—Yo no me pongo de rodillas —dijo Shenkt, que acababa de fruncir el ceño.
Las tres moscas que zumbaban volaron más despacio, desplazándose indolentemente y luego, lentamente, muy lentamente, se quedaron inmóviles.
Lentamente, muy lentamente, la sonrisa impúdica del ladrón de cucharas se convirtió en un gruñido.
Lentamente, muy lentamente, echó el brazo atrás para asestar una estocada.
Shenkt se apartó de la espada, hundió con fuerza el canto de su mano en el pecho del ladrón y luego la retiró de él. Junto con un enorme cuajarón de costilla y de esternón que salió volando por el aire para quedarse pegado en el techo.
Shenkt empujó la espada hacia un lado, agarró al siguiente mercenario por el peto y lo lanzó por la habitación, haciendo que su cabeza se estrellara contra la pared más alejada y que una lluvia de sangre brotase de su cráneo para formar una enorme salpicadura que llegó hasta el techo, pasando por encima del papel dorado de las paredes. El vacío creado por Shenkt aspiró a las moscas y las envió a volar en una trayectoria helicoidal, como si hubiesen enloquecido. Cuando el tiempo asumió su auténtica dimensión, la explosión del cráneo reventado del mercenario, tan sonora que hacía daño a los oídos, se juntó con el siseo de la sangre que brotaba apresurada del pecho abierto de su amigo, haciendo que el chico se quedara boquiabierto.
Shenkt sacudió la mano para quitarse de ella las escasas gotas de sangre que la manchaban, y preguntó:
—La mujer que hizo que tu amigo soltara la cubertería, ¿era Murcatto?
El chico asintió como atontado.
—¿Por dónde se fue?
Sus ojos vacíos fueron hacia la puerta que estaba al otro lado.
—Bien —aunque a Shenkt le hubiera gustado ser más amable, aquel muchacho podía salir corriendo para volver con más mercenarios, lo cual complicaría el asunto. En las situaciones en que debe tomarse una vida para salvar muchas otras, los sentimientos no ayudan en absoluto. Era una de las lecciones de su viejo maestro que Shenkt no había olvidado—. Lo lamento.
Y, con un chasquido agudo, su dedo índice entró por la nuca del chico hasta el segundo nudillo.
Se abrían paso por la cocina aplastándolo todo a medida que avanzaban, cada uno haciendo todo lo que podía para matar al otro. Aunque, en un principio, aquello no entrase en los planes de Escalofríos, su sangre había comenzado a hervir. Amistoso acababa de entrometerse estúpidamente en su camino y, lisa y llanamente, tenía que quitárselo de encima. Se había convertido en una cuestión de orgullo. Escalofríos estaba mejor armado y mantenía la distancia, por no hablar del escudo que tenía. Pero Amistoso era tan escurridizo como una anguila y tan paciente como el invierno. Retrocediendo, haciendo fintas, sin apresurarse, sin abrir la guardia. Aunque sólo estuviese armado con una cuchilla, Escalofríos sabía que había matado a mucha gente con ella, y no quería añadir su nombre a la lista.
Otra vez llegaban al cuerpo a cuerpo, Amistoso parando un hachazo y atacando con su cuchilla. Escalofríos fue a su encuentro, la paró con el escudo y luego cargó, enviando a Amistoso contra una mesa, en la que cayó hacia atrás con un ruido de metal. Escalofríos enseñó los dientes, y entonces descubrió que la mesa estaba llena de cuchillos. Amistoso cogió uno de ellos y echó el brazo hacia atrás, listo para lanzárselo. Escalofríos se protegió con el escudo, sintiendo el impacto cuando el cuchillo se clavó en su armazón de madera. Echó un vistazo y vio que otro cuchillo se dirigía dando vueltas hacia él. Rebotó en el borde metálico y pasó como un relámpago junto a su cara, dejándole un arañazo en una mejilla que le escoció mucho. Amistoso lanzó otro cuchillo.
