La mejor venganza (100 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

Volvieron a mirarse a la cara. Escalofríos encima de él, enseñando los dientes, apretándose la herida con una mano. Amistoso tosiendo, mientras intentaba recobrar el aliento y el equilibrio.

—¿Otra vez? —preguntó Escalofríos con un susurro.

—Otra más —le contestó Amistoso con voz cascada.

Así que volvieron a enfrentarse una vez más, los dos sin resuello, con botas que chimaban y se escurrían en el suelo, gruñendo y rugiendo, con el ruido metálico que hacían sus armas al trabarse y golpear en el suelo, que reverberaba en las paredes de mármol y en el techo pintado como si los que combatiesen a muerte no sólo fuesen dos hombres, sino muchos. Tajaban, acuchillaban, escupían, propinaban puntapiés, se herían el uno al otro, saltaban por encima de los cadáveres, tropezaban con las armas caídas, resbalaban en la negra sangre que cubría el pulimentado suelo, intentando frenar su impulso con botas que chirriaban.

Amistoso evitó un hachazo desmañado que acabó estrellándose en la pared y desprendiendo una lluvia de partículas de mármol, por lo que subió varios escalones. Los dos comenzaban a sentirse cansados y a aflojar el ritmo de la pelea. Nadie puede luchar, sudar y sangrar durante tanto tiempo. Escalofríos se le acercó, respirando dificultosamente y con el escudo por delante.

Subir de espaldas unos cuantos escalones no está mal, siempre que no estén llenos de cadáveres. Amistoso estaba tan concentrado, vigilando a Escalofríos, que pisó la mano de un cadáver y se torció un tobillo. Escalofríos, que lo vio, le propinó un hachazo. Como Amistoso no pudo apartar la pierna a tiempo, la hoja le abrió una raja en la pantorrilla que estuvo a punto de hacerle caer. Escalofríos lanzó un gruñido mientras levantaba el hacha. Amistoso se lanzó hacia delante, alcanzando el antebrazo de Escalofríos con su cuchillo y ocasionándole un corte rojo oscuro por el que brotó la sangre. El norteño rugió y soltó el hacha, que cayó entre ambos con un ruido de chatarra. Amistoso le tiró un tajo al cráneo con su cuchilla, pero Escalofríos interpuso el escudo, de suerte que, al trabarse escudo y cuchilla, la hoja de esta última sólo le hizo un arañazo en el cuero cabelludo, aunque la sangre que brotó de él les manchó a los dos. El norteño agarró el hombro de Amistoso con su mano ensangrentada para llevarlo hasta sí, su ojo bueno a punto de salirse de su órbita por la rabia que sentía, su ojo de acero salpicado de rojo brillante, los labios retorcidos en una mueca enloquecida mientras le echaba la cabeza hacia atrás.

Amistoso desplazó su cuchillo hacia el muslo de Escalofríos y sintió que se lo clavaba en él hasta la empuñadura. Escalofríos emitió una especie de chillido en el que se mezclaban el dolor y la furia. Su frente se aplastó contra la boca de Amistoso con un crujido espantoso de oír. La sala osciló alrededor del presidiario, que cayó hacia atrás, golpeándose contra los escalones espalda y cráneo, para luego estrellar este último contra el mármol. Vio a Escalofríos encima de él y pensó que sería buena idea levantar la cuchilla. Pero antes de que pudiese hacerlo, Escalofríos bajó su escudo, golpeando el mármol con su borde inferior. Amistoso sintió cómo se le rompían los dos huesos largos del antebrazo mientras la cuchilla caía de sus dedos insensibles y bajaba los escalones con unos golpeteos de metal.

Escalofríos se agachó. A cada uno de los gemidos que eran su respiración, unas gotitas de saliva rosada salían por entre los dientes, que no había dejado de apretar con fuerza. Su puño agarró con fuerza el mango del hacha. Amistoso le miraba, movido simplemente por la simple curiosidad. Todo brillaba sin contornos definidos. Vio la cicatriz que el norteño tenía en una de sus gruesas muñecas, con forma de siete. Aquel día, el siete había sido un buen número, lo mismo que el día en que se conocieron. Siempre lo era.

