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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (66 page)

Tiró de las riendas con la mano derecha y llevó a una andadura más cómoda su montura, que no tardó en relinchar cuando avanzó lentamente para relajar sus cansadas extremidades de tan dura cabalgada. Vio que Carpi se levantaba del suelo como un borracho, enredado con su larga capa roja, manchado y salpicado de barro. Aunque se sorprendiera al verlo aún con vida, no se sintió molesta en absoluto. Gobba, Mauthis, Ario, Ganmark, todos habían tomado parte en lo que Orso les hiciera a ella y a su hermano, y pagado por su crimen. Pero ninguno de ellos había sido amigo suyo. Fiel había cabalgado a su lado. Comido con ella. Bebido de su cantimplora. Sonrió, sonrió y luego la apuñaló cuando le convino y le quitó el sitio.

Acababa de decidir que la venganza sería larga.

Carpi dio un paso incierto, el rostro ensangrentado, la boca completamente abierta, los ojos tan grandes como platos. Entonces la vio. Ella le saludó con una mueca, levantando su arma y lanzando un alarido. Como hace el cazador al descubrir al zorro en un claro. Él intentó desesperadamente llegar a la linde del campo, el brazo herido apretado contra el pecho, el astil del cuadrillo de ballesta asomando por su hombro.

Su mueca creció al acercársele lo suficiente para escuchar su resuello, mientras él intentaba llegar a la corriente. La sola contemplación de aquel bastardo traidor que se arrastraba para salvar la vida la recompensó por todo lo que había tenido que aguardar. Carpi desenvainó la espada con la mano izquierda y se sirvió de ella como una muleta para seguir avanzando.

—¡Se tarda bastante tiempo en aprender a usar la otra mano! —dijo ella—. ¡Bien lo sé yo! ¡Pero tú no has tenido el mismo cochino tiempo que yo, Carpi! —aunque ya estuviese muy cerca del arroyo, caería sobre él antes de que llegase, y lo sabía.

Se volvió y levantó la espada de manera muy desmañada. Ella tiró de las riendas y llevó su montura hacia un lado, de suerte que Carpi sólo pudo golpear el vacío. Monza se apoyó en los estribos y tiró un lanzazo hacia abajo, dándole en un hombro, arrancándole la armadura, haciéndole un buen agujero en la capa y obligándole a caer de rodillas mientras su espada se quedaba clavada en la tierra. Él gimió y apretó los dientes, la sangre derramándose por debajo de su peto mientras intentaba ponerse de pie. Monza sacó una bota del estribo, acercó más su caballo y le atizó un puntapié en la cara que le lanzó la cabeza hacia atrás y a él le envió, rodando, hasta el arroyo.

Clavó la punta de la lanza en el suelo, pasó la otra pierna por encima de la silla y descabalgó. Se detuvo un momento para observar que Carpi intentaba hacer todo lo posible para que la vida regresase a sus piernas entumecidas. Luego levantó la lanza, respiró larga y profundamente, y comenzó a bajar hacia el borde del agua.

El molino no estaba lejos, con su noria impulsada lenta y estruendosamente por el agua que a ella llegaba. La orilla de enfrente estaba protegida por una piedra de aspecto áspero que se hallaba cubierta de moho. Carpi maldecía mientras la manoseaba al intentar subir hasta la tierra situada más arriba. Pero como su armadura pesaba mucho, por no hablar de la capa, completamente empapada de agua, del cuadrillo que tenía clavado en un hombro y del lanzazo que había recibido en el otro, no podía. Por eso avanzó tenazmente a lo largo de la orilla con el agua a la cintura, mientras ella le seguía como una sombra, la lanza alta, una mueca burlona en el rostro.

—Nunca cejas en tu empeño, Carpi. Eso te lo concedo. Nadie podrá llamarte cobarde. Sólo idiota y estúpido —lanzó una risotada forzada—. No puedo creer que te hayas metido en la mierda donde ahora te encuentras. Hubieras debido conocerme mejor tras tantos años a mis órdenes. ¿Acaso creías que me limitaría a esperar sentada, llorando por todos mis infortunios?

