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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (69 page)

Monza dio un paso hacia él, a punto de soltar una palabrota. Hubo un leve chirrido de metales cuando los oficiales que estaban cerca comenzaron a desenvainar sus espadas. Amistoso le bloqueó el camino, los brazos a ambos lados del cuerpo, las manos caídas, el inexpresivo rostro hacia ella. Monza se detuvo y, apretando con fuerza los dientes, exclamó:

—¡Pero yo tengo que matar a Orso!

—Y, si lo consigues, tu hermano volverá a vivir. ¿Eso es lo que crees? —Cosca echó la cabeza hacia un lado—. ¿Volverás a tener bien esa mano? ¿Es eso?

—Se merece todo lo que le suceda —estaba helada y le picaba todo el cuerpo.

—Ah, lo mismo que todos nosotros. Todos haremos nuestro trabajo sin pensar en las consecuencias. Pero, antes de que acabes con él, ¿a cuántos más se tragará ese miserable ciclón que es tu venganza?

—Lo hago por Benna…

—No. Lo haces por ti. Y lo sé, no lo olvides. Yo he estado en el sitio donde ahora te encuentras, apaleado, traicionado, caído en desgracia, y he salido de él. ¡Mientras puedas seguir matando a la gente, seguirás siendo la grande y temida Monzcarro Murcatto! Sin eso, ¿qué eres? —Cosca frunció los labios—. Una tullida solitaria con un pasado sangriento.

Las palabras se entrecortaban en su garganta cuando replicó:

—Por favor, Cosca, tienes que…

—Yo no tengo que hacer nada. Estamos en paz, ¿recuerdas? Más que en paz, diría yo. Fuera de mi vista, serpiente, antes de que te envíe al duque Orso metida en una tinaja. Norteño, ¿buscas trabajo?

El ojo natural de Escalofríos miró a Monza, que estuvo segura durante un instante de que diría que sí. Pero él movió despacio la cabeza y contestó:

—Seguiré al lado de mi jefa.

—Vaya, la lealtad —Cosca se burlaba—. ¡Cuidado con esa tontería, porque te puede matar! —risas surtidas entre la asamblea—. Las Mil Espadas no entienden de lealtad, ¿eh, muchachos? ¡Aquí no tenemos nada de esas cosas infantiles! —más risas y una veintena o más de muecas feroces dedicadas a Monza.

Se sentía aturdida. Era como si la tienda brillase y, al mismo tiempo, se oscureciese. Su nariz captó el olor de algo… de cuerpos sudorosos, o de bebidas fuertes, o de algo cocinado de manera asquerosa, o de alguna letrina que estaba demasiado cerca del cuartel general, y su estómago lo acusó, lanzando unas agüillas hacia su boca. Una pipa, por favor, una pipa. Dio media vuelta, casi a punto de perder el equilibrio, se abrió paso entre una pareja de tipos burlones y los faldones de la entrada, y salió de la tienda para encontrarse con la radiante mañana.

Pero entonces se sintió peor. La luz del sol la apuñalaba. Rostros, docenas de ellos, se fundían en una masa indistinta de ojos que la miraban fijamente. Una chusma convertida en jurado. Intentó mirar hacia delante, siempre hacia delante, pero no pudo evitar el temblor de sus labios. Intentó caminar como antes, con la cabeza hacia atrás, pero las rodillas le temblaban tanto que tuvo miedo de que aquella gente pudiese escuchar el roce que hacían al moverse incontroladamente dentro de sus pantalones. Fue como si todo el miedo, la debilidad y el dolor los hubiese estado guardando hasta entonces y, en ese momento, se escapasen como una ola enorme que la anegaba y de la que no podía escapar. Su piel estaba llena de sudor frío. La mano le dolía de la manera acostumbrada, llevando aquel dolor hasta su cuello. Ellos habían visto cómo era realmente. Habían visto lo que ella había perdido. Una tullida solitaria con un pasado sangriento, como había dicho Cosca. Sintió un retortijón y luego náuseas, y un sabor ácido se insinuó debajo de su garganta. El mundo se tambaleaba.

