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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno

 

La mujer que atrae, por motivos bien distintos, a esos dos hombres, pronto sabrá que está en el umbral del fuego, en los albores de la destrucción y el Holocausto. Desfilan en el fondo los artífices de la tragedia: el general Féxil Uriburu, el periodista Ernesto Alemann, el Cardenal Eugenio Pacelli, Himmler, Goebbels y -más ominoso y nocturno- el propio Hitler. El autor toma como punto de partida hechos y personajes reales y logra vertebrar con ellos una narración plena de intriga que transcribe la tensión de los años de mayor incertidumbre y beligerancia ideológica del siglo.

Todos los personajes de La matriz del infierno se acercan y se rechazan, obedientes a sus pasiones y , a la vez, a la fatalidad histórica. Contada magistralmente desde diversos puntos de vista, la novela de Aguinis revela matices y entretelones que la Historia como disciplina no puede contemplar.

Gracias al talento y a la penetración del autor de La cruz invertida y Elogio de la culpa , los lectores somos conducidos al núcleo de una realidad compleja cuyas consecuencias aún hoy -hoy más que nunca- nos conciernen.

Marcos Aguinis

La matriz del infierno

ePUB v1.0

Polifemo7
05.08.11

MARCOS AGUINIS

LA MATRIZ DEL INFIERNO

EDITORIAL SUDAMERICANA

BUENOS AIRES

Diseño de tapa: Isabel Rodrigué

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11723

© 1997 Editorial Sudamericana S.A.

Humberto I 531, Buenos Aires.

ISBN 950-07-1318-7

Composición de originales Gea XXI

Esta edición de 20.000 ejemplares se terminó de imprimir en: La Prensa Médica Argentina, Junín 845, Buenos Aires, en el mes de octubre de 1997.

LIBRO UNO

-1930-

ROLF

—¡Vamos a lo del capitán Botzen! —ordenó secamente Ferdinand Keiper a su hijo—. Quiero que te pongas la mejor ropa, que lo impresiones.

Rolf no tenía mucho para elegir y vistió el gastado traje que le había regalado un vecino. Mojó su cabello rubio y se peinó con raya al medio. Ferdinand pidió a Gertrud que planchase su única camisa de cuello duro y luego maniobró con el botón hasta abrocharlo sobre la garganta; se ajustó el nudo de la corbata raída y sintió que era un payaso. Ferdinand y Rolf se miraron con triste aprobación. Sobre el pómulo izquierdo del padre aún quedaban los restos de un hematoma.

Subieron al tranvía rechinante y puntual. No hablaron: la angustiante tensión les había secado la lengua. Media hora después, con paso vacilante, llegaron a la puerta de las oficinas donde atendía el poderoso capitán de corbeta Julius Botzen. Ocupaban el segundo piso de un moderno edificio de departamentos de la avenida Santa Fe. Se accedía a ellas por una ancha escalera de granito.

En la antesala fueron detenidos por un hombre con cara redonda y rosada pero cuerpo tan flaco que en conjunto parecía un fósforo gigante. Verificó sus nombres sobre una planilla y dijo: —Siéntense, por favor.

Una docena de sillas se alineaban junto a las paredes. Tres hombres hojeaban viejas revistas llegadas de Alemania. El secretario les clavaba de cuando en cuando sus desconfiadas pupilas. Al rato llegaron otros dos que también fueron controlados en la planilla. Cuando se abrió la puerta del sanctasanctorum, el secretario saltó a recibir a los individuos que salían; extendió el índice y con un frío “por ahí” les indicó el camino de la calle. Luego ordenó que nadie se moviese y llevó su planilla al interior vedado. Rolf se curvó para espiar, pero sólo distinguió cortinados rojos. La flameante cabeza del secretario volvió enseguida y dejó pasar a los dos caballeros que llegaron últimos, dominados por un franco nerviosismo. Ferdinand levantó las cejas, pero tragó su malestar. Luego pasaron los otros tres. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente: el capitán le estaba adelantando su disgusto, se venía una batalla.

