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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (58 page)

Bane intentó parecer indignado, pero no apartó la vista de Hugh, y éste siguió percibiendo cierta inquietud en los ojos del muchacho.

Hugh no tenía idea de qué se proponía Bane, ni le importaba. Algún truco, sin duda.
La Mano
recordó una ocasión en que el muchacho había afirmado ver a un monje kir detrás de su hombro.
{67}
Se lamió la sangre de la herida del labio y miró a su alrededor tratando de identificar la voz que daba las órdenes.

Descubrió ante él a un elfo alto y bien formado. Ataviado con unas ropas refulgentes, el elfo había salido milagrosamente ileso del torbellino de destrucción que había arrasado gran parte de la estancia. El conde avanzó unos pasos y estudió a Hugh con distante interés, como si inspeccionara una especie de insecto recién descubierta.

—Soy el conde Tretar, señor de los elfos trétaros. Y tú, creo, eres conocido como Hugh
la Mano
.

—Mí no habla elfo —gruñó Hugh.

—¿No? —Tretar sonrió—. Pero sabes lucir muy bien nuestras ropas. Vamos, vamos, señor mío... —El conde seguía hablando en elfo—. El juego ha terminado. Acepta la derrota con elegancia. Yo sé muchas cosas de ti, Hugh: sé que hablas elfo con fluidez, que eres responsable de la muerte de varios de mi raza, que robaste una de nuestras naves dragón... Y tengo una orden de busca y captura contra ti... vivo o muerto.

Hugh miró de nuevo a Bane, que lo contemplaba con la inocencia candida e impertérrita que ponen en práctica los niños como su mejor defensa contra los adultos.

Con una mueca de dolor, Hugh movió el cuerpo con la aparente intención de ponerse más cómodo, aunque lo que pretendía en realidad era probar la firmeza de sus ataduras. Las cuerdas de arco estaban seguras. Si intentaba desatarse, sólo conseguiría que se le hundieran aún más en la carne.

Aquel Tretar no era estúpido. De nada le serviría seguir fingiendo, se dijo. Quizá si intentaba un trato...

—¿Qué le ha sucedido a la madre del muchacho? —preguntó—. ¿Qué le habéis hecho?

El conde miró brevemente a Iridal y enarcó una ceja.

—Le hemos inoculado un veneno. ¡Oh!, nada peligroso, te lo aseguro. Es un preparado poco potente, administrado mediante un dardo, que la mantendrá inconsciente e incapacitada durante el tiempo que estimemos necesario. Es el único modo de tratar a esos humanos conocidos como «misteriarcas». Esto, o matarlos directamente, por...

El conde se detuvo a media frase. Su mirada se había vuelto hacia un perro que acababa de entrar en la sala.

El perro de Haplo. Hugh se preguntó dónde se habría metido el patryn y cuál era su papel en todo aquello, pero no encontró respuesta. Y, desde luego, no iba a pedírsela a los elfos por si, por alguna casualidad, éstos no habían contado con Haplo en sus cálculos.

Tretar frunció el entrecejo y se dirigió a sus soldados.

—Ése es el perro del criado de Su Alteza. ¿Qué hace aquí? Lleváoslo.

—¡No! —Exclamó Bane—. ¡Es mío!

El niño se incorporó de un salto y echó los brazos al cuello del animal. Éste respondió lamiéndole la mejilla y haciéndole fiestas demostrativas de que acababa de recuperar a un amigo al que no veía en mucho tiempo.

—Me prefiere a Haplo —anunció el muchacho—. Me quedo con él.

El conde contempló al niño y su mascota con aire pensativo.

—Está bien, el animal puede quedarse. Ve a averiguar cómo ha escapado el perro —dijo en voz baja a uno de sus subordinados—. Y averigua qué ha sido de su amo.

Bane forzó al perro a tenderse a su lado. El animal se tumbó en el suelo jadeando y miró a su alrededor con ojos brillantes.

El conde volvió de nuevo la atención a Hugh.

