La mejor venganza (57 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—¿Estás seguro? —preguntó ella.

—Sí. —Había visto media Styria… Westport, Sipani, Visserine, y muchas de las regiones que se encontraban entre ellas, y las odiaba a todas. Aunque al lado de Sajaam se hubiese sentido inútil y asustado, porque no dejaba de pensar en Seguridad, todos los días pasados en su fumadero, el olor del humo, las interminables apuestas a las cartas, las rutinarias rondas para recaudar el dinero de los tugurios, los escasos momentos de violencia predecible y bien estructurada, le parecían para entonces un sueño agradable. Fuera de allí, donde cada día aparecía cubierto por un cielo diferente, no había nada para él. Murcatto era el caos, y ya no quería tener que ver nada con ella.

—Pues llévate esto —y le ofreció la bolsa que sacó de su casaca.

—No estoy aquí por tu dinero.

—Llévatelo de todas formas. Es mucho menos de lo que te mereces. Quizá pueda hacer que el viaje te resulte más placentero —y se la puso en la mano, apretándola con fuerza.

—Suerte durante el regreso —dijo Escalofríos.

Amistoso asintió y dijo:

—Hoy el mundo está hecho de seises.

—Pues dejas a seis a tu espalda.

—Así debe ser, lo quiera o no —Amistoso recogió los dados con la mano, los envolvió cuidadosamente con la gamuza y se los guardó en la casaca. Y, sin mirar hacia atrás, se metió entre la muchedumbre que se alineaba al lado del puente, en sentido contrario a la interminable corriente que formaban los soldados, por encima de la interminable corriente de las aguas. Dejó ambas atrás y se dirigió hacia la parte más pequeña de la ciudad, situada en la ribera occidental del río. Se entretendría contando los pasos que faltaban para llegar a Talins. Desde que se había despedido de ellos ya eran trescientos sesenta y seis…

—¡Maese Amistoso!

Frunció el ceño y giró en redondo, con las manos preparadas para empuñar el puñal y la cuchilla. Una figura se apoyaba con indolencia en un portal situado al otro lado de la calle, con brazos y piernas cruzados, el rostro velado por las sombras.

—¿Qué probabilidad había de encontrarte en este sitio? —la voz le parecía terriblemente familiar—. Bueno, tú entiendes de probabilidades más que yo, ya lo sé. Pero, de cualquier modo, estarás de acuerdo conmigo en que es una afortunada coincidencia.

—Lo estoy —dijo Amistoso, que comenzaba a sonreír al darse cuenta de quién era.

—Diantre, me siento como si acabara se sacar una pareja de seises…

El fabricante de ojos

Cuando Escalofríos empujó la puerta y entró en la tienda, seguido de Monza, sonó una campanilla. Dentro apenas se veía. La luz se filtraba por la ventana, creando un dardo de partículas de polvo que moría en el mostrador de mármol y en la sombría estantería apoyada en una pared. Detrás de todo aquello, bajo una lámpara que oscilaba, había una silla bastante grande, provista de un respaldo de piel donde apoyar la cabeza. Hubiera parecido cómoda de no ser por las correas que la cruzaban de uno a otro lado. En la mesita dispuesta cerca de ella podía ver varios instrumentos de cirugía colocados en fila. Escalpelos, agujas, abrazaderas, tenazas…

Aunque aquella habitación hubiera debido producirle algún escalofrío a tenor de su sobrenombre, no sintió ninguno. Le habían quemado un ojo y él había vivido para aprender la lección. El mundo apenas contenía más horrores que pudieran impresionarle. Sonrió al pensar lo asustado que siempre había estado. Asustado de todo y por todo. Dejó de sonreír, porque se le ponía tirante la piel de la enorme herida que tenía bajo las vendas y le dolía toda la cara.

El tintineo de la campanilla hizo que un hombre apareciese por una puerta, un hombrecillo de piel oscura y cara de disculpas que se frotaba las manos muy nervioso. Preocupado porque hubiesen entrado para robarle o, lo más seguro, porque el ejército de Orso no se encontraba muy lejos. Toda la gente de Puranti parecía preocupada, asustada por haber perdido todo lo que tenían. Excepto Escalofríos. Él no tenía mucho que perder.

—Señor, señora, ¿en qué puedo ayudarles?

—¿Es usted Scopal? —preguntó Monza—, ¿el fabricante de ojos?

—Soy Scopal —dijo, haciendo una reverencia dominada por los nervios—, científico, cirujano, médico, especialista en todo lo que tenga que ver con la vista.

Escalofríos deshizo el nudo que tenía por detrás de la cabeza y dijo:

—Con eso me basta —y comenzó a desenrollar las vendas—. La cuestión es que he perdido un ojo.

—¡Oh, amigo mío, no diga que lo ha perdido! —el cirujano comenzaba a animarse. De hecho, se acercó a la ventana—. No diga que lo ha perdido hasta que yo no compruebe el daño. ¡Se sorprenderían al ver todo lo que es posible conseguir! ¡La ciencia avanza a saltos cada día!

—Me falta un ojo, bastardo saltarín.

