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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (39 page)

—Tranquilo... —Rolf tendió las palmas en signo de paz.

—¡Qué tranquilo ni qué mierda! ¡En cuatro patas, carajo!

Una palangana con agua se derramó sobre la cabellera de Rolf y Hans aplastó la fusta a un centímetro de la oreja.

—¡En cuatro patas he dicho!

—¡Aaaaay!

La fusta pegó en sus rodillas con tanta fuerza que pareció haberlas atravesado. Cayó al piso y Hans montó su espalda; le tironeó el pelo mojado.

—¡En marcha, animal! ¡Caminando!

El acero le acariciaba la boca y pronto le cortaría un labio. Le liberó la cabellera, pero fue despedido hacia adelante por un fustazo en las nalgas. Cayó estirado y Hans, con las piernas separadas, le siguió apuntando al centro de los ojos.

—¡Arriba, mal amigo!

Se masajeó las doloridas rodillas, tenía despegado el cuero cabelludo y brotaba fuego de sus nalgas. La fusta silbó otra vez en el aire y de inmediato rodeó sus costillas como un cable de alta tensión.

—¡Aaaay!

—¡Arriba he dicho!

Se puso de pie por segmentos, le costaba enderezar los muslos sobre las rodillas lastimadas.

—Ahora se va a desvestir.

—…

—¿No entiende alemán? ¡Desvestir!

Otro fustazo en las costillas.

—¡Aaaay!

—Sólo le ordeno... amistosamente... que se desvista, ¡carajo! —la fusta relampagueó junto a su cara.

Rolf llevó sus manos al cinto y lo desabrochó. Frente a él, la mirada llameante, Hans sostenía sus armas con determinación implacable. Esta lucha lo había excitado tanto que hasta se le hinchó la bragueta.

Advertido, en la mente de Rolf se produjo un agujero negro. De súbito dejó de ver y temer. Sus dedos frenaron el movimiento en la hebilla del cinto y sus rodillas olvidaron el dolor. En una fracción de segundo atrapó las muñecas de Hans y las llevó hacia arriba y atrás con inusual energía. Lo obligó a girar y lo trabó. La maniobra salió perfecta porque Hans, ante el desgarro inminente, soltó sus armas. Pero Rolf no escuchó la caída de la fusta y del puñal, porque no le importaban. Su ciego propósito era vengarse a mano limpia. Sus músculos treparon a la espalda del instructor para también obligarlo a ponerse en cuatro patas. La oposición duró menos de un minuto porque ahora el sorprendido era él y Rolf se había transformado en un poseso.

Hans recuperó el puñal de un manotazo y mandó una estocada al hombro de Rolf. Rolf ignoró la puntada y le atrapó la mano, que mordió como un tigre hambriento. Se produjo a la vez el aullido de Hans y la sonora caída del arma. Entonces Rolf cerró sus dedos en torno al corto cuello del instructor y le apretó la tráquea con todas sus fuerzas. La compacta víctima entró en convulsiones para liberarse de las pinzas. Movió su cuerpo como un potro en la doma, pero Rolf no se despegó de su garganta. Y no la soltó ni después de escuchar que se quebraba. Siguió apretando más, siempre más, con sus grandes dedos. El cuello de Hans ya no parecía tan ancho ni tan duro.

Al rato yacía de cara al piso y Rolf, aún ausente, continuaba oprimiéndolo.

Exhausto, se desplomó en el sofá. Miró el cuerpo quieto y con el pie lo dio vuelta. Hans tenía los ojos fuera de las órbitas, con la lengua negra entre los dientes. Sintió entonces, por primera vez, el dolor de su hombro.

Necesitaba una cerveza. Tardó en recordar que se habían acabado y sólo quedaban botellas de grapa. Se sirvió una copita y luego otra. Inclinado hacia adelante, le hizo preguntas al muerto. Le asombró verlo tranquilo, muy tranquilo, como un estanque.

