La mejor venganza (60 page)

Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

Monza dio uno o dos pasos como si estuviese borracha, para luego casi doblarse en dos.

—Tengo que dejar de fumar —musitó y volvió a escupir bilis.

—Claro que sí. En cuanto me salga un ojo nuevo —la agarró por el codo y tiró de ella hacia donde se terminaba el callejón, viendo a la gente que pasaba por la soleada calle. Se detuvo al llegar a la esquina, miró rápidamente hacia uno y otro lado, pasó el brazo de ella por encima de su hombro y siguió caminando.

Excepto por los tres cadáveres, la habitación estaba vacía. Shenkt se dirigió lentamente a la ventana, rodeando con mucho cuidado la mancha de sangre que cubría las tablas del suelo, y echó un vistazo. No había ni rastro de Murcatto y del norteño tuerto. Le agradó que hubiesen escapado, porque así nadie podría adelantársele y atraparlos. Eso era algo que no podía permitirse. Porque cuando Shenkt aceptaba un trabajo, hacía todo lo posible para terminarlo.

Se agachó y descansó los antebrazos en las rodillas, dejando caer las manos. Apenas había hecho más estropicio con Malt y sus siete amigos que el que Murcatto y su norteño habían hecho con aquellos tres. Las paredes, el suelo, el techo, la cama, todo estaba manchado o salpicado de sangre. Un hombre yacía al lado de la chimenea, la cabeza convertida en pulpa. El otro estaba boca abajo, la parte posterior de su camisa llena de puñaladas y empapada en sangre. La mujer tenía una cuchillada en la garganta que parecía una segunda boca.

Debía de ser Nim la Afortunada. Só lo que la fortuna la había abandonado.

—Entonces, Nim a secas.

Algo brillaba en un rincón. Se agachó para cogerlo y lo orientó hacia la luz. Un anillo de oro con un rubí muy grande, tan rojo como la sangre. Era un anillo demasiado elegante para aquella escoria. ¿Sería el anillo de Murcatto? ¿Recién sacado de su dedo? Lo puso en uno de los suyos, agarró el cadáver de Nim por un tobillo y lo arrastró hasta la cama, canturreando mientras le quitaba toda la ropa.

Como su pierna derecha presentaba en el muslo una erupción escamosa, escogió la izquierda para cortarla, nalga incluida, con tres movimientos precisos de su cuchilla de carnicero. Apartó el hueso de la articulación de la cadera con un rápido juego de muñeca, cortó el pie con dos golpes de la curva hoja, apretó con el cinturón de aquella mujer la pierna que le acababa de cortar para que se mantuviese doblada, y luego la guardó en la bolsa que llevaba.

Así que sería un buen filete de cuarto trasero, cortado muy delgado y frito en la sartén. Siempre llevaba consigo una mezcla especial de cuatro especias de Sulkuj, muy molidas, como a él le gustaban. Además el aceite de la región que circundaba Puranti tenía un magnífico sabor a nueces. Luego sal y pimienta molida. La buena carne dependía por completo del condimento. Rosada en el centro, pero sin que sangrase. Shenkt jamás había podido comprender que a la gente le gustase una carne que sangrara, algo que a él le desagradaba con sólo pensarlo. Con unas chalotas. Quizá cortase unas verduras en cuadraditos y preparase un guiso con zanahorias, trufas y setas, y un caldo con los huesos, añadiendo una pizca de ese vinagre añejo de Muris para darle…


Humm.

Movió lentamente la cabeza, como asintiendo, limpió cuidadosamente la cuchilla, se puso la bolsa en el hombro, se volvió hacia la puerta y esperó.