Rolf observó las grandes fotografías que adornaban las cuatro paredes. Sobre la principal lucía un enorme retrato del Kaiser Guillermo II en uniforme de gala. Junto a él se extendía un desfile militar por la avenida Unter den Linden.

Cuando salieron los tres hombres Ferdinand se secó nuevamente. El hematoma que había hinchado su pómulo tenía el color del estiércol.

—Es su turno.

Dibujaron una obsecuente sonrisa y avanzaron con temor.

Entraron en puntas de pie. La oficina parecía una iglesia por su tamaño y la pesadez del silencio. Al fondo, lejos, tras una ancha mesa de caoba, el altar. Un hombre de cejas boscosas, grueso bigote y hombros cargados revisaba el contenido de una carpeta. Desde una ventana cubierta por tules enmarcados por cortinas rojas se derramaba la luz de la calle.

Ferdinand Keiper se detuvo en posición de firmes, como debe hacer un suboficial de la marina ante su superior jerárquico. Rolf lo imitó automáticamente.

—¡Buenos días, señor capitán de corbeta! —exclamó.

—Buenos días —respondió Botzen en voz baja, sin despegarse de su asiento y sin siquiera levantar los párpados.

El joven Rolf estuvo a punto de caminar hacia adelante, pero su padre lo detuvo con un histérico pellizco. El capitán los dejó parados durante varios minutos, tiempo suficiente para que Ferdinand sintiera que el estrecho cuello de su camisa terminaría ahorcándolo.

—Siéntense.

Eligieron dos de las seis sillas que formaban un semicírculo ante el escritorio. Julius Botzen siguió concentrado en la carpeta. Sin mirarlos, dijo:

—¿Cómo está, señor Keiper?

El hombre carraspeó.

—Mejor, mucho mejor... He venido para agradecerle todo lo que ha hecho por mí —carraspeó nuevamente—. He traído a mi hijo Rolf para que conozca a mi benefactor.

—Ahá —cerró la carpeta, la depositó sobre otras que ocupaban el lado derecho de la mesa e izó por fin los ojos marrón claro, de extraordinaria severidad, que se fijaron en la verdosa mejilla de Ferdinand. Cruzó los brazos sobre el pecho y se echó hacia atrás, contra el alto respaldo del sillón tapizado en cuero negro.

Ferdinand volvió a secarse. Botzen lo miraba con inquietante frialdad.

—Y bien, mi estimado, ¿qué piensa hacer ahora?

—He venido con mi hijo Rolf para agradecerle —carraspeó por tercera vez: el maldito esputo seguía prendido a sus cuerdas vocales—. Perdón... Decía que he venido para agradecer. Y para asegurarle que estoy decidido a corregir mi falta. No fue buena la decisión de abandonar Buenos Aires para buscar mejores horizontes. No conseguí nada.

Botzen acarició su bigote de morsa. Sus ojos ahora despedían fuego.

—Ha venido con su hijo —separaba cada palabra, como si fueran rocas que debía bajar de una en una—. Entonces recordemos los deberes de un padre, de un hombre. De un hombre alemán. Usted, como ciudadano del Reich, como marino, sabe cuán importantes son los deberes.

—¡Sí, señor capitán de corbeta! —exclamó como si estuviese en posición de firmes.

—Deberes para con la patria, con su familia, con su trabajo y... conmigo.

—¡Sí, señor capitán de corbeta!

—No obstante —apoyó ambas manos sobre el borde de la mesa y adelantó su rostro guerrero—, mandó a un costado los deberes.

Ferdinand palideció y, sin girar la cabeza, espió por el costado del ojo la reacción de su hijo. De repente se dio cuenta de que había cometido el error propio de un idiota: esa presencia no ablandaba a Botzen ni lo inhibía de humillarlo.

—¿Qué excusas presentará al gerente de la Compañía de Electricidad? —lo miró fijo, como si lo hubiese clavado en la pared.

—Traigo un certificado... del médico que me atendió allá, en el Sur. Dice que soy un enfermo y necesito proseguir el tratamiento en Buenos Aires. Mi enfermedad les hará ser indulgentes, señor capitán.

—¿Ah, sí? ¿De qué está usted enfermo?