Sólo el odio te permite seguir en pie durante tanto tiempo.

—No puedo —dijo con un susurro—. No puedo —con tal de seguir activa, no le había importado lo que pudiera pasar. Dobló la pierna y comenzó a caer, pero Escalofríos la agarró con fuerza del brazo y la levantó.

—Camina —le dijo al oído.

—No puedo…

Le pasó un puño por debajo de una axila, y el dolor que sintió hizo que, al menos durante un momento, el orbe entero dejase de girar.

—Sigue caminando o estaremos acabados.

Con la ayuda de Escalofríos ya tenía la fuerza suficiente para llegar hasta los caballos. La suficiente para pasar una bota por el estribo. La suficiente para, con un gemido de dolor, subirse a la silla, hacer que su caballo se volviese y pusiera su cabeza en la dirección correcta. Cuando salieron del campamento apenas podía ver. La que debía convertirse en capitán general para tomar cumplida venganza de Orso, se sentaba en la silla de montar como si fuese carne muerta.

Si te conviertes en algo demasiado duro, acabarás siendo demasiado frágil. Porque, si algo de ti se rompe, se romperá todo lo demás.

VI. OSPRIA

«
Me gusta una mirada de agonía, porque sé que es verdadera.
»

EMILY DICKINSON

Le parecía que un poco de oro podría evitar un montón de sangre.

Musselia no podría ser conquistada sin un larguísimo asedio, de eso estaban todos seguros. Antaño, por los tiempos del Nuevo Imperio, había sido una imponente fortaleza, y sus habitantes se sentían muy orgullosos de sus antiguas murallas. Pero aquel orgullo tan grande contrastaba con el poco oro que sus defensores guardaban en sus bolsillos. Quizá por eso, Benna apenas necesitó una suma irrisoriamente pequeña para que a una de sus puertas, también muy pequeña, no le echasen el cerrojo.

Antes de que Fiel y sus hombres se apoderasen de las murallas, y mucho antes de que el resto de las fuerzas que componían las Mil Espadas entrasen como un torrente en la ciudad para comenzar el saqueo, Benna llevó a Monza por las calles llenas de sombras. Que fuese él quien la guiaba era toda una novedad.

—¿Por qué quieres entrar el primero?

—Ya lo verás.

—¿ Adónde vamos?

—A recuperar tu dinero. Con intereses.

Monza frunció el ceño mientras apretaba el paso para seguirle. Las sorpresas de su hermano siempre resultaban un poco amargas. Pasaron por la estrecha arquivolta de una calle muy angosta. Luego llegaron a un patio cubierto de losetas que estaba iluminado por la parpadeante luz de dos antorchas. Un hombre de Kanta, vestido con ropa de viaje, se encontraba al lado de una carreta cubierta con una lona. El caballo uncido a ella sugería que estaba lista para partir. Aunque Monza no conociera a aquel hombre, él sí que conocía a Benna, por lo que fue a su encuentro con los brazos abiertos y una sonrisa que, debido a los brillantes dientes que exhibía, resplandeció en medio de la oscuridad.

—¡Benna, Benna! ¡Qué alegría me da verte! — y se abrazaron como viejos camaradas.

—Y a mí. Te presento a mi hermana, Monzcarro.

—La famosa y muy temida. Es un honor — e hizo una reverencia.

—Es Somenu Hermon — dijo Benna con una gran sonrisa—. El comerciante más importante de Musselia.

—Sólo un humilde negociante, como cualquier otro. Ya sólo quedan algunas cosas… muy pocas… por llevar. Mi esposa y los niños ya se han marchado.

—Bien. Eso simplifica las cosas.

Monza miró preocupada a su hermano y dijo:

—¿Qué vas a…?

Benna sacó rápidamente la daga que llevaba al cinto y se la clavó a Hermon en el rostro. Sucedió tan deprisa que el comerciante aún tenía la sonrisa en los labios cuando cayó muerto. Monza desenvainó instintivamente la espada, mirando las sombras que rodeaban el patio y luego la calle, pero todo seguía tranquilo.