Como antes había pasado por una panadería, pensó en las hogazas finas, crujientes y recién hechas que había visto en su escaparate. En el olor del pan reciente. En el aroma glorioso de las cosas sencillas y bien hechas. Habría sido un buen panadero si no se hubiese dedicado… a lo que se dedicaba. Si nunca le hubieran llevado ante su viejo maestro. Si no hubiera seguido el camino que le ofrecían y se hubiese rebelado contra él. Qué bueno tenía que estar ese pan, pensaba en aquel momento, partido en rebanadas y bien untado con un paté espeso. Quizá con carne de membrillo, o algo parecido, y un buen vaso de vino. Volvió a sacar la cuchilla y la introdujo en la espalda de Nim la Afortunada para hacerse con su hígado.

A fin de cuentas, a ella ya no le servía para nada.

Esfuerzos heroicos para comenzar de nuevo

La lluvia cesó, el sol apareció por encima de los terrenos de la granja y un tenue arco iris bajó por el cielo gris. Monza se preguntó si habría algún claro de los elfos en el punto donde tocaba la tierra, como solía decir su padre. O si sólo habría mierda, como afirmaba todo el mundo. Se inclinó en la silla y lanzó un escupitajo al trigo.

Quizá sólo hubiera mierda de elfo.

Echó hacia atrás la capucha mojada y miró hacia el oeste, viendo que las cortinas de agua se acercaban a Puranti. Si había algo de justicia, lo más seguro es que descargasen un diluvio sobre Fiel Carpi y las Mil Espadas, cuyos exploradores apenas debían de estar a más de un día a caballo. Pero no había justicia, y Monza lo sabía. Las nubes mean donde les apetece.

Los húmedos trigales del invierno estaban salpicados con manchas de flores rojas, como los restos de sangre que surcaban la tierra de toda la región. Pronto llegaría el tiempo de la cosecha, aunque no hubiera nadie para recogerla. Rogont hacía lo que se le daba mejor: retroceder, obligando a los granjeros a coger todo lo que pudieran cargar encima y llevárselo consigo a Ospria. Sabían que las Mil Espadas estaban a punto de llegar y que era lo mejor que podían hacer. No había saqueadores más infames que los hombres a los que Monza había mandado antaño.

Como había dicho Farans:
El pillaje es un robo a tan gran escala que trasciende el simple crimen y entra en la arena de la política.

Se le había perdido el anillo que le regalara Benna. Se había dado cuenta al tocarse el dedo corazón con el pulgar y descubrir con desagrado que ya no estaba en su sitio. Aunque un trozo de piedra preciosa, por bonito que fuese, no cambiaba el hecho de que Benna hubiera muerto, el hecho de extraviarlo le hacía sentir que, en cierto modo, acababa de perder aquella pequeña parte de su hermano a la que siempre se había agarrado. Una de las pequeñas partes de ella misma que aún le quedaban y que valía la pena conservar.

Pensó que había sido afortunada por no perder en Puranti más que un anillo. Se había descuidado, y eso había estado a punto de costarle la vida. Tenía que dejar de fumar. Comenzar de nuevo. Tenía que hacerlo, a pesar de que los últimos días estuviese fumando más que nunca. Cada vez que se despertaba de aquellos olvidos tan dulces se decía que sería la última, pero pocas horas después sudaba de desesperación por todos los poros de su cuerpo. Cada vez que se resistía le suponía un esfuerzo heroico, pero ella no era ninguna heroína, aunque la gente de Talins la hubiese aclamado antaño como a tal. Tiró la pipa y luego, presa del pánico, compró otra. No sabía cuántas veces había ocultado la menguante bola de cáscaras prensadas en el fondo de tal o cual bolsa. Aunque, como no tardó en descubrir, el autentico problema residía en querer ocultarse algo a sí misma.

Porque una siempre sabe dónde está escondido lo que esconde.

—No me gusta esta tierra —Morveer se movía en el pescante mientras recorría con la mirada la extensión plana de terreno—, porque es muy buena para hacer emboscadas.

