La Mano Del Caos (60 page)

Read La Mano Del Caos Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Sin que nadie advirtiera su presencia, los tres kenkari entraron en las mazmorras de la Invisible.

Unos pájaros gigantescos, unas criaturas espantosas de alas coriáceas, pico afilado como una cuchilla y dientes desgarradores, atacaron a Haplo. El patryn intentó escapar, pero las aves se abatieron sobre él repetidamente, batiendo las alas a su alrededor. Haplo se defendió, pero no podía verlas. Las criaturas le habían sacado los ojos a picotazos.

Trató de escapar de ellas y avanzó a tientas por el terreno áspero y desigual del Laberinto. Las aves descendieron en picado hacia él para desgarrarle la espalda desnuda con sus zarpas. El patryn cayó al suelo, y, al hacerlo, las espantosas criaturas se abatieron sobre él. Haplo volvió las cuencas sanguinolentas de sus ojos hacia la algarabía que producían, hacia los gritos estridentes de regocijo y sus risillas ahogadas de hambre saciada.

Intentó alcanzarlas con los puños y alejarlas a patadas, pero las criaturas se limitaron a revolotear en torno a él, acercándose lo justo como para burlarse de sus esfuerzos y desgastar sus energías. Y, cuando Haplo cayó al suelo, agotado, las aves se posaron sobre su cuerpo, le hundieron las zarpas en la piel, le arrancaron pedazos de carne a picotazos y se cebaron en su cuerpo, alimentándose de su miedo y de su terror.

Las criaturas se proponían matarlo. Pero lo devoraban poco a poco. Le descarnaban los huesos hasta dejarlos limpios y luego pasaban a la porción siguiente de carne aún viva. Y, una vez saciadas, batían las alas y remontaban el vuelo, dejándolo sumido en el dolor y en la oscuridad. Y, cuando el patryn recuperaba las fuerzas, cuando se curaba a sí mismo y trataba de escapar, de nuevo escuchaba el horrible aleteo de las monstruosas criaturas. Y, a cada nuevo ataque de éstas, Haplo perdía un poco más su poder para combatirlas.

Lo perdía... para no recuperarlo más.

Una vez dentro de las mazmorras de la Invisible, los kenkari recuperaron su forma y aspecto normales, con la salvedad de que sus ropas conservaron aquel color negro aterciopelado, más suave que la oscuridad que los rodeaba.

El Guardián de las Almas hizo una pausa y se volvió hacia sus compañeros, preguntándose si percibían lo mismo que él.

A juzgar por sus expresiones, así era.

—Aquí se nota la influencia de algo terriblemente maléfico —apuntó el Alma en voz baja—. En toda mi vida he experimentado nada semejante.

—Y, no obstante —intervino la Libro con timidez—, parece antiguo, como si llevara aquí desde siempre.

—Sí, más antiguo que nosotros —añadió el Puerta—. Más antiguo que nuestro pueblo.

—¿Cómo vamos a combatirlo? —inquirió la Libro con impotencia.

—¿Cómo vamos a no hacerlo? —respondió el Alma, y avanzó por el oscuro pasillo del bloque de celdas, en dirección a un charco de luz. Uno de los miembros de la Invisible, encargado de la vigilancia nocturna, acababa de dejar su puesto tras el cambio de guardia. El centinela diurno, con un voluminoso llavero en las manos, se disponía a hacer su primera ronda de la jornada para controlar a los presos y ver cuántos de ellos habían muerto durante la noche.

Una figura emergió de las sombras y se interpuso en su camino.

El Invisible se detuvo al instante y llevó la mano a la espada.

—¿Qué...? —Murmuró, dando un paso atrás ante el avance del elfo envuelto en ropas negras—. ¿Un kenkari?

El guardia apartó la mano de la empuñadura de la espada y, ya recuperado de la sorpresa inicial, recordó sus deberes.

—Los kenkari no tenéis jurisdicción aquí —murmuró con voz ronca, aunque con el respeto que consideró necesario mostrar ante uno de aquellos poderosos magos—. Accedisteis a no intervenir y debes respetar ese compromiso. En nombre del emperador, te pido que te vayas.

—El compromiso que establecimos con Su Majestad Imperial ha sido roto, y no por nosotros. Nos marcharemos cuando tengamos lo que hemos venido a buscar —respondió el Alma sin alterarse—. Ábrenos paso.

El guardia desenvainó la espada y abrió la boca para pedir refuerzos. El Guardián de las Almas levantó la mano y su gesto paralizó el del Invisible. Éste quedó inmóvil, silenciado.

—Tu cuerpo es una envoltura que abandonarás algún día —dijo el kenkari—. Ahora le hablo a tu alma, que vivirá eternamente y deberá responder ante los antepasados de lo que ha hecho en esta vida. Si no estás completamente entregada al odio y a la ambición siniestra, ayúdanos en nuestra tarea.