—Un momento —Escalofríos se quedó inmóvil durante un instante, mientras miraba con el rabillo de un ojo. Se echó hacia un lado y el hacha siguió su movimiento. Un hombre estaba de pie detrás de él. Un hombre de cabellos claros.

No es fácil decir lo que sucedió. El hacha erró su blanco. El escudo de Escalofríos reventó, convirtiéndose en una confusión de astillas. Algo levantó a Escalofríos y lo mandó al otro lado de la sala. Se estrelló contra la pared más alejada con un ruido como de gorgoteo, rebotó y rodó hasta los escalones situados enfrente, cayendo descansillo a descansillo, una, dos, tres veces, hasta que llegó abajo del todo y se detuvo.

—Tres veces —balbució Amistoso, que tenía los labios partidos.

—Quédate ahí —dijo el hombre pálido, para luego pasar a su lado y subir por la escalera. No le resultó difícil obedecerle, porque no tenía otros planes. Escupió un trozo de diente, casi sin sentir la boca, y eso fue todo. Se quedó echado, bizqueando y mirando a las mujeres con alas del techo.

Siete mujeres, con otras tantas espadas.

Durante los últimos minutos, el ánimo de Morveer se había visto recorrido por un amplio espectro de emociones. La complacencia del triunfo, al ver cómo Cosca bebía de su petaca sin ser consciente de que se estaba condenando a sí mismo. El horror y la apresurada búsqueda de un escondite, cuando el viejo mercenario había expresado su intención de visitar la letrina. La curiosidad, al ver cómo Victus sacaba una ballesta cargada de debajo de la mesa y la apuntaba hacia la espalda de su general. Nuevamente el triunfo, al ver que Victus apuraba aquella dosis de licor que iba a resultarle fatal. Finalmente, había tenido que taparse la boca con una mano para contener la hilaridad que suponía el hecho de que Cosca, ya envenenado, agarrase a su oponente, igualmente envenenado, y de que ambos luchasen, cayeran al suelo y quedasen inmóviles en un abrazo final.

Las ironías se amontonaban positivamente una encima de otra. Lo más seguro es que ambos hubiesen terminado por matarse entre sí, sin ser conscientes de que Morveer ya lo había hecho por ellos.

Con la sonrisa aún en el rostro, sacó la aguja envenenada del bolsillo oculto en el forro de su justillo de mercenario. La precaución primero, y siempre. En el caso de que a aquellos viejos mercenarios tan sangrientos les quedase un hálito de vida, un pinchacito con aquella brillante astilla de metal, previamente mojada con cierto preparado de su invención, el
n° 12
, sería suficiente para extinguirlo en aras del general beneficio del mundo entero. Morveer abrió sigilosamente la puerta de la letrina y entró de puntillas en la habitación.

La mesa estaba volcada de lado, con todas las cartas y monedas caídas. Cosca estaba junto a ella, tumbado boca arriba en el suelo, la mano izquierda caída, la petaca no muy lejos de su mano. Victus estaba encima de él, la pequeña ballesta aún en la mano, la manija de su extremo manchada de sangre roja. Morveer se arrodilló al lado de los muertos, metió la mano que tenía libre por debajo del cadáver de Victus y, gruñendo por el esfuerzo, le dio media vuelta.

Cosca tenía los ojos cerrados, la boca abierta, una mejilla llena con los hilillos de sangre que manaban de la herida que tenía en la frente. La piel había tomado ese color de cera que delata la inconfundible condición de ser un cadáver.

—Así que la gente puede cambiar, ¿eh? —dijo Morveer con voz burlona—. ¡Demasiada palabrería!

Entonces Cosca abrió los ojos y le dio un susto tremendo.