—Por eso estamos en ella —replicó Monza. Los setos, los viejos troncos de los árboles, las casas marrones y los graneros, solos o en grupos, que se extendían por los campos estaban llenos de sitios donde ocultarse. Apenas se movía nada. Apenas les llegaba un sonido que no fuese el de los cuervos, el del viento al hacer ondear la lona de la carreta, el de las ruedas que chirriaban o salpicaban barro al caer en algún bache.

—¿No cree que ha sido imprudente al depositar su fe en Rogont?

—No se ganan las batallas con la prudencia.

—No, pero la empleamos al planear un asesinato. Es
más que notorio
que Rogont no es de fiar, incluso siendo un gran duque, por no mencionar que es un viejo enemigo de usted.

—Sólo puedo fiarme de él en lo que concierne a su propio interés —la pregunta le resultaba de lo más irritante, como si ella no se la hubiera hecho junto con otras más desde que habían salido de Puranti—. Aunque matar a Fiel Carpi apenas le suponga a él ningún riesgo, tendrá que pagar una barbaridad de dinero si las Mil Espadas se pasan a su bando.

—No creo que ésa deba ser su mayor preocupación. ¿Qué pasaría si nos
abandonaran
en este sitio por el que va a pasar un ejército? Usted… me pagó para matar a la gente de una en una, no para combatir en una guerra sin…

—Le pagué para que matase en Westport a una persona, y usted liquidó a cincuenta de una tirada. Así que no necesito que me dé lecciones respecto a cómo debo tener prudencia.

—Apenas llegaron a cuarenta, y sólo fue el resultado de las medidas adoptadas para matar a su hombre, que no fueron pocas. ¿Acaso pasó menor factura la carnicería realizada en la Casa del Placer de Cardotti? ¿O la ocurrida en el palacio del duque Salier? ¿O la de Caprile? ¡Discúlpeme por no tener
mucha
fe en su habilidad para mantener la violencia a raya!

—¡Ya basta! —dijo Monza de muy malos modos—. ¡Usted es como una cabra que no deja de balar! ¡Haga el trabajo por el que le pago y nada más!

Morveer detuvo la carreta con un tirón de riendas y Day chilló cuando estuvo a punto de que se le cayera la manzana.

—¿Así me da las gracias por rescatarla tan a tiempo en Visserine? ¿Después de que ignorase de manera tan
inequívoca
mi sabio consejo?

Arrellanándose entre los suministros que ocupaban la parte trasera de la carreta, Vitari alargó un brazo y dijo:

—Aquel rescate fue, sobre todo, obra mía. Nadie me ha dado las gracias.

—¡Quizá debiera buscarme un patrón más agradecido! —Morveer la ignoraba.

—¡Y yo un jodido envenenador más obediente!

—¡Creo…! Un momento. —Morveer levantó un dedo y apretó los ojos con fuerza—. Creo… —abrió la boca e inspiró profundamente, reteniendo el aire durante un momento para luego echarlo lentamente. Luego volvió a repetir el mismo proceso. Escalofríos llegó hasta ellos y enarcó una ceja para que Monza lo viese. Morveer seguía inspirando y expirando. Entonces abrió los ojos e hizo una mueca tan falsa que daba ganas de vomitar—. Creo… que, sinceramente, debo disculparme.

—¿Cómo dice?

—Me doy cuenta de que… en ocasiones resulto una compañía incómoda —aunque Morveer torciera el gesto al escuchar la risotada de Vitari, siguió hablando—. A pesar de que siempre parezca oponerme, puedo asegurarle que sólo lo hago porque deseo que usted y su aventura acaben de la mejor manera. Siempre he considerado que mi exceso de intransigencia en conseguir la excelencia era mi punto flaco. Para la persona que quiere convertirse en su humilde servidor, nada hay más importante que la adaptabilidad. ¿Puedo pedirle que… para dejar atrás estas molestias, haga un heroico esfuerzo conmigo? —soltó las riendas y la carreta volvió a ponerse en marcha—. ¡Lo siento! ¡Es un nuevo comienzo! —aún sonreía por encima del hombro.