—Me has capturado —dijo éste—. Soy tu prisionero. Enciérrame, mátame si quieres. Lo que hagas conmigo no importa, pero deja que la mujer y el muchacho se vayan.

Tretar lo observó, visiblemente divertido.

—¿De veras me crees tan estúpido, señor mío? ¿Un famoso asesino y una poderosa hechicera caen en nuestras manos y esperas que nos deshagamos de vosotros sin más? ¡Qué desperdicio! ¡Qué estupidez!

—¿Qué quieres de mí, entonces? —preguntó Hugh con voz ronca.

—Contratarte —respondió Tretar sin alterarse.

—No estoy disponible.

—Todo hombre tiene su precio.

Hugh gruñó y cambió de postura otra vez.

—En este repugnante reino vuestro no hay suficientes barls como para comprarme.

—Dinero, no —replicó Tretar, limpiando cuidadosamente el hollín del asiento de una silla con un pañuelo de seda. La ocupó, cruzó con garbo las piernas, cubiertas con unas medias del mismo material que el pañuelo, y se recostó en el respaldo—. El pago es una vida. La de esa mujer.

—De modo que es eso.

Rodó sobre sí mismo hasta quedar boca arriba y tensó los músculos en un nuevo intento de romper sus ataduras. La sangre, caliente y pegajosa, se deslizó por sus manos.

—Tranquilízate, humano. Con eso sólo consigues hacerte daño. —Tretar exhaló un suspiro afectado—. Reconozco que mis hombres no son combatientes especialmente admirables, pero son expertos en hacer nudos. Es imposible que te sueltes y no somos tan estúpidos como para permitir que mueras intentándolo, si era eso lo que esperabas. Al fin y al cabo, no te pedimos nada que no hayas hecho ya incontables veces. Queremos contratarte para un asesinato. Así de simple.

—¿Y quién es el objetivo? —inquirió Hugh, creyendo adivinar la respuesta.

—El rey Stephen y la reina Ana.

Sorprendido, Hugh volvió la vista hacia Tretar. El conde asintió, comprensivo.

—Esperabas que dijera el príncipe Reesh'ahn, ¿me equivoco? Cuando supimos que venías, pensamos en ello. Pero el príncipe ha sobrevivido a varios atentados. Se dice que lo protegen unos poderes sobrenaturales y, aunque no creo demasiado en esas tonterías, sí me parece que tú, un humano, tendrías más oportunidades de matar a los gobernantes humanos. Y sus muertes serán tan útiles como la de Reesh'ahn, para nuestros propósitos. Muertos Stephen y Ana, con su hijo en el trono, la alianza con el rebelde se desmoronará.

Hugh miró a Bane con aire torvo.

—¿De modo que es idea tuya?

—Quiero ser rey —declaró Bane sin dejar de acariciar al perro.

—¿Y tú confías en este pequeño bastardo? —Dijo Hugh al conde—. ¡Si es capaz de traicionar a su propia madre!

—Es una especie de chiste, ¿verdad? Lo siento, pero nunca he entendido el sentido del humor de los humanos. Su Alteza, el príncipe Bane, sabe muy bien lo que más le interesa.

Hugh dirigió la mirada a Iridal y agradeció que siguiera inconsciente. Casi deseó, por su bien, que estuviera muerta.

—Si accedo a matar a los reyes, la dejarás libre. Ése es el trato.

—De acuerdo.

—¿Qué seguridad puedo tener de que mantendrás tu palabra?

—Ninguna. Pero tampoco tienes muchas alternativas salvo confiar en nosotros, ¿no te parece? De todos modos, te haré una concesión. El muchacho te acompañará. Está en contacto con su madre y, a través de él, sabrás que la hechicera está viva.

—Y a través de él sabrás si he hecho lo que me pides, ¿no es eso?

—Naturalmente. —Tretar se encogió de hombros—. Y la madre se mantendrá informada del estado de su hijo. Supongo que quedaría desolada si le sucediera algo a su hijo. Sería un sufrimiento tan terrible para ella...

