Poco después, abandonaba las mazmorras de la Invisible.
Hugh
la Mano
se apostó en su posición, al otro lado del pasillo y frente a la habitación de Bane. El corredor tenía forma de letra T, y la alcoba del muchacho estaba en el punto de cruce de los dos trazos. De pie en el cruce, Hugh dominaba la escalera situada en el extremo del trazo largo, y los tres tramos de pasillo.
Sang-Drax había permitido a Iridal el acceso a la habitación de Bane y se había retirado discretamente, cerrando la puerta. Hugh tuvo la cautela de permanecer inmóvil, confundido con las sombras y la pared que tenía detrás. Era imposible que el capitán elfo lo viera, pero a Hugh lo desconcertó advertir que sus ojos casi lo miraban directamente. También advirtió con extrañeza que aquellos ojos tenían un color rojo intenso que le recordaban los de Ernst Twist. Recordó asimismo que Ciang había dicho algo respecto a que Twist, un humano, había recomendado a aquel tal Sang-Drax.
Y Ernst Twist, casualmente, estaba con Ciang cuando él se había presentado en el castillo. Y ahora resultaba que Sang-Drax había trabado amistad con Bane. ¿Coincidencias? Hugh no creía en ellas, igual que no creía en la suerte. Allí había algo raro...
—Voy a buscar a la enana —dijo Sang-Drax y, si no hubiera sido imposible, Hugh podría haber jurado que el elfo se lo decía a él. Sang-Drax señaló el pasillo a la izquierda de Hugh—. Espera aquí. Vigila por si aparece Haplo. Viene hacia aquí.
Tras esto, el elfo dio media vuelta y se alejó a toda prisa por el pasadizo.
Hugh dirigió una mirada al fondo del corredor. Acababa de hacerlo y no había visto a nadie. El pasadizo estaba vacío.
Pero ya no lo estaba. Hugh pestañeó y miró otra vez. Por el pasillo que momentos antes estaba desierto avanzaba ahora un hombre, casi como si las palabras del elfo lo hubieran materializado por arte de magia.
Y el hombre era Haplo.
A Hugh no le costó ningún esfuerzo reconocer al patryn: su aire engañosamente retraído y modesto, su andar tranquilo y confiado, su serena cautela. La última vez que Hugh lo había visto, sin embargo, Haplo llevaba las manos vendadas.
Ahora sabía por qué. Iridal había comentado algo acerca de una piel azul, pero no había dicho nada de que esa piel azul emitiera un leve resplandor en la oscuridad. Alguna clase de magia, supuso Hugh, pero en aquel momento no podía preocuparse de magias. Su principal preocupación era el perro. Se había olvidado del perro.
El animal lo miraba fijamente. Su actitud no era amenazadora, sino que más bien parecía haber encontrado un amigo. Con las orejas erectas y meneando la cola, abrió la boca en una ancha sonrisa.
—¿Qué te pasa? —Dijo Haplo—. Vuelve aquí.
El perro obedeció, aunque continuó mirando a Hugh con la cabeza ladeada, como si no terminara de entender en qué consistía aquel nuevo juego, pero estuviera dispuesto a participar en él ya que todos allí eran viejos camaradas.
Haplo continuó avanzando por el pasillo. Aunque dirigió una brevísima mirada de soslayo en dirección a Hugh, el patryn parecía andar buscando otra cosa, o a alguien distinto.
La Mano
extrajo la daga y avanzó con movimientos rápidos y silenciosos, con habilidad letal.
Haplo hizo un breve gesto con la mano.
—¡Cógelo, perro!
El perro saltó, con las fauces abiertas y un destello en los dientes. Sus poderosas mandíbulas se cerraron en torno al brazo derecho de Hugh, y el peso del animal al caer sobre él lo derribó al suelo.
Haplo desarmó a Hugh de una patada en la mano y se colocó encima de él.
El perro empezó a lamerle la mano a Hugh, meneando el rabo.
Hugh hizo un intento de incorporarse.
—Yo, de ti, no lo haría, elfo —dijo Haplo con toda calma—. El perro te abriría la garganta de una dentellada.
Pero el feroz animal que supuestamente debía rajarle el cuello con sus dientes estaba olisqueando al humano y dándole golpecitos con sus patas en actitud amistosa.
—¡Atrás! —ordenó Haplo, obligando al perro a apartarse—. ¡Atrás, he dicho! —Se volvió hacia Hugh, que llevaba el rostro oculto bajo la máscara de la Invisible, y le dijo—: ¿Sabes, elfo?, si no fuera imposible, diría que te conozco. ¿Quién diablos eres, de todos modos?
El patryn se inclinó hacia adelante, agarró la máscara de Hugh y la arrancó de la cabeza del humano.
Al reconocerlo, Haplo se incorporó y retrocedió tambaleándose, paralizado por la sorpresa.
—¡Hugh
la Mano
! —exclamó en un susurro sofocado—. ¡Pero si estabas... muerto!
