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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (8 page)

Lo imaginó atormentado, hundiéndose en la corteza del árbol. Ella simuló querer alcanzar a una amiga, giró de golpe y lo miró a los ojos. Tal como lo había sospechado, hundía su espalda en el tronco.

—¡Rolf! —fingió sorpresa.

—Hola —un mechón se deslizó sobre su frente.

—Qué casualidad.

—Sí...

—Éste era también tu colegio —el mentón de Edith apuntó hacia el edificio.

—Claro.

—Qué bueno verte.

Levantó su mechón. A ella le resultaba conmovedor que un hombre de esas dimensiones se acobardase ante su mera presencia. Durante unos segundos estuvieron a corta distancia. En el cerebro de Rolf latían inconfesables intenciones que se transformaron en gotitas de sudor.

—Hoy tuve geografía con el Burro —comentó Edith.

—Ah —sonrió apenas y sus ojos azules la miraron por un instante con tanta ira que parecieron emitir un fogonazo—. Con el Burro, decís; con esa bestia.

—¡Es tan burro el Burro!

—Sí —Rolf enderezó el cinto que sujetaba su amplio pantalón gris—. Bueno, me voy.

¿Se iba? Entonces confirmaba que su extraño juego sólo tenía el propósito de encontrarla.

—Una compañera le hizo reconocer al Burro que había cometido un error —procuró extender el diálogo.

—¿En serio?

—Fue muy audaz. Pidió ir al frente y mostró sobre el mapa que él había estado hablando de las isotermas mientras se refería a las isobaras. ¿Te das cuenta? Nos tapamos la boca para no reír a los gritos. El Burro quiso hacerse el desentendido, como siempre, pero mi compañera insistió. Y le ganó.

—¿Se atrevió a tanto? Ese hombre es un mal tipo.

—Por supuesto que se atrevió. Y el Burro, dándose cuenta de que perdía, se dio un golpecito en la frente y dijo a la ventana: “Ah, sí, bueno, fue un lapsus, vamos a seguir con otro tema”.

Un perro olisqueó la botamanga de Rolf, levantó su pata y lanzó un chorrito. Rolf se apartó enfurecido y de un puntapié lo hizo volar al centro de la calle. El cuzco lanzó ladridos agónicos mientras rodaba por el pavimento.

—¡Pobrecito! —exclamó ella.

—Bestia de porquería... —masculló al examinar el estado de sus pantalones.

—¿No te gustan los animales? —dudaba si acudir en auxilio del perro.

—Más o menos. Algunos. Sólo algunos —le hizo bien la descarga de su tensión; enseguida pudo preguntarle con la naturalidad que había ensayado pero no le salía fácilmente—: ¿Hacia dónde vas?

—A casa, a la parada del tranvía.

—Yo también.

Edith pasó su bolso a la mano derecha.

—Vamos juntos, entonces.

Era lo que Rolf deseaba.

—No debías haberlo pateado, pobre animalito.

Caminaron con sus hombros a prudente distancia. Él evitaba mirarla para no denunciar sus intenciones, lo cual permitió que ella lo estudiase a gusto. Tal como lo había registrado en Bariloche, era alto y atractivo; tenía pronunciada la nuez de Adán y sus manos eran llamativamente grandes.

Se detuvieron en la parada.

—¿Viajás en el 16?

—A veces —contestó Rolf—. En realidad, sí. Al aproximarse el vagón, él se corrió a un extremo y ella exclamó:

—¿No venís? Bueno, gracias por acompañarme. Ojalá nos veamos más seguido.

A Rolf se le ensancharon las comisuras de los labios mientras sus ojos se atrevían a subir hasta los de Edith y lanzaban otro fogonazo.

No transcurrió una semana y ella lo vio nuevamente junto al árbol. Pero ya no se escondía. Qué ridículo había estado la otra vez; a qué disparates lo forzaba su carácter retorcido, pensó. Rolf la saludó con un leve movimiento de los dedos. Ella cruzó hacia el plátano que le servía de escudo, y volvieron a caminar hasta la parada. Charlaron sobre otros risibles profesores porque era la mejor forma de comunicarse. Al despedirse se dieron la mano. Para el carácter de Rolf, era un progreso considerable, dedujo Edith.

En la tercera ocasión dijo que también él iba a viajar en el tranvía 16. Pese a los cuidados que desplegaba en esta lenta seducción, dijo más de lo imprescindible: inventó que su madre le había encargado una diligencia.

—Ah, pero, ¿no era que viajabas habitualmente en este tranvía?

—Dije a veces. Ahora voy por una diligencia.

Encontraron un asiento libre. Sus brazos se rozaban y, encendidos por la sensación, incursionaron en política debido a que otros pasajeros hablaban del gobierno. Rolf abrió las manos y coincidió en que no podía decirse otra cosa: todo estaba corrompido, los políticos eran ineptos y los ministros unos degenerados. En su opinión hacía falta un gobierno fuerte. Incluso reprodujo algunas frases maravillosas del capitán Botzen sobre la moral que debería existir en la administración pública. Suponía que ella se iba a impresionar. Pero Edith opuso suaves objeciones: le parecían justas las críticas, sólo algunas, no todo era descartable.

