio que sienten por esos enanos me tiene asombrado.
¡Matar a Jarre! A Limbeck se le heló la sangre al oírlo; después, la misma sangre le hirvió de furia y, por fin, le bajó de la cabeza al estómago y le provocó en éste la náusea del remordimiento.
—Si Jarre muere, será por culpa mía —murmuró para sí, casi sin mirar por dónde iba—. Se sacrificó por mí y...
—¿No habéis oído algo? —preguntó uno de los elfos que sostenían las piernas de Haplo.
—Sabandijas —dijo Sang-Drax—. Este lugar está lleno de ellas. Los sartán deberían haber puesto más cuidado en lo que hacían. Deprisa. Mis hombres pensarán que me he perdido aquí abajo y no quiero que ninguno de ellos decida hacerse el héroe y venir a buscarme.
—Dudo que lo hagan —apuntó el elfo de extrañas vestiduras, con una risotada—. Por lo que he oído, tus hombres no te aprecian demasiado.
—Es cierto —reconoció Sang-Drax, impertérrito—. Dos de ellos sospechan que la muerte de su anterior capitán fue cosa mía. Y tienen razón, desde luego. A decir verdad, han sido muy sagaces para descubrirlo; es una lástima que esa sagacidad les vaya a costar la vida. ¡Ah, ya estamos aquí! El acceso a la Factría. Ahora, mucho silencio.
Los elfos enmudecieron y aguzaron el oído. Limbeck —indignado, trastornado y confundido— se había detenido a cierta distancia. Ya sabía dónde estaba: reconocía el pie de la escalera que conducía a la estatua del dictor y aún pudo ver el débil resplandor de la marca rúnica que Haplo había dejado a su paso.
—Ahí arriba se mueve algo —anunció Sang-Drax—. Seguramente, han montado una guardia. Dejad al patryn en el suelo. Yo lo llevaré desde aquí. Vosotros, volved a vuestras tareas.
—Sí, señor, capitán, señor.
Los demás elfos saludaron burlonamente, entre risas; a continuación —para completo asombro de un Limbeck que no daba crédito a lo que veía—, se desvanecieron en el aire. El enano se quitó las gafas y limpió los cristales, con la vana esperanza de que la desaparición de los elfos fuera cosa de alguna mota de polvo en ellos, pero las gafas limpias no mejoraron mucho las cosas: todos los elfos se habían esfumado, salvo el capitán del escuadrón, que estaba incorporando a Haplo.
—Despierta, patryn —dijo Sang-Drax, al tiempo que le daba unos cachetes en el rostro—. Así está mejor. ¿Qué sucede, te sientes un poco mareado? Tardarás algún tiempo en recuperarte por completo de los efectos del veneno. Para entonces, ya estaremos camino del Imperanon. No te preocupes: me ocuparé de los mensch. Sobre todo, del muchacho.
Haplo apenas se sostenía en pie y se vio obligado a apoyarse como un saco en el capitán elfo. El patryn parecía sumamente enfermo pero incluso así, en aquel estado de postración, parecía reacio a tener nada que ver con el elfo. No obstante, era evidente que no tenía elección. Estaba demasiado débil para subir los peldaños por sus propias fuerzas. Si quería salir de los túneles, tendría que aceptar la ayuda de los poderosos brazos de Sang-Drax.
Y Limbeck tampoco tenía elección. El enfurecido enano habría querido salir al descubierto y enfrentarse al elfo, exigirle la devolución inmediata de Jarre, intacta. El Limbeck de antes habría actuado así, sin que le importaran las consecuencias.
Ahora, en cambio, el enano miró a través de sus anteojos y vio a un elfo de una fortaleza física inaudita. Recordó que el capitán había mencionado a otros elfos que montaban guardia arriba y apreció que Haplo no estaba en condiciones de ayudar. Limbeck decidió ser razonable y se quedó donde estaba, oculto entre las sombras, hasta que oyó sus pisadas en los peldaños. Sólo cuando hubo calculado que estaban a mitad de camino de la abertura superior, se atrevió el enano a avanzar, descalzo, y asomarse al hueco del pie de la escalera.
—Capitán Sang-Drax, señor —escuchó una voz en lo alto—. Ya nos preguntábamos si habría sucedido algo.
—El prisionero —explicó Sang-Drax—. Tuve que ir tras él.
—¿Intentaba huir con un puñal clavado en el hombro?
—Estos malditos humanos son duros, como animales heridos —murmuró el capitán—. Me ha brindado la oportunidad de una buena persecución, hasta que el veneno ha surtido efecto.
—¿Quién es, señor? ¿Una especie de hechicero? Nunca había visto a un humano cuya piel despidiera ese resplandor azul. —Sí. Es uno de esos llamados misteriarcas. Probablemente, está aquí abajo para cuidar del muchacho. —Entonces, señor, ¿hemos de dar por cierta la historia del chico? —el elfo parecía escéptico. —Creo que deberíamos esperar a que el emperador decida qué tenemos que dar por cierto. ¿De acuerdo, teniente? —Sí, señor. Supongo que sí, señor.
—¿Adonde han llevado al chico? «Al diablo con el chico —pensó Limbeck con irritación—. ¿Dónde tienen a Jarre?» El elfo y Haplo habían llegado a lo alto de la escalera. El enano contuvo el aliento con la esperanza de oír algo más.
—Al cuartel de la guardia, capitán. Esperan allí tus órdenes.
—Necesitaré una nave, dispuesta para volver a Paxaria...
—Tendré que solicitarla al comandante en jefe, señor.
—Hazlo enseguida, teniente. Llevaré conmigo al muchacho, a ese mago y a la otra criatura que capturamos...