—¡No! ¡Tú lo estás! —gruñó Hugh.
Aprovechando la sorpresa de su enemigo, Hugh lanzó un puntapié, dirigido a la entrepierna de Haplo.
Un fuego azulado chisporroteó en torno a Hugh. Era como si hubiese metido el pie en uno de aquellos lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa. La descarga lo envió hacia atrás con una voltereta. Hugh se quedó tendido, aturdido, con un hormigueo en los nervios y un zumbido en la cabeza. Haplo se inclinó sobre él.
—¿Dónde está Iridal? Bane sabía que venía. ¿Sabía el chico algo sobre ti? ¡Maldita sea, claro que lo sabía! —se respondió a sí mismo—. Ése es el plan. Yo...
Captó una explosión sorda procedente del fondo del pasillo, de detrás de la puerta cerrada de la habitación de Bane.
—¡Hugh! ¡Auxilio...! —exclamó Iridal. Su grito se cortó en un jadeo sofocado.
Hugh se incorporó a duras penas.
—Es una trampa —le avisó Haplo sin alzar la voz.
—¡Obra tuya! —replicó Hugh con furia, disponiéndose a luchar aunque hasta el último nervio de su cuerpo le transmitía una punzada ardiente.
—¿Mía? ¡No! —Haplo miró al hombre con actitud calmosa—. ¡De Bane!
Hugh lanzó una mirada penetrante al patryn.
Haplo la sostuvo resueltamente.
—Sabes que tengo razón. Lo has sospechado desde el principio.
Hugh bajó los ojos, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta en una carrera descontrolada, tambaleante.
EL IMPERANON,
ARISTAGÓN,
REINO MEDIO
Haplo vio alejarse a Hugh y se propuso seguirlo, pero antes dirigió una cauta mirada a su alrededor. Sang-Drax andaba por allí, en alguna parte; las runas de la piel del patryn reaccionaban a la presencia de la serpiente.
Sin duda, Sang-Drax aguardaba en aquella misma habitación. Lo cual significaba que...
—¡Haplo! —Chilló una voz—. ¡Haplo, ven con nosotros!
—¿Jarre? —El patryn se volvió.
Sang-Drax tenía asida a la enana por la mano y corría con ella por el pasadizo hacia la escalera.
A la espalda de Haplo, la madera saltó hecha astillas. Hugh había echado abajo la puerta y el patryn lo oyó irrumpir en la habitación con un rugido. Fue recibido con gritos, órdenes en elfo y un estruendo de acero contra acero.
—¡Ven conmigo, Haplo! —Jarre alargó la mano libre hacia él—. ¡Nos escapamos!
—No podemos detenernos, querida —avisó Sang-Drax, arrastrando consigo a la enana—. Tenemos que huir antes de que termine la confusión. He prometido a Limbeck que me ocuparía de que volvieras a Drevlin sana y salva.
Pero Sang-Drax no miraba a Jarre. Miraba a Haplo. Y los ojos de la serpiente tenían un intenso fulgor rojo.
Jarre no llegaría viva a la tierra de los enanos.
Sang-Drax y la enana descendieron a toda prisa la escalera; la enana, dando traspiés y produciendo un gran estruendo de tintineos y pisadas firmes con sus recias botas.
—¡Haplo! —le llegó el grito de Jarre.
Se quedó plantado en mitad del pasillo, soltando juramentos de amarga frustración. De haber podido, se habría dividido en dos, pero tal cosa era inalcanzable incluso para un semidiós. Hizo, pues, lo más parecido que estaba en su mano.
—¡Perro! —ordenó a éste—. ¡Ve con Bane! ¡Quédate con él!
Apenas esperó a ver que el perro se alejaba a toda velocidad hacia la habitación de Bane, donde reinaba ahora un silencio cargado de malos presagios, y se puso en marcha por el pasillo en persecución de Sang-Drax.
«¡Una trampa!»
El eco de la advertencia de Haplo resonó en la cabeza de Hugh.
«Lo has sospechado desde el principio.»
Muy cierto, maldita fuera. Hugh llegó hasta la habitación de Bane y encontró cerrada la puerta. Le dio una patada, y la débil madera de tile saltó hecha astillas, que lo llenaron de arañazos cuando se abrió paso por el hueco. No tenía ningún plan de ataque y no había tiempo para improvisar alguno, pero la experiencia le había enseñado que una acción temeraria e inesperada podía, en ocasiones, derrotar a un enemigo superior, sobre todo si éste ya daba por hecho su triunfo. Hugh dejó a un lado el disimulo y la discreción y empezó a hacer todo el ruido, a armar todo el revuelo del que fue capaz.
Los guardias elfos que se habían ocultado en la habitación sabían que Iridal tenía un cómplice, pues su llamada de auxilio los había puesto sobre aviso. Una vez reducida la misteriarca, los guardias permanecieron al acecho del hombre y saltaron sobre él cuando irrumpió a través de la puerta. Pero, al cabo de pocos segundos, los elfos empezaron a preguntarse si estaban viéndoselas con un hombre o con una legión de demonios.