Fue al baño y bebió del grifo. El agua fresca corría por su mejilla. Después se quitó la estragada camisa y se lavó. Este asesinato debía parecer un suicidio. Regresó a la habitación donde la lámpara baja continuaba prodigando su siniestra iluminación. Miró por la ventana y sólo distinguió el farol callejero. Eran las tres y media. A esa hora no había testigos.

Rascó sus cabellos mojados y levantó el puñal; tenía manchas de sangre, la poca sangre que le extrajo a su hombro. Fue a la cocina, lo lavó, lo secó y lo guardó entre los cubiertos. En un rincón había una cesta llena de frutas y un plato con media docena de huevos. Eligió una manzana y la mordió. Mientras comía levantó la fusta, que depositó en el ropero sobre una pila de ropa doblada. Ordenó las botellas vacías junto a la alacena y lavó los vasos. Descubrió dos botellas de grapa sin abrir y las instaló sobre la mesa, para no olvidarse. Buscó la escoba, barrió los restos de vidrio esparcidos hasta abajo del sofá, y los arrojó en el cubo de la basura. Lo miró disconforme y tiró encima los seis huevos, que enchastraron adecuadamente los vidrios.

Lo secundario estaba hecho. Faltaba lo principal. Se acercó al cadáver, que había producido un charco de orina en derredor. Miró hacia el techo y calculó que era posible. Le quitó el cinto y se lo ajustó alrededor de la destrozada garganta. Después fue en busca de una escalera. No la encontró. Se dio cuenta entonces de que le bastaba una silla. Izó el cuerpo que resultó menos pesado de lo que aparentaba. Sudó como si hubiese vuelto a beber litros; le dolieron las rodillas, el hombro, las costillas y las nalgas. Jadeó como un proboscidio, pero no aflojó en su tarea. Por fin el cuerpo de Hans pendía del grueso tirante que atravesaba el cielo raso; lo empujó con el índice y se balanceó. Tenía la lengua afuera y los pantalones mojados como sucede con los que perecen en la horca. Pero no le gustó que mantuviese los ojos diabólicamente abiertos: no armonizaba con la voluntad del suicidio. Rolf estiró los dedos y le bajó los párpados.

—Ojalá te vayas al infierno —murmuró entre dientes.

Recogió las botellas de grapa y cerró la puerta silenciosamente.

A la tarde el secretario de Botzen telefoneó a Siemens y dijo a Rolf que el capitán necesitaba verlo de inmediato. Rolf, en cuyo rostro persistía el desarreglo de la noche, adujo sentirse mal y pidió permiso para ver al médico. Voló hacia la avenida Santa Fe. Mientras subía la escalera de granito barruntó que tanta urgencia debía estar relacionada con la muerte de Hans. Botzen había dicho que odiaba al ex instructor, más desde que se había hecho evidente su felonía. No lamentará su muerte, no. Pero tampoco querrá cargar con las consecuencias: si se llegaba a sospechar que uno de sus protegidos lo había asesinado, se desprendería del protegido. Era el jefe que no asumía culpas, y menos las ajenas.

Tuvo que aguardar unos minutos en la antesala y miró por centésima vez el desfile en Unter den Linden. Cuando ingresó en el despacho, Botzen revisaba papeles.

—Buenas tardes, señor capitán de corbeta —recordó la primera entrevista, cuando vino con su padre rescatado de Bariloche.

—Avanza —ordenó sin mirarlo.

Rolf sintió tensión. El legendario capitán había sido durísimo con su padre aquella vez.

—Siéntate.

Cerró la carpeta, se atusó el bigote y se inclinó sobre el sillón. Le hundió la mirada.

—Ha muerto Sehnberg.

Rolf mordió sus labios.

—¿Ha muerto? —no pudo evitar el falsete.

—En apariencia fue suicidio. Lo encontraron colgado de un tirante, en su casa de Balvanera.