—¿ Qué diablos has hecho? — preguntó, muy enfadada. El se había subido a la carreta y corrido la lona un poco hacia atrás, con una mirada de ansia y de locura en el rostro. Abrió torpemente la tapa del cofre que estaba debajo del todo, rebuscó en él y lo inclinó para que las monedas que contenía cayesen al suelo con su característico tintineo.

Oro.

Monza subió de un salto a su lado. Más oro del que nunca había visto junto. Con los ojos tan abiertos que casi le hacían daño, descubrió que había más cofres. Con manos temblorosas, corrió completamente la lona. Había muchos más.

—¡Somos ricos! — decía Benna, chillando—. ¡Somos ricos!

—Ya casi lo éramos — bajó la mirada hasta el puñal que sobresalía del ojo de Hermon, viendo que la sangre parecía negra bajo la luz de las antorchas—. ¿Por qué le has matado?

—¿Robarle y dejarle con vida? — la miraba fijamente, como si se hubiese vuelto loca—. Habría dicho a todo el mundo que nosotros teníamos el dinero. Así estamos a salvo.

—¿A salvo? ¡Benna, todo ese dinero es lo contrario de lo que a uno le hace sentirse a salvo!

El pareció enfadarse, como si se sintiese dolido por aquellas palabras, y comentó:

—Pensé que te gustaría. Sobre todo a ti, que estuviste destripando terrones para nada — lo decía por el disgusto que le había dado—. Es para nosotros. Para nosotros, ¿lo comprendes? — lo decía como si, en aquel momento, el disgusto se lo estuviese dando ella—. ¡Monza, piedad y cobardía son lo mismo! Pensaba que lo sabías.

¿Qué hubiera podido hacer? ¿Impedir que Hermon recibiese la puñalada en la cara?

Entonces le pareció que un poco de oro podía costar un montón de sangre.

Su plan de ataque

La cordillera más meridional de los montes Urval, la espina dorsal de Styria, con todas sus faldas sombrías y sus escarpados picos bañados por la luz dorada del atardecer, avanzaba a duras penas hacia el sur para finalizar en la enorme roca en que había sido esculpida la mismísima Ospria. Entre la ciudad y la colina donde se había asentado el cuartel general de las Mil Espadas, el profundo valle lleno de verdor estaba surcado por flores silvestres de cien colores. El río Sulva culebreaba por su fondo hacia el distante mar, tocado por el sol poniente para adquirir el color anaranjado del hierro fundido.

Los pájaros gorjeaban en los olivos de un bosquecillo antiguo, los saltamontes chirriaban en la hierba crecida y ondeante, el viento besaba el rostro de Cosca, logrando que la pluma de su sombrero, que él había cogido gentilmente con una mano, se moviese y ondease de manera heroica. Los viñedos crecían sobre las pendientes que estaban al norte de la ciudad, verdes hileras de parras en aquellas laderas polvorientas que obligaban a Cosca a fijarse en ellas, mientras la boca se le hacía agua al echar de menos algo que no probaba desde hacía mucho tiempo. Las mejores añadas del Círculo del Mundo salían de aquel suelo…

—Por caridad, un trago —murmuró.

—Hermoso —dijo el príncipe Foscar.

—¿Vuestra Alteza no había visto jamás la hermosa Ospria?

—Había oído hablar de ella, pero…

—Quita el aliento, ¿verdad? —La ciudad era como una estantería enorme que hubiese sido tallada con cuatro anaqueles en la roca de color blanco de las faldas de la colina, cada uno rodeado por su propia muralla, repleto de edificios altos y lleno de una confusión de tejados, cúpulas y torres. El antiguo acueducto imperial bajaba de las montañas, curvándose de un modo muy agradable de ver para ir a parar a lo que era su parte más alejada, formada por más de cincuenta arcos, el más alto de los cuales medía veinte veces la estatura de un hombre. La ciudadela se aferraba de una manera imposible al peñasco que se encontraba más arriba, cuatro grandes torres que se recortaban contra el cielo azul a punto de oscurecerse. A medida que el sol se iba poniendo, las lámparas comenzaron a arrojar su luz por las ventanas, de suerte que la silueta de la ciudad quedó salpicada por puntitos de luz—. No creo que pueda haber otro sitio que se le parezca.