El Invisible empezó a estremecerse violentamente, presa de una lucha interior. Por fin, dejó caer la espada, alargó la mano hacia el llavero y, sin una palabra, se lo entregó al Alma.

—¿Cuál es la celda de la hechicera humana?

Los ojos del guardia se volvieron hacia un pasadizo a oscuras que parecía en desuso.

—No debéis ir por ahí —dijo con una voz hueca como el eco en una caverna—. Os encontraríais con ellos. Traen un prisionero.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—No lo sé, Guardián. Aparecieron entre nosotros no hace mucho. Fingen ser elfos como nosotros, pero no lo son. Todos lo sabemos, pero no nos atrevemos a decir nada. Sean lo que sean, resultan terribles.

—¿Cuál es la celda?

El Invisible gimoteó entre estremecimientos.

—Yo... no puedo...

—Un miedo poderoso que socava el ánimo —murmuró el Alma—. No importa. Iremos a su encuentro. Suceda lo que suceda, tu cuerpo no verá ni oirá nada hasta que nos hayamos marchado.

El Guardián de las Almas bajó la mano. El guardia, con un ligero pestañeo como si acabara de despertar de una siesta, se sentó ante el escritorio, cogió el cuaderno de incidencias de la noche y se puso a estudiarlo con profundo interés.

El Alma cogió las llaves con expresión seria y preocupada y se adentró por el oscuro corredor. Sus camaradas avanzaron tras él. Sus pasos vacilaron, sus corazones latieron aceleradamente y un escalofrío de miedo los estremeció, helándolos hasta los huesos.

En el bloque de celdas había reinado hasta entonces un silencio cargado de malos presagios; de pronto, los elfos escucharon unas pisadas y un ruido como de un pesado saco arrastrado por el suelo.

Cuatro figuras surgieron de una pared en el extremo opuesto del corredor, produciendo la impresión de que se materializaban y cobraban forma de la propia oscuridad. Entre las cuatro llevaban una quinta figura, laxa y exánime.

Las cuatro figuras pasaban por soldados elfos a los ojos de todos los demás, pero los kenkari veían más allá de lo que podían hacerlo los ojos mortales. Sin prestar atención a la máscara externa de carne, los tres guardianes de la Catedral del Albedo buscaron las almas. Y no encontraron nada.

Y, aunque no pudieron ver a las serpientes en su verdadera forma, lo que captaron los kenkari fue su absoluta maldad. Una maldad espantosa, indecible, vieja como el inicio de los tiempos y terribles como su final.

Las serpientes elfo percibieron la presencia de los kenkari —una presencia radiante— y desviaron su atención del prisionero. Los falsos elfos miraron con sorna a los hechiceros.

—¿Qué buscas, viejo senil? —Dijo uno al Guardián de las Almas—. ¿Vienes a ver cómo matamos a este tipo?

—¿O acaso vienes a capturar su alma? —añadió otro.

—No te molestes —intervino un tercero con una risotada—. Él es como nosotros. Tampoco la tiene.

Los kenkari no pudieron replicar. El terror les había robado la voz. Los tres habían tenido existencias muy largas, más que las de casi cualquier otro elfo, y jamás habían conocido una maldad semejante.

¿O sí? El Guardián de las Almas miró a su alrededor y observó las mazmorras. Con un suspiro, se asomó a su propio corazón. Y en él ya no encontró miedo. Sólo vergüenza.

—Soltad al patryn —dijo—. Soltadlo y, luego, marchaos.

—De modo que sabes quién es... —Las serpientes elfo se mostraron sorprendidas—. Pero tal vez no te das cuenta de lo poderoso de su magia. Sólo nosotras podemos controlarla. Sois tú y tus compañeros quienes debéis marcharos... mientras podáis.

El Alma juntó sus manos y dio un paso adelante.

—Soltadlo —repitió el Guardián sin alterarse—. Y marchaos.

Las cuatro serpientes elfo dejaron a Haplo en el suelo pero no se retiraron. Abandonando su apariencia de elfo, se fundieron en sombras informes. Sólo quedó visible el resplandor rojizo de sus ojos. La oscuridad avanzó hacia el kenkari, y de ella surgió el siseo de un millar de serpientes:

—Mucho tiempo habéis trabajado para nosotras. Nos habéis servido bien. Éste es un asunto que no os concierne. La mujer es humana, vuestro enemigo mortal. El patryn se propone someter a todo vuestro pueblo, también a vosotros. Marchaos, volved a vuestros puestos y vivid en paz.

—Os veo y os escucho por primera vez —respondió el Alma con un temblor en la voz— y grande es mi vergüenza. Sí, os he servido. Lo he hecho por miedo, por malentendidos, por odio. Pero, después de haber visto cómo sois en realidad, después de verme a mí mismo, os repruebo. No volveré a serviros.

