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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (27 page)

El capitán Botzen había comenzado a espaciar sus lecciones, porque de un tiempo a esta parte sus actividades políticas se habían multiplicado en todos los frentes. Debía atender sus relaciones con personajes, grupos e instituciones argentinos, la sórdida lucha por el poder en la comunidad germano-hablante y el rápido acomodamiento de fuerzas en el Reich. Sabía que se podía caer de la cumbre al foso en un instante.

A principios de agosto contaba con suficientes razones para realizar una súbita maniobra. Le urgía hacerlo pronto y bien, de lo contrario se arruinarían preciados proyectos. Convocó a los Lobos. De noche, como siempre.

Rolf trepó la escalera de granito y en la puerta del segundo piso llamó según establecía la consigna. Se encontró con algunos camaradas y el flaco secretario cuyo aspecto de fósforo generaba menos tensión. La fotografía del desfile en Unter den Linden que le había impresionado la primera vez pareció más oscura.

Entraron en el despacho y pronto Julius Botzen avanzó con su familiar paso. Vestía uniforme militar. Los recorrió con su mirada de tigre y tomó asiento en el sillón de cuero.

Levantó su índice y lo orientó lentamente, como si fuera el periscopio de un submarino, hacia el retrato del Kaiser circundado por una guirnalda de laureles. Luego corrió el índice hacia otro retrato, instalado a un metro de distancia. Era una reciente fotografía de Hitler.

—He ahí nuestro Kaiser y he ahí nuestro Führer. El Kaiser es nuestro emblema, pero el Führer nos llevará a la victoria. Sobre esto necesito informarles con claridad; es muy importante. Hasta hace poco los partidos nacionalistas y conservadores, los terratenientes y los campesinos, la clase media y los trabajadores ignoraban que la mejor fuerza se concentraría en las manos de Adolf Hitler. Yo mismo pertenecía al DNVP. Pero a partir de 1930 el DNVP, la gran industria, la Liga Agraria y los Stahlhelm, comprendieron lo nuevo y arrollador que era Hitler.

Peinó con los dedos sus abultadas cejas blancas.

—Ahora debo transmitirles en corta síntesis lo que acaba de pasar. Sólo así comprenderán la sorpresa que les tengo reservada.

Consideraba que sus discípulos eran leales pero ingenuos, apasionados pero ignorantes. Debía estimular su admiración por Hitler sin que renunciaran al anhelo por el viejo Reich, con monarquía y nobleza. ¿Cómo explicarles que debían ser nazis, pero había algo superior al nazismo que se llamaba
das deutsche Volk?
Al estúpido Martin Arndt le había costado la cabeza haberlo proclamado en público. Estas cosas no se dicen en forma directa.

—Atiéndanme: ya les expliqué que la
Sturmabteilung
o SA es la sección de asalto que llevó adelante gran cantidad de acciones para que Hitler consiguiera el poder. Su jefe era Ernst Roehm, quien estuvo junto al Führer desde el comienzo y lo siguió durante casi todos sus años de lucha, excepto un período, en el que se ausentó a Bolivia. Desde su regreso, Roehm alcanzó las más altas posiciones, llegó a jefe del estado mayor y se envalentonó. ¿Qué quiero decir? Quiero decir que pretendió transformar su SA en el ejército nacionalsocialista que reemplazara al Ejército de la Nación. Decía que la
Reichswehr
era una “roca gris” que debía ahogarse en “el torrente pardo de la SA”. Por supuesto que el Ejército pensaba a la inversa. A partir del año pasado se produjo un enorme crecimiento de la SA mediante la absorción de pequeñoburgueses, campesinos, obreros y hasta ex comunistas. A principios de este año Roehm contaba con más de un millón y medio de hombres, muchos de los cuales eran lúmpenes. También aquí, en la Argentina, Roehm tiene sus simpatizantes.

Los Lobos se miraron interrogativos, porque se refería a Hans. Hans simpatizaba con Roehm y la SA, lo había dicho cien veces.

—Ernst Roehm nunca se liberó de las ideas izquierdistas que contaminaron su juventud. La brutal conducta de su gente ha preocupado a la gran industria y, sobre todo, a los militares. Roehm despertó sospechas en la Policía Política y en el Servicio de Seguridad. El mismo Führer encargó investigar qué incubaba. Es así que en junio de este año, mis queridos Lobos, hace apenas unos meses, algunos creyeron que se terminaba el régimen hitleriano por obra de este Roehm, quien lanzaría la llamada “segunda revolución”.

Hizo una pausa para corroborar que entendían sus palabras.