Sin perder de vista la punta de su lanza, Carpi se adentró en el agua. Su respiración se hizo más fatigosa cuando respondió:

—Ese maldito norteño me engañó.

—Como si en los tiempos que corren pudieses confiar en alguien. Deberías haberme apuñalado en el corazón, y no en las tripas.

—¿En el corazón? —Carpi se burlaba—. ¡Pero si no tienes corazón! —avanzó hacia ella con una daga. Luego, chapoteando en el agua con las manos, le envió una lluvia de gotas que brillaron al sol. Ella lo alanceó, sintiendo que el asta de su arma brincaba en su mano derecha, siempre con dolor, al tocarle en la cadera y hacerle caer de espaldas. Carpi se levantó a duras penas y, mientras apretaba los dientes con mucha fuerza, exclamó—: ¡Al final resulto ser mejor que tú, escoria asesina!

—Si eres mucho mejor que yo, ¿cómo es posible que estés en medio del río y yo sea la que tiene la lanza, so cabrón? —describió pequeños círculos con la punta de la lanza, viéndola brillar por estar mojada—. Nunca cejas en tu empeño, Carpi, eso te lo concedo. Nadie podrá llamarte cobarde. Sólo jodido mentiroso. Y traidor.

—¿Yo, traidor? —se apoyaba en la pared para llegar hasta la noria, que seguía moviéndose tan despacio como antes—. ¿Yo? ¿Después de todos los años que estuve a tu lado? ¡Quise ser leal a Cosca! ¡Y demostrarle fidelidad! ¡Me llaman Fiel! —golpeó su peto mojado con la mano que tenía llena de sangre—. Y eso es lo que soy. Eso es lo que era. ¡Porque tú me lo robaste! ¡Tú y el mierda de tu hermano!

—¡Yo no arrojé a Cosca montaña abajo, bastardo!

—¿Crees que quería hacerlo? ¿Crees que he querido hacer todo esto? —podía ver que el viejo mercenario lloraba mientras intentaba alejarse de ella—. ¡No soy de plomo! ¡Ario fue a verme y me dijo que Orso había decidido que ya no se podía confiar en ti! ¡Que había que echarte! Que tú eras el pasado y yo el futuro, y que la mayoría de los capitanes estaban de acuerdo. Así que tomé el camino fácil. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

Monza ya no disfrutaba con la situación.
Pero Cosca es el pasado, y yo he decidido que usted sea el futuro
. Benna sonreía a su lado.
Es mejor así. Tú tienes que mandar
. Recordó que ella también había tomado el camino fácil. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

—Hubieras podido avisarme, ofrecerme la posibilidad de…

—¿Como tú avisaste a Cosca? ¿Cómo tú me has avisado a mí? ¡Que te jodan, Murcatto! ¡Tú indicabas el camino con un dedo y yo lo seguía, eso es todo! ¡Tú sembrabas semillas de sangre y recogías una cosecha de sangre, para luego esparcir esas semillas por toda Styria, y vuelta a empezar! i Sólo tú eres la responsable de tu desgracia! ¡Sólo tú… ah! —echó los hombros hacia atrás y se llevó una mano al cuello. Su elegante capa acababa de ondear al viento para meterse entre las palas de la noria. La tela de color rojo, cada vez más tirante, le arrastraba hacia la lenta rueda de madera—. Joder… —metió el brazo que tenía en mejor estado entre las palas llenas de moho, tocó los pernos oxidados de la enorme rueda, pero no pudo detenerlas.

Monza se había quedado callada, casi boquiabierta, sin saber qué decir, con la lanza baja entre las manos mientras él era arrastrado por debajo de la rueda. Comenzaba a sumergirse más y más en aquella agua negra. Ya le llegaba con un borboteo al pecho, y lo cubría, a los hombros, al cuello. Entonces la miró con ojos a punto de salírsele de las órbitas y dijo:

—¡No soy peor que tú, Murcatto! ¡Sólo hice lo que había que hacer! —intentaba mantener la boca por encima del agua cubierta de espuma—. No… soy… peor… que…

Y su rostro desapareció.

