La Mano Del Caos (64 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El weesham no había dicho nada, pero había dirigido a Hugh una mirada de inteligencia que parecía una promesa de que llevaría el mensaje a sus maestros.

Los elfos habían tardado algún tiempo en capturar al perro. Sujetándolo por el hocico, se habían visto forzados a envolverle la cabeza con una capa para poder subirlo a pulso a lomos del dragón y atarlo firmemente detrás de la silla, entre los fardos y paquetes.

El animal se pasó la primera mitad del vuelo lanzando quejumbrosos aullidos; después, agotado, se había quedado dormido, y Hugh daba gracias por ello.

—¿Qué es eso de ahí abajo? —preguntó Bane con voz excitada, mientras señalaba una masa de tierra que flotaba entre las nubes debajo de ellos.

—Ulyndia —respondió Hugh.

—¿Estamos llegando?

—Sí, Alteza —le ofreció el tratamiento con un tonillo irónico—, ya casi hemos llegado.

—Hugh —dijo el muchacho tras unos instantes de profunda reflexión, a juzgar por su expresión—, cuando hayas hecho ese trabajo para mí, cuando sea rey, quiero contratarte para otro asunto.

—Me siento abrumado, Alteza —respondió Hugh en el mismo tono—. ¿A quién más quieres que asesine? ¿Qué te parece el emperador elfo? Así gobernarías todo el mundo.

Bane hizo caso omiso del sarcasmo.

—Quiero contratarte para que mates a Haplo.

—Probablemente, ya está muerto —dijo Hugh con un gruñido—. Los elfos habrán acabado con él.

—No, lo dudo. Los elfos no podrían hacerlo. Haplo es demasiado listo para ellos. En cambio, me parece que tú sí podrías. Sobre todo si te cuento todos sus poderes secretos. ¿Lo harás, Hugh? Te pagaré bien. —Bane se volvió y lo miró a los ojos—. ¿Matarás a Haplo?

Una mano helada atenazó las entrañas de Hugh. Lo habían contratado hombres de toda condición para que asesinara a otros hombres de toda calaña, por toda suerte de razones. Pero jamás había visto en los ojos de ninguno de ellos tanta malevolencia, tanto odio y tantos celos como los que percibía en aquel momento en los hermosos ojos azules del chiquillo.

Por unos instantes, fue incapaz de responder.

—Sólo hay una cosa que te pido que hagas —continuó Bane, dirigiendo la mirada al perro que dormitaba detrás de ellos—. Cuando esté agonizando, debes decirle a Haplo que es Xar quien ha ordenado su muerte. ¿Recordarás el nombre? Xar es quien ordena la muerte de Haplo.

—Claro —dijo Hugh, encogiéndose de hombros—. Lo que el cliente diga.

—Entonces, ¿aceptas el trabajo? —dijo Bane, radiante.

—Sí, lo acepto —asintió Hugh. Habría asentido a cualquier cosa con tal de hacer callar al muchacho.

Hugh guió al dragón en una espiral descendente, volando despacio y con parsimonia, dejándose ver por los vigías avanzados que sin duda estarían apostados allá abajo.

—Se acercan más dragones —anunció Bane, escrutando el cielo entre las nubes.

Hugh no dijo nada.

Bane continuó mirando un rato más; luego, se volvió y miró a Hugh con una expresión de desconfianza.

—Vienen hacia aquí. ¿Quiénes son?

—Escoltas. La guardia de Su Majestad. Nos detendrán y nos interrogarán. Recuerdas lo que tienes que hacer, ¿verdad? Cúbrete con la capucha. Algún soldado podría reconocerte.

—¡Ah, sí! Ya lo sé —asintió Bane.

Hugh se dijo que, por lo menos, no tenía que preocuparse de que el muchacho los delatara. El disimulo y el engaño eran sus derechos de primogenitura.