—Da casi vergüenza pasarla a sangre y fuego —observó Foscar después de una pausa.

—Ciertamente, Alteza. Pero así es la guerra y así la hacemos.

Cosca había oído que el conde Foscar, que se había enterado de la suerte corrida por su hermano en un famoso burdel sipanés, para acto seguido convertirse en príncipe, era un joven de aspecto infantil, inexperto y nervioso que se sentía agradablemente impresionado por lo que había visto hasta entonces. Pero aunque aquel muchacho fuese inexperto, lo cierto era que también suelen serlo todos los jóvenes antes de convertirse en hombres, y también que parecía más atento que débil, más sobrio que apocado, más educado que flojo. Un joven muy parecido al propio Cosca cuando era joven. Aunque él acabara siendo todo lo contrario, por supuesto.

—Parecen unas fortificaciones muy poderosas… —comentó el príncipe al observar con un catalejo las impresionantes murallas.

—Oh, lo son. Ospria era el puesto más avanzado del Nuevo Imperio, porque lo edificaron a modo de bastión para repeler a las hordas de Baol. Algunas partes de las murallas han soportado con firmeza el ataque de los salvajes durante más de quinientos años.

—¿Cabe la posibilidad de que el duque Rogont sólo quiera guarecerse tras ellas? Parece muy amigo de retrasar el combate todo lo que pueda…

—Alteza, presentará batalla —dijo Andiche.

—Tiene que hacerlo —dijo Sesaria con potente voz—, porque, de lo contrario, acamparemos en su precioso valle y le mataremos de hambre.

—Al menos le sobrepasamos tres veces en número —dijo Victus con voz burlona.

Casca asintió y dijo:

—Las murallas sólo son efectivas cuando uno espera recibir ayuda, y ahora no creo que llegue ninguna de la Liga de los Ocho. Tiene que luchar. Y luchará. Está desesperado —si Cosca conocía algo a fondo, era la desesperación.

—Debo confesar que siento algo de… inquietud —Foscar se aclaró la garganta un tanto nervioso—. Sé que usted siempre odió a mi padre con mucha pasión.

—La pasión. ¡Bah! —Cosca movió una mano, como no dándole importancia—. De joven siempre dejé que la pasión dominase mi olfato, pero después aprendí muchas lecciones, y muy desagradables, respecto a las ventajas de mantener la cabeza fría. Aunque vuestro padre y yo hayamos tenido nuestras diferencias, yo sigo siendo, por encima de todo, un mercenario. Permitir que mis sentimientos redujeran el peso de mi bolsa sería un acto absolutamente criminal de falta de profesionalidad.

—¡Muy bien! —la fea mirada de Victus estaba cargada de impudicia. Mucho más de lo que era usual en él.

—Fijaos, estos tres capitanes, que son los más allegados a mi persona —Cosca les saludó con un movimiento muy teatral de su sombrero—, me traicionaron alevosamente y sentaron a Murcatto en mi silla. Me jodieron de cojones, como dicen en Sipani. De cojones, Alteza. Si sintiese alguna inclinación por la venganza, acabaría con estas tres boñigas de mierda humana —entonces chasqueó la lengua y ellos le imitaron, de suerte que la atmósfera, que para entonces estaba muy tensa, volvió a quedarse tan despejada como antes—. Pero como podemos ayudarnos mutuamente, ya les he perdonado todo, lo mismo que a vuestro padre. La venganza no ofrece a nadie un mañana más brillante, y cuando se suben con ella los peldaños de la vida, su peso no debe… lastrarle a uno. No debéis preocuparos a ese respecto, príncipe Foscar, porque sólo me preocupa lo meramente económico. Comprar y pagar con dinero. Por eso mismo, aquí tenéis a vuestro hombre.

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