Fiel Carpi, que había dirigido cinco cargas para ella. Que había luchado por ella bajo cualquier circunstancia y que nunca la había dejado tirada. Fiel Carpi, a quien hubiera podido confiarle la vida.

Monza entró en el río, y la fría agua rodeó sus piernas. Agarró la mano de Fiel y sintió que sus dedos cogían los suyos. Apretó los dientes y tiró de él, gruñendo por el esfuerzo. Levantó la lanza y la introdujo entre las palas todo lo que pudo, sintiendo que su asta las detenía. Con el agua hasta el cuello, metió su mano enguantada bajo la axila de él para sacarle, haciendo fuerza con todos los músculos de su cuerpo. Sintió que comenzaba a sacarlo, primero un brazo, luego el codo, después el hombro. Con la mano enguantada, comenzó a soltar la fíbula de su capa, pero los dedos no le respondían. Demasiado helados, demasiado entumecidos, demasiado fracturados. Sonó un chasquido, y el asta de la lanza se rompió. La noria comenzó a girar poco a poco, lentamente, con el chirrido metálico que hacían sus engranajes, y devolvió a Carpi al agua.

El agua seguía corriendo. Carpi se soltó de su mano y así terminó todo.

Cinco muertos, quedaban dos.

Monza respiró profundamente. Mientras veía cómo los pálidos dedos de él se deslizaban bajo el agua, vadeó la corriente y subió cojeando hasta una de las márgenes, completamente empapada. Se había quedado sin fuerzas, las piernas le dolían hasta el tuétano, los latidos de dolor de la mano derecha le subían por el brazo y le llegaban hasta el hombro, la herida que tenía en una sien le escocía, los latidos que sentía en la cabeza eran tan fuertes como mazazos. Así que lo único que pudo hacer fue meter un pie en el estribo y hacer acopio de fuerzas para subirse a la silla.

Miró hacia atrás. Sintió un retortijón que le hizo doblarse. Lanzó un escupitajo asqueroso, por lo caliente que estaba, en el barro, y luego otro. La noria, que hasta entonces había estado manteniendo a Fiel por debajo del agua, acababa de dejarle salir a la superficie para girar con ella. Monza pudo ver sus miembros que bailoteaban, su cabeza que iba de un lado para otro, sus ojos abiertos como platos y su lengua que colgaba, así como las escasas algas que rodeaban su cuello. Poco a poco, lentamente, la noria lo levantó por el aire como a uno de esos traidores que se ejecutan en público para ejemplo de todos.

Se limpió la boca con un brazo, sintió que su cabeza dolorida le daba vueltas, se rozó los dientes con la lengua e intentó escupir la amargura que la dominaba. Si hubiera terminado por matarle en medio del río, al menos hubiese muerto con cierta dignidad. ¿Acaso no había sido amigo suyo? Aunque quizá no hubiese sido ningún héroe, ¿quién podía serlo en aquellos tiempos? Sólo había sido un hombre que se mostró todo lo leal que pudo en un asunto turbio, en un mundo de traición. Un hombre que quiso ser leal y que descubrió que la lealtad era algo anticuado. Quizá hubiera debido sacarlo del río y subirlo a la ribera, dejándolo en algún sitio donde descansara en paz. Pero no lo hizo, limitándose a dar media vuelta a su caballo para regresar a la granja.

La dignidad no era de gran ayuda para los vivos, y aún lo era menos para los muertos. Había llegado a aquel lugar para matar a Fiel, y él ya estaba muerto.

No iba a echarse a llorar por eso.