Muy abajo, Hugh distinguió el contorno de Ulyndia y las llanuras conocidas como los Siete Campos. La inmensa extensión de coralita, normalmente vacía y solitaria, bullía de movimiento de hombres y animales. Rectas hileras de pequeñas tiendas atravesaban los campos: el ejército elfo, a un lado; el ejército humano, al otro.

En el centro se levantaban dos grandes tiendas de brillantes colores. Una enarbolaba la enseña elfa del príncipe Reesh'ahn, con su emblema de un cuervo, un lirio y una alondra alzando el vuelo, en honor de la humana, Cornejalondra, que había forjado el milagro de la canción entre los elfos. La otra tienda lucía el estandarte del rey Stephen, el Ojo Alado. Hugh se fijó en esta última, tomó nota de la distribución de tropas en torno a ella y estudió la mejor vía de entrada posible.

Respecto a la vía de escape, no debía preocuparse.

Frente a la costa flotaban, ancladas, las naves dragón de los elfos. Los dragones de los humanos estaban agrupados a cierta distancia tierra adentro, a contraviento de las naves elfas, que utilizaban el pellejo y las escamas de dragones muertos en su construcción. Si un dragón vivo hubiera captado el olor que producían, se habría enfurecido hasta el extremo de romper el hechizo que lo sometía y habría podido crear una barahúnda terrible.

La guardia real, la escolta personal de Stephen, tenía un destacamento de vigilancia aérea. Dos de los gigantescos dragones de guerra, cada uno con su contingente de tropas montado en el lomo, mantenían la vigilancia sobre el suelo. Los dragones de menor tamaño, mucho más ágiles y rápidos, recorrían los cielos ocupados por dos hombres. Eran dos de estas bestias las que habían descubierto a Hugh y se lanzaban hacia él.

Hugh controló el descenso de su dragón y le ordenó planear en el aire, sin apenas batir las alas, desplazándose con las corrientes térmicas que se alzaban desde la tierra a sus pies. El perro despertó, alzó la cabeza y reanudó sus aullidos.

Aunque la actitud de Hugh al refrenar su montura era una señal que denotaba intenciones pacíficas, la guardia aérea no corrió ningún riesgo. Los dos soldados del primero de los dragones empuñaban sus arcos, con la saeta en la cuerda, apuntando a Hugh y al dragón, respectivamente. El soldado que conducía el segundo dragón sólo se acercó cuando estuvo seguro de que sus compañeros tenían bien cubierto a Hugh. Pero éste observó una sonrisa en el adusto rostro del soldado cuando vio —y oyó—al perro.

Hugh se agachó y se llevó la mano a la frente en una muestra de humilde respeto.

—¿Qué te trae aquí? —Preguntó el soldado—. ¿Qué quieres?

—Soy un simple buhonero, señoría. —Hugh tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los aullidos del perro y del aleteo del dragón. Señaló los fardos que llevaba tras él y continuó—: Mi hijo y yo hemos venido a ofrecer muchas cosas maravillosas de gran valor a los muy ilustres y valientes soldados de su señoría.

—Lo que quieres decir es que has venido a desplumarlos de su paga con tus burdas mercancías de mala calidad, ¿no es eso?

Hugh protestó, indignado.

—No, mi general, señor, te lo aseguro. Mi mercadería es de lo mejor: variados utensilios de cocina, pequeñas alhajas para hacer brillar los bellos ojos de las que lloran tu partida...

—Vete a otra parte con tu hijo, tus cachivaches, tu perro y tu labia, buhonero. Esto no es ningún mercado. Y no soy ningún general —añadió el soldado.

—Ya sé que no es un mercado —replicó Hugh, sumiso—. Y si no eres general es sólo porque quienes mandan no te valoran como te mereces. Pero veo las tiendas de muchos de mis camaradas instaladas ya ahí abajo. Seguro que el rey Stephen no le negará a un hombre honrado como yo, con un hijo pequeño que mantener y doce más como él en casa, por no contar a dos hijas, la oportunidad de ganarse la vida decentemente.