Escalofríos decidió que no quería estar todo el tiempo agachándose y sirviendo de blanco. Rugió mientras cargaba con el escudo por delante. Amistoso dio un salto hacia atrás, rodando por encima de la mesa y evitando por los pelos el hacha de Escalofríos, que dejó una gran hendidura en la madera y lanzó los cuchillos por el aire. Luego, cuando el presidiario intentaba recobrar el equilibrio, le lanzó un empellón con el borde del escudo, moviendo su hacha de forma salvaje, sintiendo que la piel le ardía, que el sudor se le pegaba, con el ojo postizo casi saliéndose de su órbita y rugiendo sin despegar los dientes. Los platos se hicieron añicos, las cazuelas salieron volando, las botellas se rompieron, las astillas volaron y un tarro de harina se abrió de repente, llenando el aire con una neblina cegadora.
Por toda la cocina, Escalofríos dejó un rastro de destrucción que ya le hubiera gustado dejar al Sanguinario, mientras el presidiario fintaba y bailaba, lanzaba puñaladas y tajos con el puñal y la cuchilla, siempre lejos de su alcance. Y lo único que Escalofríos acababa de conseguir con la ridícula danza que ambos habían decidido interpretar en aquella habitación era un corte en un brazo, a cambio del moratón que Amistoso tenía en la cara, justo donde le había alcanzado el escudo.
El presidiario se subía en el segundo peldaño de la escalera de salida, listo y en alerta, el puñal y la cuchilla a ambos costados de su cuerpo, su rechoncho rostro lleno de sudor, la piel ensangrentada por una docena de pequeños cortes y golpes, por no hablar de la caída del balcón y la abrupta bajada por la escalera que le habían dejado baldado. Pero Escalofríos no había conseguido nada a pesar del castigo. Amistoso aún parecía estar demasiado entero.
—¡Ven aquí, jodido tramposo! —dijo Escalofríos, siseando, con el brazo que le dolía desde el hombro hasta los dedos por agarrar fuerte el hacha—. Acércate para que pueda acabar contigo.
—Ven tú aquí —respondió Amistoso—, para que sea yo quien acabe contigo.
Escalofríos se encogió de hombros, estiró los brazos, se secó la sangre de la frente con una manga y torció el cuello a uno y a otro lado, diciendo:
—¡Qué…
cabrón
. eres! —y fue contra él. No había que decírselo dos veces.
Cosca miró con aire preocupado el cuchillo que tenía en la mano y comentó:
—Si te dijera que me disponía a pelar una naranja con él, ¿te lo creerías?
Victus sonrió de manera aviesa, haciendo que Cosca reflexionase por el hecho de no haber visto nunca a nadie con una sonrisa tan taimada, y dijo:
—No creo que a estas alturas me crea nada de lo que digas. Pero no te preocupes. No vas a poder decir mucho más.
—¿Por qué será que la gente que apunta con ballestas cargadas siente la necesidad de fanfarronear en vez de disparar de una vez?
—Fanfarronear es divertido —Victus cogió su vaso sin dejar de mirar a Cosca con sus ojillos entornados, la reluciente punta del dardo lista para volar, y mató el gusanillo de un trago—. Aggg —sacó la lengua—. Maldición, qué amarga es esta mierda.
—Pero menos que la situación en la que me encuentro —musitó Cosca—. Ahora supongo que la silla de capitán general pasará a ti. —Era una pena, porque justamente acababa de acostumbrarse al hecho de volver a sentarse en ella.
—¿Por qué querría sentarme en esa maldita cosa? —Victus se burlaba de él—. No le ha hecho mucho bien a los culos que se han sentado en ella, ¿verdad? Sazine, tú, los Murcatto, Fiel Carpi y tú otra vez. Cada uno acabó muerto o a punto de morir, y, mientras tanto, yo he estado cerca de ella, mucho más rico de lo que se merece un asqueroso bastardo como yo —hizo una mueca de dolor y se llevó una mano al estómago—. No, creo que buscaré a algún idiota que quiera sentarse en ella y que me haga más rico que nunca —volvió a repetir la mueca—. ¡Ah!, que cosa tan asquerosa. ¡Ah! —Se levantó de la silla, tambaleándose, y se agarró al borde de la mesa, mientras se le hinchaba una de las venas de la frente—. ¿Qué me has hecho, viejo bastardo? —bizqueó y cayó hacia delante, agarrando la ballesta sin fuerza.