Scopal chasqueó la lengua sin ningún motivo en particular y comentó:

—Ah… una gran elasticidad. Sepa que he devuelto parte de la vista a personas que creían haberse quedado ciegas de por vida. ¡Dijeron que era un mago! Dijeron que era… un…

Escalofríos terminó de quitarse las vendas, sintiendo la frialdad del aire en su piel sensible, y se le acercó aún más, adelantando la parte izquierda de su rostro mientras decía:

—¿Y bien? ¿Qué dice ahora? ¿Cree que la ciencia podrá dar un salto tan grande?

—Mis disculpas —el hombrecillo asintió con mucha educación—. Pero no se asuste. ¡He realizado grandes descubrimientos en el área de los trasplantes!

Escalofríos se acercó medio paso más y le dominó con toda su estatura, para luego preguntarle:

—¿Acaso le parezco asustado?

—Claro que no, en absoluto. Sólo quería decir… bueno… —Scopal se aclaró la garganta y se acercó lentamente hacia la estantería—. El proceso que suelo emplear en una prótesis ocular es…

—¿Qué cojones es eso?

—Un ojo postizo —explicó Monza.

—Oh, es más, mucho más que todo eso —Scopal tiró de un cajón de madera. Dentro de él había seis ojos de metal que brillaban como la plata—. Se inserta en la fosa ocular una esfera perfecta de purísimo acero de Midderland, y allí se queda para siempre. —Bajó un cartón de forma circular y se lo acercó con un llamativo movimiento de la muñeca. Estaba lleno de ojos. Azules, verdes, marrones. Aunque cada uno de ellos tuviera el color y el brillo de un ojo auténtico, e incluso una o dos venillas rojas en su parte blanca, se parecían tanto a un ojo de verdad como un huevo cocido. Scopal apuntó con un dedo a su mercancía y dijo con cierta pedantería—: Uno de estos esmaltes curvos se pinta con mucho cuidado, para que cuadre perfectamente con el otro ojo, y luego se inserta entre el párpado y la esfera metálica. Aunque sean propensos a soltarse y haya que cambiarlos con cierta regularidad, créanme, los resultados son sorprendentes.

Los ojos postizos miraban fijamente a Escalofríos.

—Son como ojos de muerto.

Se hizo una pausa incómoda.

—Claro que sí, cuando están pegados en el cartón, pero bien puestos en el rostro de una persona viva…

—Creo que no está mal. Los muertos no mienten, ¿verdad? Se acabaron las mentiras —Escalofríos fue hacia el otro lado de la tienda, se dejó caer en la silla, se acomodó en ella y cruzó las piernas—. Adelante.

—¿Ahora?

—¿Por qué no?

—El acero tarda una o dos horas en estar a punto. Para preparar un juego de esmaltes necesito al menos quince días… —Monza arrojó un puñado de monedas de plata al mostrador, que tintinearon al desparramarse por su superficie pétrea. Scopal agachó humildemente la cabeza—. Me las apañaré con lo que tenga, y todo lo demás estará preparado para mañana por la tarde —aumentó tanto el brillo de la lámpara, que Escalofríos tuvo que cubrirse el ojo bueno con una mano—. Habrá que practicar unas cuantas incisiones.

—¿Unas qué?

—Unos cortes —explicó Monza.

—Pues claro. Nada de lo bueno que hay en esta vida se consigue sin una hoja, ¿verdad?

Scopal revolvió el instrumental de la mesita y explicó:

—Y después coserlas, y quitar la carne superflua…

—¿Es como sacar la madera podrida? Estoy preparado. Comencemos ahora mismo.

—¿Puedo sugerirle que se fume una pipa?

—Joder, pues claro —Monza lo había dicho con voz muy baja.

—Sugerencia aceptada —dijo Escalofríos—. Estoy harto del dolor que he pasado durante las últimas semanas.

El fabricante de ojos asintió con la cabeza y cargó aún más la pipa.

—Recuerda cuando te cortaron el pelo —dijo Monza—. Al primer tijeretazo te pusiste tan nervioso como un cordero.

—Uh. Es verdad.

—Y ahora mírate, a punto de que te pongan un ojo.

—Un hombre sabio me dijo en cierta ocasión que había que ser realista. Qué extraño resulta lo deprisa que cambiamos cuando no podemos hacer otra cosa.

—No cambies deprisa —dijo ella, mirándole preocupada—. Tengo que irme.

—¿No tienes estómago para los asuntos que tienen que ver con los ojos?

—Tengo que renovar un antiguo conocimiento.

—¿Un antiguo amigo?

—Un viejo enemigo.

—Cómo no, lo que más te gusta. Intenta que no te maten, ¿de acuerdo? —y volvió a tumbarse en la silla, apretando bien fuerte la tira que le sujetaba la cabeza—. Aún nos queda trabajo por hacer —cuando cerró el ojo, la luz de la lámpara se volvió rosada a través de su párpado.