La habitación había permanecido a oscuras hasta entonces pero en aquel momento, con la puerta reventada, la luz de la antorcha del pasadizo iluminaba en parte la escena, aunque la luz vacilante no hacía sino contribuir a la confusión. Hugh no llevaba puesta la máscara, que Haplo le había arrancado, de modo que eran visibles su cabeza y sus manos, mientras el resto de su cuerpo aún seguía camuflado por la magia elfa. A los desconcertados guardias les produjo la impresión de que una cabeza humana incorpórea se abalanzaba sobre ellos al tiempo que unas manos portadoras de muerte surgían de la nada con un destello.
La afilada daga de Hugh alcanzó a uno de los elfos en el rostro y se hundió en el gaznate de otro. De una patada en la entrepierna, Hugh envió a un tercero al suelo, retorciéndose de dolor; su puño, como un ariete, derribó a otro.
Los elfos, cogidos por sorpresa ante la ferocidad del ataque y sin saber a ciencia cierta si estaban combatiendo a un ser vivo o a un espectro, retrocedieron en desorden.
Hugh no les prestó más atención. Bane —con las mejillas pálidas, los ojos muy abiertos y los rizos desgreñados— estaba en cuclillas al lado de su madre, la cual yacía en el suelo, inconsciente. Hugh apartó a un lado muebles y cuerpos. Estaba a punto de tomar en brazos a la mujer y salir de allí con ella y el pequeño, cuando escuchó una voz fría:
—Esto es ridículo. Es un humano y está solo. Detenedlo.
Avergonzados, reaccionando tras su exhibición de terror, los soldados elfos volvieron al ataque. Tres de ellos se lanzaron por la espalda sobre Hugh, le sujetaron los brazos y se los inmovilizaron contra los costados. Otro guardia le cruzó el rostro con un golpe plano de su espada y dos elfos más lo cogieron por los pies. La lucha terminó.
Los elfos ataron brazos, muñecas y tobillos de Hugh con cuerdas de arco. El hombre quedó tendido de costado, con las rodillas encogidas contra el pecho, aturdido e impotente.
De una herida en un lado de la cabeza descendía un pequeño reguero de sangre, que también goteaba de un corte en los labios. Dos elfos lo vigilaron estrechamente mientras los demás iban en busca de luz y de ayuda para sus compañeros caídos.
Velas y antorchas iluminaron un escenario de destrucción. Hugh no tenía idea de qué clase de hechizos había lanzado Iridal antes de ser reducida, pero las paredes estaban tiznadas como por el impacto de algún objeto ardiente, varios espléndidos tapices humeaban todavía y dos elfos estaban siendo retirados de la estancia con quemaduras graves.
Iridal yacía en el suelo con los ojos cerrados y el cuerpo flácido, pero respiraba. Estaba viva. Hugh no apreció ninguna herida y se preguntó qué le habría sucedido. Después, dirigió la mirada a Bane, que seguía acuclillado junto a la figura inmóvil de su madre. Hugh recordó las palabras de Haplo y, aunque no confiaba en el patryn, tampoco se fiaba de Bane. ¿Los habría traicionado el chiquillo?
Dirigió una mirada penetrante a éste. Bane se la devolvió con rostro impasible, sin revelar nada, ni inocencia ni culpabilidad. No obstante, cuanto más tiempo sostenía la mirada de Hugh, más nervioso parecía ponerse. Sus ojos se apartaron del rostro de Hugh y se fijaron en un punto justo por encima del hombro del humano. De pronto, con los ojos abiertos como platos, Bane emitió un grito ahogado:
—¡Alfred!
Hugh estuvo a punto de volver la cabeza, pero enseguida se dio cuenta de que el muchacho sólo trataba de engañarlo para desviar su atención de Iridal.
Pero, si Bane estaba haciendo comedia, su interpretación era magistral. El pequeño se encogió, retrocedió un paso y levantó una de sus manitas como para protegerse.
—¡Alfred! ¿Qué haces aquí? ¡Vete! ¡No te quiero por aquí! No te necesito...
El chiquillo sólo era capaz de balbucir unas palabras casi incoherentes. La voz fría intervino de nuevo:
—Tranquilízate, Alteza. Aquí no hay nadie.
Bane estalló de cólera.
—¡Alfred está aquí! Justo sobre el hombro de Hugh! ¡Lo veo perfectamente, te lo aseguro...!
De pronto, el muchacho parpadeó y miró a Hugh con los ojos entrecerrados. Tragó saliva y ensayó una sonrisa, astuta y socarrona.
—Estaba tendiendo una trampa, conde. Trataba de averiguar si este hombre tenía un cómplice, pero tú lo has estropeado. ¡Lo has echado todo a perder!