—No debes hacerle daño —ordenó Bane—. Ella va a convencer a todos los misteriarcas para que se pongan de mi parte. Me adora —añadió con una sonrisa picara—. Hará todo lo que yo le diga.

Era cierto, pensó Hugh. Y, aunque le contara la verdad, Iridal no le creería. De todos modos, continuó pensando, él no tendría ocasión de verlo. Bane se ocuparía de ello. El pequeño diablo no podía dejarlo con vida; sin duda, una vez que hubiera servido a su propósito, sería «capturado» y ejecutado. Pero, ¿cómo encajaba Haplo en todo aquello? ¿Dónde estaba?

—Bien, Hugh, ¿puedo saber tu respuesta? —Tretar tocó al prisionero con la punta de su reluciente zapato.

—No es preciso que te la dé —replicó
la Mano—
. Me tienes en tu poder y ya la conoces.

—Excelente —asintió Tretar con energía. Se incorporó del asiento e hizo una indicación a varios de sus hombres—. Llevaos a la dama a las mazmorras. Mantenedla drogada. Salvo eso, ocupaos de que reciba buen trato.

Los elfos pusieron en pie a Iridal. Ella abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera ebria, vio a su hijo y sonrió. Después, con un parpadeo, ladeó la cabeza y se dejó caer en brazos de sus captores. Tretar le cubrió la cabeza con la capucha para ocultarle las facciones.

—Así, si alguien os ve, pensará que la mujer sólo padece de un exceso de vino. Marchaos.

Los elfos cruzaron la puerta y se alejaron por el pasillo llevando a Iridal medio a rastras. Bane, con el brazo en torno al perro, contempló la escena sin mucho interés. Después, se volvió a Hugh con expectación.

—¿Cuándo nos vamos?

—Tiene que ser pronto —intervino Tretar—. Reesh'ahn ya está en Siete Campos. Stephen y Ana ya están en camino. Te proporcionaremos todo lo que necesites, Hugh...

—No creo que pueda ir a ninguna parte, así —replicó Hugh desde el suelo.

Tretar lo miró detenidamente y, por fin, hizo un breve y seco gesto de asentimiento.

—Soltadlo. Hugh ya sabe que, incluso si consigue escapar de nosotros y encuentra el camino a las mazmorras, la mujer morirá antes de que llegue hasta ella.

Los elfos cortaron las ataduras del humano y lo ayudaron a ponerse en pie.

—Quiero una espada corta —dijo Hugh mientras se frotaba los brazos, tratando de estimular la circulación en sus venas—. Y quiero recuperar mis dagas. Y veneno para el acero. Conozco uno que... ¿Tienes algún alquimista? Bien. Hablaré con él. Y quiero dinero. Mucho, por si tenemos que recurrir al soborno. Y un dragón.

Tretar apretó los labios.

—Esto último será difícil, pero no imposible.

—Necesitaré ropas para el viaje —continuó Hugh—. El muchacho, también. Ropas humanas. Las que llevaría un buhonero. Y algunas joyas elfas. Nada de valor; sólo algunas piezas baratas y llamativas.

—En esto no habrá problemas. Pero, ¿dónde están tus ropas? —inquirió con una mirada penetrante.

—Las he quemado —respondió Hugh sin alterarse.

Tretar no añadió nada más. El conde ardía en deseos de saber cómo, de dónde y de quién había obtenido Hugh el uniforme mágico de la Invisible, pero daba por descontado que el humano mantendría la boca cerrada al respecto. Y, de todos modos, creía tener una idea bastante aproximada. Por supuesto, a aquellas alturas, sus espías ya habían relacionado a Hugh e Iridal con los dos monjes kir que habían llegado a Paxaua. ¿Y a quién podían recurrir tales monjes, sino a sus hermanos espirituales, los kenkari?

—Voy a llevarme el perro —anunció Bane, excitado, poniéndose en pie de un salto.