—Alcoholismo.

—¿Alcoholismo? Eso no es una enfermedad —se recostó de nuevo en el elevado respaldo—, eso es un vicio.

—Pero...

—Y como todos los vicios, se cura a latigazos.

Rolf sintió que su piel ardía de vergüenza. Su padre, tembloroso, bajó la frente.

—¡Sí, señor capitán de corbeta!

—Ahora pasaremos a otro asunto.

—Pero... —hesitó Ferdinand con toses inútiles—, necesito trabajar, volver a la Compañía de Electricidad.

—¿Volver? —asomó los dientes amarillos; después golpeó la mesa—: ¡Eso está terminado! Ya he tenido bastante por haber recomendado a alguien como usted, que de súbito abandona las tareas y desaparece como por encanto, sin dejar ni una nota al gerente, ni a su familia, ni a su benefactor.

—Estoy arrepentido —más palidez, más transpiración—. Y voy a cambiar, señor capitán de corbeta.

—Esa Compañía de Electricidad ya no existe para usted —acercó una libreta de apuntes y escribió dos renglones; con la mirada más severa que al principio, añadió—: Venga la semana próxima y quizás pueda ubicarlo en otra parte. Quizás.

Ferdinand suspiró en forma intensa.

—¡Sí, señor capitán de corbeta! ¡Gracias, señor capitán de corbeta!

Rolf advirtió que en su corpulento y quebrado padre asomaban las lágrimas. Pero no eran de gratitud, sino de impotencia. Sintió desprecio por esa montaña de carne que durante años lo había aterrorizado y ahora resultaba ser papel mojado.

—Señor Keiper —dijo Botzen—, quisiera tener una conversación privada con su hijo.

—¡Por supuesto, señor capitán de corbeta! —introdujo el índice bajo el cuello de la camisa para aliviar su ahogo.

—Una conversación a solas.

—¿Desea que salga?... ¿que espere afuera?

—Sí.

Ferdinand se incorporó de inmediato, hizo el saludo militar y se alejó con paso zigzagueante. Dejó tras de sí un feo olor. Rolf lo conocía: su padre acababa de defecar en los pantalones. Sus esfínteres lo traicionaban cuando bebía en exceso y también cuando se consideraba vencido. El hombrón temible y cruel que pegaba a su madre y a sus hijos se convertía en un sucio bebé.

Quince días antes de esta entrevista Rolf había tenido que viajar en tren a la austral Bariloche. El capitán Julius Botzen había impartido una orden a su desdichada madre e, indirectamente, al mismo Rolf.

Ocurría que el borracho de Ferdinand Keiper había abandonado a su familia por segunda vez sin decir palabra. Tras meses de ausencia un desconocido, Salomón Eisenbach, telegrafió desde Bariloche informando que lo había recogido y solicitaba que fuesen a buscarlo.

El almanaque que colgaba en la vasta cocina del conventillo donde bebió café antes de dirigirse a la estación terminal le recordó que ya era el 11 de febrero de 1930. Don Segismundo, mientras sorbía ruidosamente de su tazón, trató de infundirle ánimo y le aseguró que Bariloche era bellísimo, que encontraría allí los panoramas disfrutados en su infancia, en las vecindades de la Selva Negra. Muchos inmigrantes austríacos, suizos y alemanes la habían elegido por su semejanza con la tierra natal. Pero durante el viaje la idílica descripción sonó a mentira en la cabeza de Rolf: no aparecieron bosques, ni lagos ni montañas. Al cabo de la segunda jornada se le acabaron las provisiones y buscó inútilmente la última miga en el fondo de su áspera bolsa.

La extensión de la pampa resultó primero increíble, luego aburrida. Era una planicie tan vasta como la mesa de un titán al que ningún ojo podía abarcar completamente, ni siquiera el de los pájaros. Durante horas se repetían las deshilachadas haciendas y algunos árboles plantados por el hombre. Cuando era previsible que las cosas mejorasen, se pusieron peor: el verde se tornó amarillento y luego gris. El hipnótico traqueteo de las ruedas lo llevaba a un desierto hostil.

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