—Ah.

—¿Sabías?

—Qué.

—Esto.

—No entiendo.

—Rolf: un subcomisario amigo me transmitió este dato confidencial: su tráquea estaba quebrada por debajo de la huella del cinto que lo estranguló. Además, existen excoriaciones de uñas.

—¿Entonces no fue suicidio?

—Sehnberg no tenía motivos para suicidarse. Lo sabes mejor que yo, porque lo estuviste frecuentando.

—Claro. Y descubrí que vendía información reservada.

—En efecto.

Hizo silencio. Sus pausas siempre generaban electricidad. Luego adelantó su cabeza y formuló un extraño pedido:

—A ver, muéstrame tus manos.

Rolf se inquietó. Las puso sobre las mesa; advirtió que no tenía bien recortadas las uñas.

—Son manos grandes y fuertes, ¿verdad? —emitió una leve y sardónica risita.

Bajó las manos.

—Si lo mataste, has cumplido una tarea patriótica, como el comandante Eicke al disparar sobre el cráneo de Ernst Roehm.

—¿Por qué supone eso?

—Mira: la investigación puede avanzar o demorarse, según los intereses en juego. Pero, por más que se demore, no será difícil dar con el autor de esa muerte. Hay huellas digitales en abundancia, especialmente sobre el cinto.

A Rolf se le fue la sangre de la cara.

—Por lo tanto, más vale que te sinceres. El único que puede ayudarte en este embrollo soy yo.

Bajó la cabeza y, tras unos segundos de reparo, empezó a contarle la repulsiva noche. El capitán lo escuchó sin decir palabra. Le impresionó la fría conducta de la última parte, y hasta quiso sonreír cuando escuchó sobre su esmero en disimular los vidrios rotos de la basura mediante una cobertura de huevos.

—Pero quedaron tus huellas digitales. Tu situación es problemática.

—Yo...

—No quiero que termines en la cárcel.

—Habrá alguna forma de defenderme.

—Terminarás en la cárcel, Rolf —el capitán estiró sus manos por encima del escritorio como si intentara abrazarlo—. ¿No lo puedes entender?

Retornó el silencio. Botzen volvió a reclinarse mientras Rolf movía nerviosamente la pierna derecha.

—Hay un camino —dijo al rato—, sólo uno.

Detuvo la pierna.

—En cuatro días parte hacia Hamburgo un barco de la Hapag-Lloyd. Cuatro días alcanzan para tener listos tus papeles de viaje. No te preocupes por Siemens y tus camaradas: yo les daré una explicación admirable. Conviene que vayas a despedirte de tu madre, pero sin dramatizar la cosa: dile solamente que partes en una misión de estudio. En realidad te ausentarás por muchos años, hasta que aquí olviden la muerte de Sehnberg.

A Rolf se le cayó la mandíbula.

LIBRO DOS

1938-1939

ALBERTO

Desembarcamos en Bremen y desde allí seguimos a Berlín en el tren rápido. Alcanzamos a desayunar los ricos panecillos alemanes en su vagón-comedor antes de bajar al estrepitoso andén. Nos reconoció un funcionario argentino de mejillas abultadas, el secretario de Embajada Víctor French, un escalón por debajo del que me habían conferido a mí. Levantaba un diario para que no lo perdiésemos de vista. Tras expresarnos la bienvenida en el castellano que habíamos empezado a extrañar durante la travesía oceánica, nos condujo a un automóvil. Según yo había pedido, fuimos alojados en el Hotel Kempinski, cuya fama era difundida por agencias de viaje, novelas y filmes. Edith sugirió pasar cómodos las duras semanas iniciales y elegir con tiempo nuestro domicilio permanente en la capital. No teníamos claro si era preferible vivir cerca de mi oficina o en los parquizados alrededores del Wannsee.