Cuando aún no se había repuesto de aquel tremendo susto, sintió un dolor indescriptible que le subía por el estómago. Tragó una boqueada de aire y lanzó un aullido que no parecía de este mundo. Luego bajó la mirada y vio que el viejo mercenario acababa de meterle un cuchillo por la ingle. Volvió a tragar aire y, lleno de desesperación, levantó el brazo.

Hubo un tenue crujido cuando Cosca agarró por la muñeca a Morveer y se la retorció, haciendo que la aguja que tenía en la mano fuese a parar a su propio cuello. Siguió una pausa preñada de significado. Los dos se habían quedado inmóviles, como un grupo escultórico viviente en el que pudiera apreciarse el cuchillo y la aguja que Morveer tenía clavados en la ingle y en el cuello, respectivamente. Cosca alzó la mirada. Morveer bajó la suya. Los ojos se le salían de las órbitas. El cuerpo le temblaba. Pero no dijo nada, pues ¿qué hubiese podido decir? Las implicaciones eran abrumadoramente obvias. El veneno más potente que conocía comenzaba a subirle rápidamente por el cuello. Ya debía de haberle llegado al cerebro, porque no sentía las extremidades.

—Envenenaste el licor de uva, ¿eh? —dijo Cosca, siseando.

—Fuh —farfulló Morveer, que ya no podía articular las palabras.

—¿Habías olvidado que te prometí no volver a beber jamás? —el viejo mercenario soltó la empuñadura de su cuchillo y, con la mano ensangrentada, buscó su petaca por el suelo hasta encontrarla. Luego desenroscó su tapón con un movimiento harto conocido y la dejó boca abajo. El líquido blanco que salió por ella chapoteó al caer al suelo—. Leche de cabra. Me dijeron que era buena para la digestión. El líquido más fuerte que he bebido desde que salimos de Sipani. Me cuidé muy bien de que nadie supiese que lo bebía. Tengo una reputación que mantener. Por eso puse ahí tantas botellas.

Cosca levantó a Morveer del suelo. Como la fuerza se desvanecía rápidamente de sus miembros, no pudo hacer nada. Cayó de través encima del cadáver de Victus. Apenas sentía el cuello. La agonía que le producía el cuchillo en la ingle comenzaba a convertirse en un vago latido. Cosca le miró.

—¿Acaso no te prometí que dejaría de beber? ¿Por quién me tomaste, quizá por una de esas personas que no cumplen sus promesas?

Morveer ya no tenía fuerzas para hablar, sino sólo para gritar. De cualquier modo, ya no sentía dolor. Entonces, como solía hacer, se preguntó cómo habría sido su vida de no haber envenado a su madre y de no haberse condenado a sí mismo a vivir en el orfanato. Su visión se hizo brumosa, difusa, cada vez más oscura.

—Debo darte las gracias. Como ves, Morveer, un hombre puede cambiar si se siente suficientemente motivado. Tu sorna fue el acicate que necesitaba.

Muerto por el agente que había inventado. De la misma manera que los grandes facultativos de su profesión terminaban con sus vidas. Y a punto de retirarse, como ellos. Le pareció que todo aquello encerraba una tremenda ironía…

—¿Y sabes que es lo mejor de todo esto? —la voz de Cosca retumbaba en sus oídos mientras le miraba con una sonrisa burlona—. Pues que ahora puedo volver a beber.

Uno de los mercenarios gemía, implorando con voz balbuciente por su vida. Monza seguía apoyada en la fría losa de mármol de la mesa mientras le escuchaba, resollando, sudando una enormidad y agarrando la Calvez con una mano. Aunque se hubiese encariñado con ella, sabía que apenas le serviría de nada contra las gruesas armaduras de los guardias de Orso. Cuando escuchó el débil chapoteo que hace la hoja al entrar en la carne, los gemidos se convirtieron en un grito prolongado que súbitamente se mudó en un gorgoteo.

Aquel sonido no parecía el más indicado para animar a nadie.