Cuando Day pasó a su lado, moviéndose ligeramente en el asiento, Monza la miró a los ojos. La chica rubia enarcó las cejas, llegó hasta el corazón de la manzana y lo arrojó al campo. Vitari seguía en la parte trasera de la carreta, quitándose la casaca y poniéndola encima de la lona.

—Está saliendo el sol. Un nuevo comienzo —se llevó una mano al pecho y señaló toda la extensión de tierra—. Y, ¡aaaaaaag, un arco iris! ¡Dicen que sale un claro de los elfos en el sitio donde toca el suelo!

Monza se rió. Le parecía más probable ir a parar a un claro de los elfos antes de que Morveer tuviese su nuevo renacer. Confiaba menos en aquella súbita docilidad suya que en sus críticas interminables.

—Quizá sólo esté buscando que alguien le quiera —la voz de Escalofríos le llegaba como un susurro nada más reanudar la marcha.

—Si los hombres cambiasen sólo con eso… —dijo Monza, chasqueando los dedos delante del rostro de él.

—Pues sólo pueden cambiar por eso, ¿no crees? Sé que los hombres son frágiles. No se les puede moldear para que adopten formas nuevas. Hay que romperlos. Hay que aplastarlos.

—Quizá haya que quemarlos. ¿Cómo va tu cara? —preguntó con un susurro.

—Me pica.

—¿Te dolió cuando te operó el fabricante de ojos?

—Pues, en una escala comprendida entre lo que te duele un dedo del pie al darte un tropezón y lo que sientes cuando te queman un ojo, el dolor estuvo bastante cerca de lo primero.

—Como casi todo.

—¿Y que te tiren montaña abajo?

—No es tan malo, siempre que no te muevas. Sólo duele un poco cuando quieres volver a ponerte de pie —aquellas palabras suscitaron la mueca perversa que era tan frecuente en él, aunque menos siniestra de lo usual. Lo cual no era extraño después de todo lo que había pasado. De lo que ella le había hecho pasar—. Supongo… que tendría que haberte dado las gracias por salvarme la vida una vez más. Se está convirtiendo en un hábito.

—Me pagas para que lo haga, ¿no es así, jefa? Como solía decir mi padre, el trabajo bien hecho ya es una recompensa en sí. De hecho, me siento bien al hacerlo. Como luchador, soy alguien a quien hay que respetar. Respecto a todo lo demás, sólo soy el tío mierda que se pasó doce años guerreando sin ganar a cambio nada más que pesadillas sangrientas y un ojo menos. Pero aún guardo intacto mi orgullo. Creo que uno tiene que comportarse como lo que es, porque de otro modo no es nada, aunque pretenda serlo. Y, ¿quién querría pasar toda la vida pretendiendo ser lo que no es?

Buena pregunta. Como dejaban detrás la parte más alta del terreno, Monza tuvo la suerte de dejar sin respuesta aquella pregunta. Los restos de la calzada imperial se estiraban a lo lejos, una tira marrón que recorría el campo. A pesar de tener ya ocho siglos, aquellas calzadas seguían siendo las mejores carreteras de Styria. Desde entonces suponían un mudo y triste comentario al ejercicio del liderazgo. Cerca había una granja. Una casa de piedra con dos pisos, las ventanas cerradas, un tejado de tejas rojas que se había vuelto marrón oscuro por los años, un pequeño establo de forma cúbica al lado. Una alta valla de piedras en seco, cubiertas de líquenes, rodeaba un patio enfangado en el que picoteaba una pareja de pájaros enflaquecidos. Un granero de madera enfrente de la casa, con el tejado derruido en la parte central. Una veleta con forma de serpiente voladora se movía de manera desaliñada junto a su chimenea ladeada.

Other books

Manroot by Anne J. Steinberg
Three Days of Night by Tracey H. Kitts
Lone Wolf: The Hunt by Cooney, M.A.
Beautiful Broken Mess by Lauren, Kimberly
Give Me You by Caisey Quinn