El soldado tomó con escepticismo la historia familiar del buhonero, pero comprendió que había perdido la discusión. En realidad, sabía que la había perdido antes de empezar. La noticia del encuentro pacífico de los dos ejércitos en las llanuras de Siete Campos era como el aroma dulzón de la fruta de bua al pudrirse: atraía a toda clase de moscas. Prostitutas, jugadores, buhoneros, artesanos de armas, aguadores; todos acudían a chupar su parte. Y el rey sólo podía hacer dos cosas: tratar de expulsarlos, lo cual significaría derramamiento de sangre y resentimiento entre el pueblo, o tolerar su presencia y mantenerlos vigilados.

—Está bien —dijo el soldado con un gesto de la mano—. Puedes posarte en tierra. Preséntate en la tienda del supervisor con una muestra de tus productos y veinte barls para la licencia de ventas.

—¡Veinte barls! ¡Qué barbaridad! —refunfuñó Hugh.

—¿Qué dices, buhonero?

—Digo que te estoy sumamente agradecido por tu gran amabilidad, mi general. Mi hijo te presenta sus respetos. Preséntale tus respetos al ilustre general, hijo...

Bane, convenientemente sonrojado, inclinó la cabeza y se llevó las manitas al rostro como debía hacerlo un chiquillo campesino en presencia de la nobleza. El soldado quedó encantado. Tras hacer una señal a los arqueros, se alejó en su dragón al encuentro de otro viajero más, con aspecto de calderero, que se aproximaba.

Hugh ordenó al dragón abandonar el planeo, y reiniciaron el descenso.

—¡Lo hemos logrado! —exclamó Bane con satisfacción, despojándose de la capucha.

—En ningún momento he dudado de ello —murmuró Hugh—. Y cúbrete la cabeza otra vez. A partir de ahora, llevarás la capucha mientras yo no indique que te la quites. Sólo faltaría que alguien te reconociera antes de que estemos preparados para actuar.

Bane lo miró con un destello de odio en sus azules ojos, fríos y rebeldes. Pero el chiquillo era inteligente y sabía que el comentario de Hugh era sensato. Con aire hosco, volvió a ocultar la cabeza y el rostro bajo la capucha de la capa andrajosa. Vuelto de espaldas, permaneció sentado con la barbilla apoyada en las manos, tenso y rígido, contemplando el panorama que se extendía allá abajo.

«Seguramente estás pensando en todos los modos imaginables de torturarme —pensó Hugh mientras lo observaba—. Pues bien, Alteza, el último placer que tendré en esta vida será frustrar tus expectativas.»

También tenía asegurada otra satisfacción. El perro se había quedado afónico de tanto aullar y ahora sólo alcanzaba a emitir unos patéticos graznidos.

En el cielo abierto del Reino Medio, volando por otra ruta distinta muy por debajo de Ulyndia, el dragón fantasma avanzaba hacia su destino a toda velocidad, casi demasiado deprisa para que sus pasajeros se sintieran cómodos. Pero ninguno de los dos pasajeros estaba preocupado por la comodidad; sólo les interesaba la rapidez y, por tanto, Haplo e Iridal inclinaron la cabeza contra el viento ululante que soplaba a su alrededor, se agarraron con fuerza al dragón y el uno al otro, y trataron de distinguir algo entre el lagrimeo que les empañaba los ojos.

Krishach
no necesitaba ser guiado, o quizá conocía el rumbo que debía tomar porque lo leía en la mente de los pasajeros. Éstos montaban sin silla, sin riendas. Una vez que los dos se habían encaramado a su lomo, a regañadientes y con grandes precauciones, el dragón fantasma había alzado el vuelo con un salto y había atravesado las paredes de cristal del Aviario. Las cristaleras no habían saltado en pedazos, sino que se habían fundido en una brillante cortina de agua, permitiéndoles el paso con absoluta facilidad. Al dirigir la vista atrás, Haplo había comprobado que el cristal volvía a solidificarse tras ellos, como tocado por un soplo helado.