Cosca se abalanzó hacia él. El resorte se disparó, la cuerda cantó y el dardo se estrelló en el yeso que estaba justo a su izquierda. Rodó por encima de la mesa con un grito de triunfo y levantó el cuchillo.
—¡Ja,
ja…
! —Victus acababa de golpearle en la cara con la ballesta, justo encima de un ojo—. ¡Aggh! —el campo visual de Cosca se llenó de lucecitas mientras doblaba las rodillas. Se agarró a la mesa y blandió el cuchillo ante la nada—. ¡Uff! —unas manos acababan de cerrarse alrededor de su garganta. Unas manos llenas de sortijas muy grandes. El rostro amoratado de Victus ondeó por encima de él, chorreando babas por su boca torcida en una mueca.
Las botas de Cosca perdieron el contacto con el suelo, la habitación giró a su alrededor y su cabeza chocó contra la mesa. Y todo quedó a oscuras.
La batalla que ambos bandos habían mantenido bajo la cúpula había terminado, acabando también con la rotonda que tanto le gustaba a Orso. El deslumbrante suelo de mosaico y los majestuosos peldaños por los que se bajaba hasta ella, rotos y arañados, llenos de charcos de sangre oscura, estaban sembrados con los cadáveres y las armas de los caídos.
Los mercenarios habían ganado… siempre que la docena de ellos que aún quedaban en pie pudiese significar una victoria.
—¡Socorro! —decía con voz chillona uno de los heridos—. ¡Socorro!
Pero los vencedores tenían la mente ocupada en otras cosas.
—¡Sacad fuera esas cosas asquerosas! —el que los mandaba era Secco, el mismo cabo que estaba de guardia cuando Monza llegó al campamento de las Mil Espadas sólo para descubrir que Cosca se le había adelantado. Arrastró el cadáver de un soldado talinés fuera de la puerta adornada con cabezas de leones y lo dejó caer escaleras abajo—. ¡Tú! ¡Consígueme un hacha!
—Seguro que a Orso aún le quedan más hombres —Monza fruncía el ceño—. Deberíamos aguardar a los refuerzos.
—¿Aguardar? ¿Para repartir las ganancias? —Secco lanzó una sonrisa llena de desprecio—. ¡Que te jodan, Murcatto, aquí ya no mandas! ¡Lárgate! —Dos hombres habían comenzado a dar hachazos en las puertas, arrancando astillas barnizadas. El resto de los sobrevivientes se apretujaba de manera muy peligrosa tras ellos, conteniendo la respiración a causa de su avaricia. Las puertas debían de haber sido construidas para impresionar a los invitados, pero no para contener a un ejército, porque se movieron y se soltaron de sus goznes. Unos cuantos golpes más y una de las hachas las taladró, desprendiendo una astilla de gran tamaño. Secco rugió triunfalmente mientras metía su lanza por el hueco, haciendo palanca para levantar la barra que la mantenía cerrada al otro lado. Luego subió torpemente su punta ya mellada y abrió las puertas de par en par.
Chillando como niños en un día de fiesta, tropezándose los unos con los otros, ebrios de sangre y de avaricia, los mercenarios entraron en tromba por la iluminada sala donde Benna había fallecido. Monza se imaginó lo que iba a pasar. Aunque no supiera a ciencia cierta si Orso estaba dentro, podía asegurar que, en caso de estar, se encontraría preparado.
Pero hay momentos en que uno tiene que hacer de tripas corazón.
Entró detrás de ellos, manteniéndose todo lo agachada que podía. Un instante después escuchaba el tañido de las ballestas. Como el mercenario que iba delante de ella acababa de caer al suelo, tuvo que saltar por encima de él para esquivarlo. Otro cayó de espaldas, agarrándose con las manos el dardo que tenía en el pecho. Ruido de botas y de rugidos. Mientras corría, la gran sala, sus enormes ventanales y sus cuadros que representaban a todos los vencedores de la historia se movieron a su alrededor. Vio siluetas vestidas con la armadura completa y atisbó metales que brillaban. La guardia personal de Orso.