—Roehm estaba aliviándose el reumatismo en Bad Wiessee cuando recibió una llamada de Adolf Hitler; esto ocurrió el pasado 28 de junio. Pedía verlo en compañía de los principales dirigentes de la SA. Roehm se alegró y prometió esperarlo con su plana mayor. Fusta en mano, Hitler irrumpió de noche en Bad Wiessee y entró en el dormitorio de Roehm: “Ernst, estás detenido”. Los pelotones de ejecución, comandados por Sepp Dietrich, se pusieron en acción de inmediato. Durante las horas siguientes docenas de miembros de la SA fueron pasados por las armas. La matanza se extendió a Berlín y otras ciudades hasta descabezar definitivamente esa peligrosa organización. Roehm no fue abatido enseguida, pero estaba condenado. Mientras el Führer tomaba té en el jardín de la Cancillería, Theodor Eicke fue a verlo en su celda; le entregó un revólver y un ejemplar del
Volkischer Beobachter
en el que se hablaba de su vida depravada y de su homosexualidad. Roehm se negó a suicidarse. Entonces Eicke lo ultimó de un disparo. Eicke es el comandante del campo de concentración de Dachau.

Observó el suspenso que recorría a sus discípulos.

—También dicen que Hitler anduvo con mucha agitación durante diez días. En realidad, había consolidado su poder.

Levantó su índice, como al principio, y lo dirigió hacia la reciente fotografía.

—Es nuestro Führer. El Führer, el Partido, el Estado, el Ejército y la Nación son ahora uno. Ya no caben las fracciones. Quienes siguen aferrados a tendencias con olor bolchevique deben alejarse.

Hizo otra de sus electrizantes pausas.

—Ahora viene la sorpresa. Hans Sehnberg, por su adhesión a Roehm, ha dejado de ser vuestro instructor.

Los Lobos cruzaron sus miradas. No entendieron.

—Después del 30 de junio, en lugar de celebrar la victoria del Führer, criticó la matanza. Dijo que era “la noche de los cuchillos largos”. Su presencia nos compromete y no le he permitido que venga siquiera a despedirse. Integra el campo enemigo.

Se levantó, enredó sus dedos a la espalda y dio una vuelta al escritorio.

—¡Rolf Keiper! Póngase de pie.

Obedeció al instante.

—Todos han cumplido con éxito varias tareas difíciles. Entiendo que ya no requieren un instructor ni un hombre de afuera, sino un buen coordinador. He decidido quién cumplirá ese papel.

A Rolf se le tensaron las rodillas y una ola de fuego le subió a la cabeza.

—Seguirán entrenándose en la isla, como de costumbre. Allí Rolf les informará sobre las futuras acciones. Ahora Rolf se queda, los demás pueden retirarse.

El secretario supervisó la partida de la perpleja concurrencia. El capitán fue al baño. Minutos más tarde le pidió a Rolf que se acercara y lo tomó del codo.

—¡Felicitaciones!

Tragó saliva, dijo gracias.

Después analizaron la capacidad operativa del pelotón, la conveniencia de hacer un inventario en el Tigre y los proyectos que Hans había anunciado.

—¿Sabes? —dijo Botzen—. Los muchachos te responderán si actúas como su jefe. Deseo que te sientas su jefe.

—¡Gracias, señor capitán de corbeta!

El Teatro Cómico, de quinientas plateas, había cometido el agravio de poner en escena
Las razas,
de Ferdinand Bruckner. Éste era un dramaturgo que había huido de Alemania y su pieza goteaba ponzoña contra la doctrina racista oficial. El embajador Von Thermann se quejó ante el embajador Fermín Hernández López por la caricatura que hacía del Führer y varios dirigentes del Reich.

—Intenta estropear nuestras buenas relaciones.

No consiguió que Hernández López presionara en su favor ni que el gobierno prohibiera la obra, por lo cual solicitó una audiencia al canciller.

Saavedra Lamas lo escuchó con paciencia y prometió dirigirse al censor de la Municipalidad de Buenos Aires para que eliminara los pasajes irritantes.

—¿No la puede hacer prohibir, lisa y llanamente?

—No, no puedo.

A Von Thermann le pareció insuficiente pero, con su experiencia, decidió aparentar conformidad: no hubiera convenido tensar demasiado las cuerdas. Aguardó que el censor hiciera lo suyo, quien habría tenido que tachar casi dos tercios del libreto. Ante tamaño desafío, el censor optó por guardar la pluma. La obra fue montada sin cortes.

Von Thermann, desesperado, apeló a Botzen.

—Esa pieza debe bajar de cartel.

El capitán asintió, aunque el trabajo exigía alto profesionalismo. Había que bajarla de cartel, por supuesto, pero en forma oblicua, con acciones encubiertas.

—Lo dejo en sus manos —se despidió el embajador.

—De esto ya hablé con Sehnberg —transmitió Botzen a Rolf—. Nuestro objetivo no consiste en violentar a las autoridades argentinas ni a los administradores del teatro. Procuraremos crear la sensación de que el público repudia la obra.

Rolf explicó a sus camaradas la estrategia y recordó que ninguno debía ser atrapado. Antes de aceptar un arresto policial o un interrogatorio, debían convertirse en humo. De lo contrario él mismo, con un hacha, les partiría los ojos.

Distribuyó las localidades que había comprado un agente de la Embajada. A la primera ridiculización del Reich empezarían con la silbatina. A la segunda añadirían los gritos. A la tercera continuarían con la silbatina y los gritos, pero se pondrían de pie, agitarían los puños y golpearían sobre los hombros de quienes exigiesen compostura. Si los actores continuaban en el escenario, vivarían a Hitler y amenazarían prender fuego a la sala.