—Completamente descartable —él enfatizó y casi apoyó su mano sobre la de Edith—. El mejor ejemplo es Italia. Allí Mussolini barrió con los partidos de la inmoralidad y la decadencia.

—Mussolini no me resulta atractivo, francamente.

Rolf entendió que debía invertir rápido su estrategia: no hablar. Que lo hiciera ella. Si él comunicaba sus esclarecidas ideas nacionalistas, se daría cuenta de que estaba siguiendo un curso de adoctrinamiento y podría llegar a deducir que lo dictaba el capitán Botzen, el mismo que había enviado un telegrama a sus tíos. Rolf sólo buscaba enterarse sobre secretos de la familia Eisenbach y de la comunidad judía para hacerles daño. Esto era audaz y fantástico, difícil pero posible. Edith iba a funcionar como guía: su vanidad la llevaría a exhibir lo que él necesitaba. Tenía ventaja sobre sus camaradas porque ninguno había siquiera hablado con un judío. Rolf, en cambio, había comido y dormido en una de sus viviendas; y estaba en condiciones de sacar provecho haciéndose el amigo de esa brujita.

Descendieron juntos y él insistió en acompañarla hasta la puerta de su casa. Edith lo tomó como una gentileza, pero no lo invitó a entrar porque nunca lo había hecho hasta entonces sin el permiso de sus padres. Se despidieron con un apretón de manos fugaz. Rolf memorizó el sitio.

En los sucesivos encuentros el apretón se tornó más prolongado. El barrio se llamaba Constitución y la estación de trenes quedaba a quince cuadras de distancia. Faltaba saber dónde quedaba la óptica de su padre, cuántas agujas había clavado a su retrato y dónde lo guardaba, a qué sinagoga concurrían, qué funciones conspirativas desempeñaban su padre y su madre, cómo se organizaban las colectas comunitarias, dónde escondían el oro.

Cada semana reaparecía junto al plátano y saludaba con un leve movimiento de los dedos. Ambos estaban felices: Edith aún creía posible un idilio y Rolf acumulaba información.

Los temas políticos quedaron a cargo exclusivo de Edith. Rolf se limitaba a escuchar cínicamente y mentir coincidencias. Para ella Yrigoyen debía continuar en la presidencia de la Nación hasta las próximas elecciones, porque en una democracia sólo las elecciones determinaban los cambios de gobierno. Rolf apretaba los dientes para no refutar semejante estupidez. A Edith también le gustaba la República de Weimar.

—Pese a la tremenda inflación de posguerra, la situación en Alemania ha mejorado mucho. Desde 1925 se ha estabilizado la moneda, llegan capitales y se produjo un florecimiento cultural impresionante.

No era lo que Rolf quería saber. Tampoco le interesaban sus lecturas, sus estudios de plástica y las maravillosas óperas que escuchaba en el Teatro Colón. Había momentos en que lo asaltaban ganas de gritarle “basta, mujer idiota: contame sobre las reuniones del sanhedrín, dónde esconden los cofres de oro, en qué sitio planifican la próxima guerra”.

Edith admiraba la voz de su madre, llamada Cósima como la hija de Franz Liszt. Y adoraba a su padre, que narraba deliciosas historias. Su padre era muy culto, decía. A Rolf no le gustaban esas delicias del hogar porque lo asaltaba una tormentosa envidia, pero aguardaba que ese tema desembocase en los datos secretos. Memorizó en qué fechas iban al Colón, cuáles eran los horarios de trabajo de su padre, qué comidas prefería Cósima, y hasta el nombre de algunas familias amigas.

Hacia fines de julio ella dijo que algunos domingos viajaban al Tigre.

—Hermoso lugar —se le escapó a Rolf.

—¿Lo conocés?

—Mmm... —apretó los labios, debía evitar que se enterase.

—Es maravilloso, ¿no es cierto?

—Sí, me han dicho. Yo, la verdad es... —le afligió suponer que ella se había dado cuenta de que allí había comenzado su entrenamiento paramilitar; urgía cambiar de tema—. ¿Te gusta el tango?

Edith lo miró extrañada.

—Más o menos; ¿por qué?

—Digo. No entiendo bien las letras.

—Ah, porque usan el lunfardo.

Se acababa el viaje y Rolf no conseguía penetrar en el codiciado laberinto. Era necesario variar la estrategia y atacar de modo frontal; a este ritmo ella sabría más de él que él de ella. El trabajo se volvía peligroso y con un par de deslices adicionales Rolf merecería que Botzen lo mandase fusilar.

—¿Sos... israelita?

Edith giró la cabeza para mirarle los furtivos ojos y capturar qué ocurría en su alma. Rolf temió haber echado a perder su paciente tarea.

—Judía, ibas a decir.

—No quería...

—¿No me querías ofender?

—Eso.

—Judía suena a insulto, ¿verdad?

—No sé.

—No me has hecho ninguna ofensa. No soy israelita, no soy judía.

—¿Cómo?