Vio a Secco intentando alancear a uno de sus miembros, pero sin conseguirlo, porque su punta sólo consiguió arañar su fuerte armadura. Escuchó un fuerte ruido de herrería cuando un mercenario aplastó un yelmo con su pesada maza, y luego un grito, el del mercenario al recibir el golpe de un mandoble que le hizo lanzar un chorro de sangre y quedarse casi cortado en dos. Otro dardo levantó por el aire a uno de los mercenarios que cargaba y lo tiró boca arriba. Monza se agachó, metiendo los hombros debajo de una mesa de mármol y tirando la maceta que estaba encima. Luego se acuclilló al ver que un dardo rebotaba en la piedra y salía disparado hacia otro sitio.
—¡No! —decía alguien a voz en grito—. ¡No! —un mercenario pasó a su lado, corriendo hacia la puerta por la que se había precipitado con tanto entusiasmo instantes antes. Entonces cantó un arco y él se tambaleó con una flecha clavada en la espalda, dio otro paso tembloroso y cayó, deslizándose en el suelo con la cara por delante. Intentó levantarse, tosió sangre y se derrumbó. Murió mirándola a los ojos.
Así suelen acabar aquellos a los que les domina la avaricia. Y ahí estaba ella, acurrucada detrás de una mesa y sin amigos, esperando a que le llegase el turno.
—Hacer de tripas corazón —comentó para sí, maldiciéndose.
Amistoso se volvió apenas llegar al peldaño superior, de suerte que el chirrido de las suelas de sus botas retumbó en el espacio vacío que se encontraba tras él. Una gran habitación abovedada, cubierta por una cúpula en la que habían pintado unas mujeres con alas y que estaba circundada por un claustro de siete esbeltos arcos. Las esculturas en relieve le miraron desde las alturas, cientos de pares de ojos que seguían todos sus movimientos. Los defensores debían de haberse hecho fuertes en aquel lugar, porque había varios cadáveres tirados por el suelo y encima de dos escaleras que se curvaban. De los mercenarios y de los guardias de Orso. La muerte los había reconciliado. Aunque a Amistoso le pareciese oír ruidos de lucha que llegaban de algún sitio situado más arriba, no les prestó atención, porque su combate aún estaba por terminar.
Escalofríos salió por debajo de uno de los arcos, los cabellos pegados por la oscura sangre a uno de los lados de la cara, las cicatrices salpicadas de rojo. Estaba cubierto de golpes y arañazos, la manga derecha hecha jirones, la sangre corriéndole hacia abajo del brazo. Pero Amistoso no había podido asestarle el golpe final. El norteño aún agarraba su hacha con un puño, listo para luchar, el escudo surcado de estrías. Asintió con la cabeza mientras su único ojo recorría lentamente la sala.
—Montones de cadáveres —dijo con un susurro.
—Cuarenta y nueve —certificó Amistoso—. Siete veces siete.
—Fíjate, si añadimos el tuyo, serán cincuenta.
Y se echó hacia delante, dando a entender que iba a descargar un hachazo desde arriba, que, gracias a su rápido juego de tobillos, se convirtió en un tajo horizontal y mucho más bajo. Amistoso lo evitó con un salto y bajó su cuchilla hacia la cabeza del norteño. Pero Escalofríos levantó su escudo justo a tiempo, de suerte que la cuchilla se estrelló con un ruido de herrería en su mellado umbo, enviando una sacudida a Amistoso que le subió por el brazo derecho y le llegó hasta el hombro. Tiró una cuchillada hacia el costado de Escalofríos mientras éste pasaba a su lado, la cual, a pesar de que el brazo del presidiario se enredase con el asta del hacha, consiguió hacerle un largo corte en las costillas. Amistoso se volvió y levantó la cuchilla para rematar la faena, pero recibió un codazo en la garganta que le hizo tambalearse y estar a punto de tropezarse con un cadáver.