El Príncipe de la Prudencia

El gran duque Rogont había instalado su cuartel general en las dependencias de los Baños Imperiales. El edificio seguía siendo uno de los mayores de Puranti, al punto de cubrir con su sombra la mitad de la plaza situada en la parte este del viejo puente. La mitad de su amplio frontón y dos de las seis imponentes columnas que antaño lo sujetaran se habían colapsado a lo largo de varias generaciones, pues era la costumbre que se aprovechara la piedra con que había sido construido para levantar las desiguales paredes de edificios más recientes y baratos. La manchada sillería estaba cubierta de musgo, hiedra muerta e, incluso, un par de arbolillos que no se resistían a secarse. Era muy posible que los baños fuesen muy importantes cuando el edificio había sido construido, antes de que todos los habitantes de Styria decidieran matarse entre sí. Tiempos felices, en los que la mayor preocupación de todo el mundo consistía en tener el agua lo más caliente posible. Pero aquel edificio a punto de caerse, que quizá hubiera sido testigo de las glorias de una era caduca, ilustraba de manera elocuente la larga decadencia de Styria.

A Monza todo aquello le importaba un comino, porque tenía otras cosas en la cabeza. Esperó a que se hiciera un hueco entre dos de las compañías del ejército en retirada de Rogont y entró a empujones en la plaza. Luego subió por los agrietados peldaños que conducían a los Baños, intentando contonearse como antaño, a pesar de que el hueso roto de la cadera se moviera en su articulación y le lanzase unos pinchazos de dolor que se le metían por el ano. Echó la capucha hacia atrás y miró fijamente al centinela que estaba más cerca, un veterano canoso, tan ancho como una puerta, con una cicatriz debajo de una de sus mejillas descoloridas.

—Tengo que hablar con el duque Rogont —dijo ella.

—Por supuesto.

—Soy Mon… ¿cómo dice? —esperaba tener que dar explicaciones. Incluso que se rieran de ella. Y que la ahorcasen de una de las columnas. Pero no que le dejasen pasar.

—Usted es la general Murcatto —el soldado exhibió en su canosa boca lo que más se parecía a una sonrisa—. Y la están esperando. Pero tendrá que dejarme su espada Ella se la entregó con cara de pocos amigos, porque antes habría preferido bajar los escalones a patadas.

Al otro lado de la puerta había una sala de mármol que contenía una enorme piscina. Rodeada por unas columnas muy altas, su agua oscura olía a podrido. Su viejo enemigo el gran duque Rogont, vestido con un sobrio uniforme de color gris, los labios apretados por la concentración, se inclinaba sobre el mapa desplegado encima de una mesita. Una docena de oficiales se arracimaba en torno a él, con tantos bordados de oro encima que bien habrían podido enjarciar una carraca. Dos de ellos levantaron la vista cuando Monza rodeó el fétido estanque para llegar a donde estaban.

—Es ella —decía uno de ellos, frunciendo los labios.

—Mur… ca… tto —decía otro, separando las sílabas como si su simple apellido fuese veneno. Y claro que lo era para ellos. Durante los últimos años se había burlado de aquellos hombres, y ya se sabe que el hombre, cuanto más burlado resulta, menos se preocupa de darlo a entender. Pero, como había dicho Stolicus,
cuando el general se quede con muy pocos hombres, siempre deberá permanecer a la ofensiva
. Por eso Monza caminó sin prisas, metiendo descuidadamente el pulgar de su mano izquierda, que llevaba vendada, en el cinturón, como si aquellos baños fuesen suyos y ella la única en llevar espada.

—Pero si es el Príncipe de la Prudencia, el duque Rogont. Bienvenida sea Su Precavida Alteza. Para llevar siete años en continua retirada, veo que habéis reunido un buen grupo de camaradas de aspecto marcial. A menos que hayáis decidido dejar de retiraros —dejó que aquellas palabras hicieran efecto durante un instante—. Oh, un momento. No os estáis retirando.

Entonces algunas barbillas se levantaron con altanería y una o dos fosas nasales resoplaron. Mientras tanto, los oscuros ojos de Rogont se apartaron lentamente del mapa sin sobresaltarse, quizá levemente cansados, pero aún hermosos y tranquilos, tanto que resultaban irritantes.

—¡General Murcatto, es todo un placer! —dijo él—. Me habría gustado encontrarla después de alguna batalla importante, preferiblemente en condición de prisionera alicaída, pero me temo que mis victorias hayan sido escasas.

—Tanto como la nieve de verano.

—Al contrario que las suyas, siempre vestida de gloria. Me siento casi desnudo ante su victoriosa aureola —miró hacia el fondo de la sala—. Pero, dígame: ¿Por dónde andan ahora esas Mil Espadas suyas que lo conquistan todo?

—Fiel Carpi me las quitó —Monza se chupaba los dientes.

—¿Sin pedirle permiso? Qué… maleducado. Me temo que usted se preocupa demasiado por los aspectos militares y muy poco por los políticos. Y también me temo que a mí me pasa lo contrario. Aunque, como dijera Juvens,
las palabras pueden tener más poder que las espadas
, he descubierto a mis expensas que en ciertas ocasiones nada puede sustituir al aguzado metal.

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