Mientras los conserjes enfundados en rojo y azul trasladaban nuestro equipaje, French nos invitó a beber una copa en el lobby. Por una ventana descomunal se veían los árboles con brotes de primavera; en la calle barrían la última nieve.

—El embajador Labougle le ofrece dos días libres para que se vaya ambientando. En esta carpeta dispone de la información inicial.

—Muchas gracias.

—También dispone de mí: con gusto los acompañaré a dar unas vueltas. Berlín se ha convertido en una ciudad inmensa —su sonrisa le llenó la cara de arrugas.

Me había enterado en Buenos Aires de que French tenía cincuenta años y reclamaba ser sacado de Berlín. Hacía una década que lo mantenían en este destino porque conocía todos los ratones de la burocracia alemana. A los actuales dueños del poder los había empezado a frecuentar cuando eran unos provocadores de incierto futuro.

—Es usted muy amable —agradeció Edith—. Sólo conozco Berlín por referencias.

—¿Les parece bien que vuelva en una o dos horas?

—Dos horas.

Estrechó nuestras manos y salió a paso lento por los fastuosos salones.

Nos condujeron a la habitación. Era una suite decorada en estilo Luis XV. Recibí nuestro equipaje, di una propina y me senté sobre la cama.

—Parece un sueño, ¿no?

Ella abrió una valija y empezó a colgar la ropa.

—Una pesadilla.

Suspiré.

—¿No has visto a los SS? —agregó irritada—. ¡Unos esbirros!... Con esos uniformes de luto, con esas botas que taconean por cualquier estupidez, con la calavera en las gorras. Hemos llegado a la más honda caverna del infierno.

La tomé por los brazos, acaricié su piel tersa y miré sus grandes ojos restallantes de indignación. La abracé. Ella dejó al principio que sus manos colgasen, pero después me devolvió el abrazo.

—Ah, querido, querido. ¡Qué represalia más sutil!

—Pero vos quisiste acompañarme.

—Soy tu esposa, ¿no?

—Podía haberme negado a venir, rechazar este destino.

—Ya lo discutimos. Te hubieran mandado a un país insignificante.

—Si las cosas salen bien, pediré retornar de inmediato; ya te lo dije.

—Te saldrán bien. Pero no soy optimista en cuanto al retorno —se desprendió y volvió a su tarea—: el cínico de O’Leary se opondrá. Al fin de cuentas, fue quien decidió tu venida.

—O mi tío. Ya no sé quién de los dos hizo más fuerza.

—Tu tío por intereses, O’Leary por maligno. O’Leary no te quiere; soñaba con hacerte daño; mi mitad judía se le atravesó en la garganta.

—Cumplida mi misión, estará justificado mi retorno. Te aseguro que más me preocupan las recomendaciones que vos traés para los católicos disidentes. Te confieso que durante el viaje quise arrojarlas al mar.

—Es lo único que me ayudará a no morirme de angustia. Mi padre me contempla desde algún lado.

—Has estado enojada con Dios.

—Y sigo enojada. Lo haré por mi padre, no por Dios.

—Suena a blasfemia. No lo repitas.

—¡Qué me importa! Reina el absurdo en las narices de Dios.

—¡Shhh! —la abracé de nuevo y susurré a la oreja—. Las paredes oyen.

Fui a darme un baño. Me dije: “Alberto, superá la irritación si querés un mínimo éxito en el primer destino diplomático de tu vida”.

El secretario Víctor French nos esperaba leyendo el oficialista
Volkischer Beobachter.

—Hay que estar informados —lo dobló.

Nos hizo pasar ante los refulgentes guardianes y se adelantó para abrir las puertas del auto. Emitía fragancia a colonia. Sus gestos tenían una controlada afectación.

—He decidido venir sin chofer, así conversamos tranquilos —dijo luego de arrancar—. Aquí las delaciones son una virtud. Supongo que querrán hacer preguntas sin espías en las sombras.

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