Echó un vistazo por encima de la mesa. Contó siete guardias. Uno que acababa de sacar la lanza del cuerpo de un mercenario muerto; otros dos que ya se volvían hacia ella, sus grandes espadas listas; otro que intentaba sacar su hacha del cráneo de Secco; tres que estaban de rodillas, montando las ballestas. A sus espaldas se encontraba la enorme mesa circular que cubría el mapa de Styria dispuesto sobre ella. Encima del mapa había una corona con una diadema de rutilante oro y muchas gemas insertadas en sus doradas hojas de roble; muy parecida a la que había acabado con Rogont y su sueño de una Styria unida. Al lado de la corona, vestido de negro, con su cabellera y su barba negra matizadas de color gris acero, tan atildado como siempre, se encontraba el gran duque Orso.

Él la vio y ella a él, y la ira creció en su interior, cálida y confortable. Uno de los guardias introdujo un dardo en la ballesta que acababa de montar y la apuntó hacia ella. Estaba a punto de acurrucarse bajo la placa de mármol cuando Orso levantó una mano.

—¡Alto! ¡Detente! —era la misma voz que ella había obedecido durante ocho largos años—. ¿Eres tú, Monzcarro?

—¡Pues claro, maldición! —le respondió ella—. ¡Lista para que mueras de una jodida vez! —como si ya lo hubiese intentado varias veces.

—Lo llevo esperando desde hace bastante tiempo —dijo muy tranquilo—. Ya lo ves. ¡Buen trabajo! Gracias a ti, todos mis proyectos han quedado en nada.

—¡No tienes que darme las gracias! —exclamó ella—. ¡Lo he hecho por Benna!

—Ario ha muerto.

—¡Ja! —se burlaba de él—. ¡Suele suceder cuando apuñalas a un tío mierda en el cuello y lo tiras por una ventana! —Las mejillas de Orso se contrajeron por la ira—. Pero, ¿por qué hablar sólo de él? Gobba, Mauthis, Ganmark y Fiel… ¡acabé con todos ellos! ¡Con todos los que se encontraban en aquella habitación cuando asesinaste a mi hermano!

—¿Y Foscar? No he sabido nada de él desde la derrota en los vados.

—¡Ni lo sabrás! —dijo ella con una alegría que realmente no sentía—. ¡Su cráneo quedó hecho papilla en el suelo de una alquería!

—Estarás contenta —el odio acababa de abandonar el rostro de Orso, dejándole una expresión de cansancio.

—¡Sólo te diré que no estoy muy triste!

—Gran duquesa Monzcarro de Talins —a modo de aplauso, Orso llevó varias veces dos dedos de una mano a la palma de la otra. Aquel sonido, aunque tenue, reverberó en el techo de la alta bóveda—, te felicito por tu victoria. A fin de cuentas, ¡has conseguido lo que siempre quisiste!

—¿Lo que yo quería? —Por un instante, no estuvo segura de haber escuchado realmente aquellas palabras—. ¿Crees que yo quería
esto
? ¿Después de todas las batallas que combatí por ti? ¿De todas las victorias que gané por ti? —casi chillaba, movida por la furia. Se quitó el guante de la mano derecha con los dientes y le enseñó su mutilada mano—. ¿Tienes los cojones de creer que yo quería
esto
? ¿Qué motivo te dimos para que nos traicionaras? ¡Te fuimos leales! ¡Siempre!

—¿Leales? —Orso tragó saliva, como si no creyera nada de lo que le decía—. ¡Si lo quieres, remata tu victoria con la corona, pero esa corona no quieras ponerla encima de tu inocencia! ¡Ambos nos conocemos demasiado bien!

Las tres ballestas ya estaban cargadas y apuntaban a Monza.

—¡Te fuimos leales! —repitió, pero con voz desfallecida.

—¿Acaso vas a negar que Benna se reunió con mis súbditos más desagradecidos, los más descontentos, revolucionarios y traidores? ¿Que les prometió armas? ¿Que les prometió que tú les llevarías a la victoria? ¿Que reclamarías mi puesto? ¿Que lo usurparías? ¿Crees que no lo sabía? ¿Pensaste que me quedaría mano sobre mano?

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