—¿Qué te ha hecho pensar así?

—Tu apellido, tus tíos.

—Mi apellido es estrictamente alemán.

—Tus tíos, tus padres.

—Yo soy católica —adelantó el mentón desafiante.

—¿Católica?

—También mamá.

—Pero...

—Papá no es católico. Te diré más: ignoro si es judío. Creo que ni él mismo lo sabe.

—Entonces es judío, como su hermano Salomón, como tu tía Raquel.

—Probablemente sea más judío que otra cosa. Pero él no lo dice. No ejerce como judío.

Rolf apretó los finos labios. ¿Cómo podía no ser algo que sí era? Típica respuesta judía, pensó; respuesta para confundir a la gente. Así ocultan sus secretos y pueden enfermar al mundo.

Cuando se despidieron, el apretón de manos fue breve y los ojos de Rolf produjeron un fogonazo más intenso que los anteriores.

A la semana volvió a presentarse. Sus ganas de capturar los enigmas de la diabólica raza eran tan fuertes que no podía resignarse al fracaso de su plan. Repitió cada uno de los pasos que habían formado la rutina de los anteriores encuentros, como si nada diferente se hubiese interpuesto: saludo vacilante, espera hasta que Edith se arrimase al árbol, caminata lenta hasta la parada del tranvía, viaje compartido, descenso a pocos metros de la casa. Rolf concentró su agresividad en los docentes que aún podían recibir más golpes. Pero Edith, ya cansada de tanta masacre, le preguntó sonriente, sin medir las consecuencias de sus palabras, cuáles eran las diligencias que semana tras semana realizaba para su madre en este barrio.

Rolf palideció. Se sintió atacado por sorpresa, desnudo: le había adivinado las intenciones, era una bruja.

—Si te molesta mi compañía, no tenés más que decirlo —su voz se había vuelto pedregosa, debía contraatacar.

Ella rió.

—¡Te enojás por una simple pregunta!

—No es una pregunta; pasa que me querés tomar el pelo —su rostro era cruzado por el viento; esta judía le había mentido siempre; y ahora lo estaba derrotando.

Se apartó unos centímetros, como si ella fuese una granada a punto de estallar. Pero Edith procuró quitar dramatismo a la incomprensible situación.

—Si no es una simple pregunta —continuaba sonriendo—, ¿qué otra cosa puede ser?

Rechinaron las muelas de Rolf.

Edith hubiera querido tomarlo por los brazos y acariciarle las furiosas mejillas; otra vez le daba pena, como en Bariloche. Pero también miedo.

—Sinceramente —dijo—, tu compañía me resulta grata, entretenida.

Sus ojos expresaron más disgusto.

—¿Me tomaste por bufón?

Edith olió la intensidad de su odio. Entonces apeló a un recurso desesperado. Dijo que en el Teatro Colón se presentarían dos cantantes alemanes de primer nivel y que serían acompañados por el tenor Kirchoff. Que le sugería asistir, le encantaría.

Kirchoff era una pieza clave de Botzen; esta brujita le había ganado en velocidad. Debía marcharse ya, de la misma forma que en Bariloche.

ROLF

La noche previa al comienzo de su entrenamiento paramilitar dio vueltas en su cama como un adolescente en vísperas del primer coito. Entre las expectativas de empuñar un máuser, blandir cuchillos, confeccionar bombas incendiarias y patear periodistas degenerados, resonaban frases vehementes del capitán y aparecían muslos de mujeres.

Se levantó antes del alba y se vistió en silencio. Sus padres dormían al lado, en el mismo cubículo, separados por un tabique de madera. Estaba condenado a escuchar los ronquidos de Ferdinand, los suspiros de su madre y las asquerosas cópulas que él intentaba ruidosamente cuando volvía borracho.

Se escabulló sin prender la luz y con los zapatos en la mano. En el fondo del conventillo funcionaba la cocina que compartían veintisiete familias. Uno de los braseros permanecía encendido en forma perpetua con una pava negra que cada habitante se encargaba de llenar porque decenas de personas, sin orden ni horario, salían y entraban. Se arrebujó en su chaqueta de lana gruesa mientras bebía café de una taza de loza. El frío brotaba de los irregulares mosaicos y de las paredes tiznadas.

Escuchó pasos cansados. Era don Segismundo con un diario en una mano y una linterna en la otra. Saludó con un movimiento de cabeza, dejó los objetos sobre la mesada de granito y abrió la alacena donde guardaba sus pertenencias; se sirvió una jarra de té. Venía de cumplir su noche de sereno en una curtiembre; tenía los ojos sanguinolentos y la espalda tan doblada que parecía a punto de caerse. Corrió un banquito de madera y se sentó frente a Rolf.

El joven necesitaba eliminar las hormigas del sueño y el anciano quitarse del alma otra noche vacía de su vacía existencia. Rolf untó pan duro con manteca casera: le habían anticipado que su primera jornada de entrenamiento requería buena alimentación. Don Segismundo mejoró su semblante tras la segunda jarra de té y preparó su cena de madrugada con fiambre, queso y media botella de vino barato.

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