Krishach
sobrevoló el Imperanon. Los soldados elfos los contemplaron con asombro y terror, pero, antes de que pudieran tensar los arcos, el dragón fantasma se alejó, ganando altura.

Haplo e Iridal, acercando la cabeza para oírse, discutieron su destino. Iridal quería volar inmediatamente a Siete Campos.

Haplo quería volar hasta la nave dragón.

—La vida de la enana es la que corre un peligro más inmediato. Hugh proyecta matar al rey esta noche. Tendrás tiempo de dejarme en la nave de Sang-Drax y volar a Siete Campos. Además, no quiero montar a solas esta bestia diabólica.

—Si sigue así, no creo que ninguno de los dos consiga mantenerse sobre él —respondió Iridal con un escalofrío. Tuvo que poner en juego toda su energía y toda su resolución para mantenerse agarrada a los pliegues de carne muerta, helada, y para soportar aquel frío espantoso, tan terriblemente distinto del calor de los dragones vivos—. Además, cuando dejemos de necesitarlo,
Krishach
estará más que impaciente por volver a su descanso.

Iridal guardó silencio un momento; luego, miró a Haplo con un aire más triste y conciliador.

—Si encuentro a Bane y lo llevo conmigo al Reino Superior, ¿vendrás a buscarlo allí?

—No —respondió Haplo en el mismo tono—. Ya no lo necesito.

—¿Por qué no?

—Ahora tengo ese libro que me han dado los kenkari.

—¿De qué trata? —preguntó la mujer.

Haplo se lo dijo.

Iridal prestó atención, al principio con asombro, luego con perplejidad, finalmente con incredulidad.

—De modo que lo han sabido, todo este tiempo..., y no han hecho nada. ¿Por qué? ¿Cómo han podido?

—Como ellos decían: el odio, el miedo...

Iridal se quedó pensativa, con los ojos en el cielo vacío que los rodeaba.

—Y ese señor, ese amo tuyo, ¿qué hará él, cuando se presente en Ariano? Porque vendrá, ¿no es cierto? ¿Querrá él arrebatarme a Bane otra vez?

—No lo sé —respondió Haplo lacónicamente. No le gustaba pensar en ello—. Ignoro las intenciones de mi señor. No me cuenta sus planes; sólo espera que obedezca sus órdenes.

—Pero tú no lo haces, ¿verdad? —Iridal lo miró de nuevo.

«No, no lo hago», reconoció Haplo, pero sólo para sus adentros. No veía ningún motivo para tratar aquello con una mensch. Xar comprendería. Tendría que comprender.

—Ahora es mi turno de hacer preguntas —dijo en voz alta, cambiando de tema—. La última vez que lo vi, Hugh
la Mano
tenía aspecto de estar muy muerto. ¿Cómo consiguió volver a la vida? ¿Los misteriarcas habéis encontrado un modo de hacerlo?

—Sabes perfectamente que no. Nosotros sólo somos «mensch». —Iridal ensayó una débil sonrisa—. Fue Alfred.

Era lo que él había pensado, se dijo el patryn. Alfred había traído de vuelta al asesino de entre los muertos. Precisamente lo había hecho el sartán que había jurado que jamás se rebajaría a practicar el arte oculto de la nigromancia.

—¿Te explicó por qué lo había resucitado? —inquirió.

—No, pero estoy segura de que lo hizo por mí. —Iridal suspiró y movió la cabeza—. Alfred rehusó hablar del tema. Incluso negó haberlo hecho.

—Sí, ya lo imagino. Es experto en negar cosas. «Por cada persona devuelta a la vida, otra muere antes de su hora.» Esto es o que creen los sartán. Y la vida recuperada por Hugh significa la muerte prematura del rey Stephen. A menos que consigas alcanzarlo y detenerlo..., detener a tu hijo.

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