Tiempo de cosecha

Escalofríos se sentaba en los escalones de la alquería, arrancando unas cuantas pielecillas sueltas de las numerosas desolladuras que le cubrían el antebrazo, y viendo a un hombre llorar al lado de un cadáver. Algún amigo, o quizá algún hermano. No intentaba ocultar el llanto, sólo seguía sentado cerca de él, con los hombros caídos y las lágrimas que resbalaban por debajo de su barbilla. Una escena conmovedora, la verdad, siempre que uno se sienta conmovido por ese género de cosas.

Como Escalofríos. De niño, su hermano le había llamado «cerdo seboso» por ser un blando. Había llorado ante la tumba de su hermano y de su padre. También cuando a su amigo Doblan lo atravesó una lanza y sólo tardó dos días en volver a la tierra húmeda. También la noche posterior a la batalla de Dunbrec, cuando enterraron a la mitad de los suyos con Tresárboles. Después de la batalla de los Sitios Altos partió a un lugar que sólo él conocía para soltar una buena cantidad de agua salada. Aunque en aquella ocasión quizá fuera de alegría, porque el combate había finalizado, y no de pena por las vidas que se habían perdido.

A pesar de que no ignorase sus llantos en todas aquellas ocasiones, e incluso sus causas, no podía recordar a aquellos por quienes había llorado. Se preguntó si aún quedaría alguien en el mundo por quien llorar, no estando muy seguro de que fuera a gustarle la respuesta.

Se echó un trago de agua amarga de la cantimplora y observó a los dos soldados de Ospria que examinaban los cadáveres. Uno le dio la vuelta a un muerto para quitarle una bota, haciendo que parte de las tripas se le salieran por la cuchillada que tenía en un costado. Ese mismo soldado, al ver que la bota tenía un agujero en la suela, la tiró a un lado. Escalofríos vio a otros dos soldados con las mangas remangadas. Uno de ellos llevaba una pala al hombro, porque afirmaba que había que cavar para encontrar algo que valiese la pena. Escalofríos se entretuvo observando las moscas que flotaban en aquel aire tan cargado y que ya comenzaban a congregarse alrededor de las bocas abiertas, los ojos abiertos, las heridas abiertas. Pasó revista a las cuchilladas en el cuello, los huesos rotos, los miembros cortados y las entrañas derramadas, la sangre que corría en regueros, los sitios donde ya se había secado, los charcos de rojo oscuro dispersos por el patio, y no sintió la alegría del trabajo bien hecho, pero tampoco asco, culpa o pena. Sólo el picor de las desolladuras, el molesto bochorno de un día caluroso, el cansancio de los miembros magullados y una pizca de hambre, porque se había saltado el desayuno.

Un hombre gritaba dentro de la alquería, que era el lugar donde habían instalado la enfermería. Gritaba y gritaba a voz en cuello, hasta desgañitarse. Pero como el pájaro que estaba en el alero del establo gorjeaba alegremente, Escalofríos descubrió que podía concentrarse en escuchar a uno y olvidar al otro. Sonrió y siguió los trinos del pájaro, volviéndose a apoyar en el marco de la puerta para estirar las piernas. Le pareció que, con el tiempo suficiente, cualquier persona podría llegar a acostumbrarse a lo que fuera. Si dejaba que unos cuantos gritos le impidiesen disfrutar de aquel sitio tan bueno, sería un completo idiota.

Escuchó el ruido de unos cascos de caballo y volvió la cabeza. Era Monza, negra silueta que se recortaba contra el brillante cielo azul mientras bajaba despacio la pendiente. Vio que conducía hasta el corral a su caballo cubierto de sudor y que arqueaba las cejas al descubrir tantos cadáveres. Tenía empapada la ropa, como si se hubiese metido en un río. Una de sus pálidas mejillas estaba manchada de sangre, que también se le pegaba al pelo de aquel lado.

—A la orden, jefa. Me alegra verte —aunque aquellas palabras sonasen sinceras, a ella le parecieron lo contrario. Pero ya no le importaba—. Y Fiel, ¿ha muerto?

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