El terciopelo negro de sus ropas empezó a brillar tenuemente hasta que recuperó su centelleo multicolor, envolviendo su silueta en un halo luminoso. El kenkari elevó los brazos, y el tejido sedoso flotó en torno a su delgadísimo cuerpo. El Guardián de las Almas avanzó invocando su magia, la magia de los muertos. Invocando el nombre de Krenka-Anris y pidiendo su ayuda. La oscuridad se cernió sobre él, terrible y amenazadora. El kenkari no se movió y plantó cara, sin temor. La oscuridad siseó, se retorció en torno a él y se retiró serpenteando.

La Libro y el Puerta contemplaron la escena y lanzaron una exclamación.

—¡Has hecho que se vayan!

—Porque ya no tenía miedo —explicó el Alma. Dirigió una mirada al patryn inconsciente, aparentemente sin vida, y añadió—: Pero me temo que llegamos demasiado tarde.

CAPÍTULO 36

EL IMPERANON,

ARISTAGÓN,

REINO MEDIO

Hugh
la Mano
despertó al alba con la impresión de que alguien lo observaba. Se incorporó y encontró ante sí al conde Tretar.

—Admirable —dijo éste—. Lo que dicen de ti no es exagerado. Un verdadero profesional, un asesino frío e insensible como no ha habido otro. Imagino que no son muchos los hombres que podrían dormir a pierna suelta la noche antes de intentar matar a un rey.

Hugh, sentado en la cama, se desperezó.

—Más de los que supones. ¿Y qué tal has dormido tú?

—Bastante mal —respondió Tretar con una sonrisa—. Pero confío en que mañana descansaré mejor. He conseguido el dragón. Sang-Drax tiene un amigo humano que resulta muy útil para asuntos así...

—Ese humano... ¿no se llamará Ernst Twist, por casualidad?

—Si, ése es su nombre, en efecto.

Hugh asintió. Aún no tenía idea de qué estaba sucediendo, pero el dato de que Twist estaba involucrado no lo sorprendió.

—El dragón está preparado y espera en las inmediaciones de la muralla del Imperanon. No podía traerlo hasta aquí. El emperador caería en un estado de postración nerviosa que lo incapacitaría durante varios ciclos. Yo mismo os llevaré hasta la bestia, a ti y al muchacho. Su Alteza está impaciente por ponerse en marcha.

Tretar se volvió hacia Bane, que ya estaba vestido y dispuesto. El perro yacía al lado del muchacho.

Hugh estudió al animal y se preguntó qué le sucedía. Hasta aquel momento, había permanecido tumbado con las orejas gachas y un aire profundamente desdichado; ahora, de pronto, Hugh lo vio levantar la cabeza y volver la vista hacia la puerta con expectación, como si esperara una llamada.

Luego, al no captar nada, volvió a tumbarse en el suelo con un suspiro. Evidentemente, el perro estaba esperando a su amo.

Una espera que podía ser muy larga, pensó Hugh.

—Aquí tienes las ropas que pediste —oyó decir a Tretar—. Se las hemos cogido a uno de los esclavos.

—¿Qué hay de mis armas? —inquirió Hugh. Examinó los calzones de cuero, las botas de suela blanda, la camisa de remiendos y la capa raída. Tras asentir, satisfecho, empezó a vestirse.

Tretar lo contempló con aire desdeñoso y arrugó la nariz al captar el olor del humano.

—Tus armas te esperan con el dragón.

Hugh se esforzó en parecer relajado, despreocupado, y ocultar su decepción. Había sido una esperanza efímera, un plan medio trazado, urdido antes de rendirse al agotamiento. En realidad, no había esperado que los elfos le entregaran las armas. Si se las hubieran llevado hasta allí...

Pero no lo habían hecho.

Borró la esperanza de su mente y se dijo que debía darse por satisfecho con haber conseguido una salida.

Recogió la pipa de la mesilla contigua al diván donde había dormido. La noche anterior había conseguido que los elfos le llevaran un poco de esterego y había fumado unas chupadas antes de acostarse. Limpió la cazoleta, guardó la pipa en el cinto e indicó que estaba dispuesto para la marcha.

—¿Algo de comer? —le ofreció Tretar, indicando unos pasteles de miel y unas frutas.

Hugh dijo que no con la cabeza.

—Lo que coméis los elfos no es comida. —A decir verdad, tenía tal nudo en el estómago que no se creía capaz de engullir un solo bocado.

—¿Nos vamos por fin? —preguntó Bane, malhumorado. El muchacho empezó a tirar del perro hasta que el animal se incorporó a regañadientes y se quedó plantado ante él con aire lastimero—. ¡Anímate! —le ordenó el príncipe al tiempo que le daba una sonora palmadita festiva en el hocico.

Other books

Genesis: The Story of Apollo 8 by Robert Zimmerman
Once Upon a Scandal by Julie Lemense
365 Days by Ronald J. Glasser
Exposing Kitty Langley by Kinney, DeAnna
Prince of the Icemark by Stuart Hill
Inevitable Sentences by Tekla Dennison Miller
God Ain't Through Yet by Mary Monroe