Rolf vistió traje y corbata y avanzó por la mullida alfombra. Incluso entregó la propina sugerida por Botzen. Antes de que se apagaran las luces pudo verificar que el resto del pelotón se había ubicado en los puntos establecidos.

Aguardaron la primera insolencia y Rolf pegó un silbido perforante como una bala. Al instante sonaron otros catorce silbidos. El actor siguió y estallaron gritos. Se produjo un abismo entre la platea y el escenario: en una parte el caos y en la otra los esfuerzos por seguir con el guión.

Los Lobos zapatearon hasta que ingresó la policía. El espectáculo prosiguió con desajustes.

En la segunda noche pasó lo mismo, pero los actores desaparecieron a los dos minutos de comenzada la silbatina. Cuando ingresaron los agentes uniformados, gran parte de los espectadores se desesperaba por alcanzar la calle. La tercera noche no se llenó ni la mitad de la platea y la actuación pareció trabada por un desconcertante nerviosismo. Los Lobos desencadenaron la rutinaria tempestad para ahuyentar a los más lentos.

En una semana la obra de Ferdinand Bruckner se convirtió en un fracaso. Y la bajaron de cartel.

—¡Misión cumplida! —informó Rolf al capitán.

—Ahora pueden atacar la sinagoga central de Buenos Aires —lo autorizó como premio.

De inmediato Rolf convocó a sus camaradas y los miró con la penetración de una sonda. Saboreaba el rol de jefe.

Al concluir la jornada de entrenamiento los estimuló a conversar sobre el incomparable placer del operativo inminente. Esta vez les darían duro a los malditos.

—Es un edificio lujoso, la sinagoga esa.

—¿Cuándo atacaremos?

Rolf desperezó una maliciosa mueca.

—En el Día del Perdón. El capitán sugirió la idea. No sé si saben que los judíos celebran un Día del Perdón porque en el fondo reconocen cuánto dañan al mundo. Bueno; les daremos una flor de paliza. Tienen autorización para meterse hasta el fondo de la sinagoga. ¿Captan qué significa? Significa penetrarlos hasta donde guardan los sucios pergaminos de su Torá, que es lo que más quieren. Entonces los sacarán del Arca, los arrojarán al piso y los podrán pisotear, ensuciar y romper.

Otto miró a Gustav, que sonreía de oreja a oreja.

—Pero no les prendan fuego —aclaró—: eso provocaría la intervención de los bomberos.

—Será difícil contener tanta euforia.

—Podrán arrancarle la barba al rabino e hincharle la jeta a cuantos quieran. También manosear a las mujeres.

—Fantástico —celebró Kurt.

—Los judíos empiezan y terminan sus festividades al anochecer. Este año empezarán su jornada de ayuno el martes 18 de septiembre y finalizarán el miércoles. Atacaremos el miércoles al atardecer por dos razones: primero, se reúne más gente a esa hora y, segundo, el ayuno los habrá debilitado.

Regresaron de la isla. En el trayecto no volvieron a tocar el asunto. Rolf se despidió de los pocos Lobos que siempre viajaban con él hasta Retiro y decidió no ir directamente a la pensión. Hacía cuatro meses que se había instalado en ella, sobre la calle Alsina, gracias al buen sueldo que ganaba en Siemens. El capitán le había sugerido la mudanza porque ya Rolf no quería ver a su padre deteriorado ni a su resignada madre. En la pensión tenía comida y un dormitorio compartido con dos hombres.

Caminó hasta el restaurante de la estación, que atraía con sus arañas de bronce, grandes espejos de marco dorado y mesitas rodeadas por butacones de cuero. Se sentó junto al ventanal que daba al andén. Ordenó un bife a caballo con papas fritas.

Recordó la conversación de la tarde. El asalto a la sinagoga mayor de Buenos Aires, donde concurrían muchos judíos alemanes, era un signo de que en la Argentina había comenzado la lucha en serio. Botzen lo había expresado de esa forma. ¿Qué se habría hecho de Hans Sehnberg?, pensó de súbito. El capitán dio a entender que “podía incurrir en traición”. ¿Qué había querido decir? La traición no se perdonaba; entre los nazis no existía la indulgencia.

El mozo le arrimó un plato suculento. Los huevos parecían margaritas gigantes sobre el bife jugoso. Cortó un pedazo de pan y lo hundió en la yema. Masticó lento para que no se le acalambrasen las mandíbulas. El capitán —siguió pensando— no habría deslizado una acusación tan grave si no tuviese una razón de peso. Hans conocía infinidad de secretos: con sólo denunciar las actividades en la isla, dar el nombre de los Lobos o reconocer su comandancia en decenas de atentados podría colocar en serios aprietos al capitán, a muchos dirigentes comunitarios y a la misma Embajada.

Pagó y caminó hacia su pensión. Abrió la puerta cancel, cruzó el comedor ya vacío y se dirigió a su dormitorio. Los compañeros de cuarto dormían. Encendió el velador de su mesita de noche y se cambió. El vecino manoteó la perilla de la luz y Rolf le aplastó los dedos.

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