—Sólo si le enseñas a volar a lomos de un dragón —replicó Hugh.

Por unos instantes, Bane pareció abatido. Después, dio unos pasos apresurados hasta la cama y ordenó al perro que lo siguiera.

—Fíjate, esto es un dragón —dijo Bane, señalando la cama. Dio unas palmaditas en el colchón y añadió—: Ahora, súbete aquí... Eso es. Y siéntate. No, así no; siéntate. Baja las patas traseras.

El animal, meneando el rabo con la lengua fuera y las orejas en alto, se mostró gustoso de participar en el juego, aunque no parecía saber muy bien qué se requería de él y terminó por ofrecer la pata al muchacho.

—¡No, no, no! ¡Siéntate! —Bane presionó la parte trasera del animal.

—Un encanto de muchacho —comentó Tretar—. Cualquiera pensaría que se marcha de vacaciones...

Hugh no dijo nada y contempló al perro. El animal era mágico, recordó. Al menos, sospechaba que lo era, después de haberlo visto hacer cosas muy extrañas en varias ocasiones. Y no solía separarse de Haplo; más aún: cuando lo hacía, siempre era por alguna razón concreta. Esta vez, sin embargo, Hugh no conseguía imaginar cuál podía ser ésta. De todos modos, no importaba mucho pues, desde el punto de vista de Hugh, sólo había una salida de todo aquello.

Un elfo entró en la habitación, se acercó a Tretar y le susurró algo. Hugh tenía un oído muy fino.

—Sang-Drax... Todo según el plan. Tiene a la enana... Llegará a Drevlin sana y salva. Explicará la fuga. El orgullo del emperador quedará salvado... La Tumpa-chumpa, también. El muchacho puede quedarse el perro...

Al principio, Haplo no tuvo dificultades para seguir a Sang-Drax y a la enana. Jarre, con sus pesadas botas, sus cortas piernas que no alcanzaban a mantener el paso de su supuesto rescatador y sus resoplidos de fatiga ante el ejercicio extenuante al que no estaba acostumbrada, avanzaba con lentitud y haciendo tanto ruido como la mismísima Tumpa— chumpa.

Lo cual hacía aún más inexplicable que Haplo les perdiera la pista.

El patryn los había seguido por el pasillo que arrancaba de la habitación de Bane y escaleras abajo pero, al llegar al pie de éstas, que daba a otro pasadizo —el mismo por el que había entrado—, los dos habían desaparecido de vista sin dejar el menor rastro.

Haplo, con una maldición, echó a correr por el pasillo barriendo con la vista el suelo, las paredes y las puertas cerradas a ambos lados. Ya estaba cerca del final del pasadizo, casi junto a la puerta delantera, cuando cayó en la cuenta de que allí sucedía algo extraño.

Las teas estaban encendidas, cuando antes las había encontrado apagadas. Y en la entrada no había ningún criado bostezando o comentando chismes. De pronto, con súbita perplejidad, advirtió que no había ninguna entrada. Al llegar al fondo del pasillo, donde debía estar la puerta, Haplo descubrió una pared lisa y dos pasadizos más, que se abrían en direcciones opuestas. Estos pasillos eran mucho más largos de lo normal, mucho más de lo que resultaba concebible, tomando en cuenta el tamaño del edificio, y el patryn tuvo la certeza de que si echaba a correr por cualquiera de ellos, descubriría que conducían a otros tantos.

Estaba en un laberinto, una creación mágica de la serpiente elfo, una maquinación frustrante y de pesadilla que haría correr a Haplo de un lado a otro interminablemente, sin conducirlo a otro sitio que a la locura.

Haplo se detuvo y alargó las manos con la esperanza de tocar algo sólido y real que lo ayudara a disipar la magia. Se sentía en peligro pues, aunque le parecía estar en un corredor vacío, en realidad podía encontrarse en mitad de un patio abierto, rodeado por un centenar de elfos armados.

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